Ver su destreza para subir por las paredes de piedra es impresionante. Parece que nació para escalar esas rocas enormes y filosas que forman los espectaculares acantilados de la zona de La Quebrada en Acapulco. Desde los siete años aprendió a bucear a pulmón y a buscar ostiones, cucarachas de mar, pulpos o lo que sea que pueda vender desde su puesto en la populosa playa de Caleta. Es el último de una familia de ocho hermanos de los cuales ya sólo sobreviven dos más. Su sonrisa es franca y desde las piedras donde me enseña a abrir ostiones, veo que su único calzado son unos trapos amarrados a los pies y me asegura que si usa otra cosa se resbalaría en las piedras. Sus instrumentos de trabajo son un cuchillo viejo, un desarmador torcido, una bolsa de plástico y la cámara parchada de una llanta; para abrir los ostiones se auxilia de golpearlos con una piedra contra otra y usa como palanca el cuchillo sin filo.
Los vi llegar por la caleta azul, se lanzó al mar bravo y lleno de corrientes desde una modesta lancha amarilla, que luego me contó, rentan entre tres buzos y pescadores a $350 pesos por día, más otros $300 de gasolina. Esos $650 pesos al día es la inversión de tres padres de familia para comer. Con suerte, dice, puede llegar a ganar $500 pesos fuera de sus gastos y está consciente de que cada vez que va al mar arriesga la vida. Así, hay en ese otro Acapulco, que no necesariamente es el turístico, cientos de pescadores que se la juegan diariamente sin tener protección social o una Cooperativa que realmente los respalde. Atlético, delgado y de no más de cuarenta años, Osiel es uno de ellos.
Nunca había estado el puerto tan jodido como ahora.
Cuidadoso y mesurado, el pescador explica que ahora en sus costos tiene que pagar derecho de piso a “La Maña”, aunque afirma que corren con suerte porque la mayoría de las veces lo liquidan en especie, es decir, invitando los ostiones o los “Vuelve a la Vida”, y pescando más horas tratan de recompensarlo. No sabe de apoyos, créditos, ni vedas, ni tampoco de algún programa social que llegue, pero pese a ello, Osiel sonríe y le brilla la mirada cuando me habla de su hija de dos años. Una niña que lo motiva a entrar y salir todos los días del mar.
Me cuenta que eran ocho hermanos y que ya sólo quedan tres, y que todos se dedican a pescar, que le gusta su trabajo porque no tiene nadie quien lo mande ni que le diga qué hacer. Cuenta que de la zona que va de la Quebrada a Caleta aún se pesca langosta. Que hay que tener cuidado con el ostión porque los buzos como él lo sacan fresco y lo venden a la Cooperativa, pero si éste no se consume el mismo día, la Cooperativa lo deja en la orilla de la playa y el ostión sigue comiendo y se contamina.
Osiel no sabe del calentamiento global, pero sí del mar de fondo que provoca olas de gran tamaño y de la marea roja que contamina el mar con yodo y éste afecta su pesca. Sabe también que, en algunas zonas de mar abierto del puerto, de noche surcan embarcaciones sin luz de navegación que bucean con buen equipo y sacan mercancías prohibidas. Entonces, los pescadores se alejan, apagan sus farolas y se van por seguridad. Las casas que dan al mar no hacen preguntas, apagan las luces y cierran sus puertas. Así les han dicho que actúen, para no meterse en problemas.
¿Se hubiera dedicado a otra cosa de haber tenido la oportunidad?
—No –responde–. Aquí empecé y aquí voy a terminar, de igual manera marisco siempre hay –concluye mientras vuelve a subir con una habilidad inaudita por las piedras filosas del acantilado con sus pies amarrados en trapos–.