¿Qué dice López Obrador todas las mañanas en la conferencia con la prensa? ¿Quién es el destinatario político, el sector económico, o social de lo que dice y repite? ¿Para qué lo dice?
La evidencia es que el presidente habla (demasiado) con excesivo optimismo del país que quisiera que fuera México, pero tiene enemigos que lo atacan en los medios y a quienes él exhibe cotidianamente, como aquellos que se dedicaron durante el neoliberalismo a saquear y dejar en ruinas al país. Lo que se ha revelado de las redes de corrupción en esas mañaneras, es mucho más de lo que cualquiera podíamos haber imaginado.
Menos claro es a quién se dirige, a quién le habla, cuáles sectores quisiera que comprendieran su discurso y actuaran en consecuencia en favor de la paz, de los pobres y en contra de la corrupción. Por su parte, ni las clases medias ni el empresariado escuchan lo que quisieran saber del gobierno.
AMLO considera, seguramente, que al informar (y a veces desinformar) como nunca había sucedido en México, está cerrando distancias entre el gobierno y la sociedad; que está haciendo pedagogía política y construyendo ciudadanía.
Hay que reconocer que los mexicanos nos hemos conducido con enorme tolerancia y pasividad ante los abusos del poder durante los gobiernos del PRI y del PAN, y mucho antes también.
La cultura política popular ha tenido durante siglos, como fondo, la resignación y la pasividad ante un poder que siente distante, pero no hay mucha diferencia en eso con la clase media, por más que se han abierto espacios y procesos de mayor participación democrática.
Si un sector de la población requiere pedagogía ciudadana, es esa clase media la que el discurso de López Obrador ignora, y a la que muchas de las decisiones de su gobierno han perjudicado.
La clase media mexicana no ha sido, como en otras sociedades, defensora de las libertades y exigentes de la rendición de cuentas del gobierno, sino que se ha portado ante el poder y el orden institucional como algo que es ajeno a su acción y responsabilidad.
Sin embargo, la beligerancia de López Obrador contra sus enemigos –antes les llamaba adversarios– no da las certezas que a la clase media le importa recuperar en seguridad de empleo e ingresos, de mejores servicios públicos y de tranquilidad en saberse protegidas, tanto en su seguridad personal como en la patrimonial.
También a la representación del sector empresarial –no hablo de los pequeños y medianos empresarios– le falta civilidad ciudadana; los grandes capitales, cuyas inversiones marcan el ritmo del crecimiento económico del país, están acostumbrados a condiciones de privilegio y protección del poder gubernamental, inclusive contra los riesgos inmanentes de todo negocio.
Ahora se quejan –y algo de razón tienen– de que no hay una política económica racional que esté a salvo de la voluntad o caprichos del presidente; un caso es la “austeridad republicana”, contraria a la lógica de actuar contra cíclicamente, con mayor inversión pública y otros estímulos a las inversiones privadas.
En su lugar, la inversión pública cayó en 14.4 por ciento en términos reales durante los primeros nueve meses de este 2019, y está previsto que siga bajando en 2020, mientras que la inversión privada retrocedió 4 por ciento en los primeros seis meses del año.
La lista de ejemplos de que la percepción presidencial se impone a cualquier otra razón es larga, y ese es un riesgo que ningún inversionista está dispuesto a correr. El problema es que no hay manera de activar la economía si los grandes empresarios no invierten y sin esa activación, ni los pobres ni las clases medias sentirán cambios en su bienestar social y económico.
Los propósitos comunicacionales del presidente pueden ser varios; cerrar distancia entre gobierno y sectores sociales, rendir cuentas, mostrar supremacía del poder político sobre el económico, defender las fallas de su gabinete, asegurar, con exceso de optimismo, que “las cosas ya no son como eran”.