Este texto ha sido escrito a varias manos. Recoge la vivencia de jóvenes latinoamericanos –estudiantes de posgrado que han coincidido en un espacio de formación-reflexión en la Universidad Nacional Autónoma de México– quienes nos relatan la forma en que sus vidas, sus rutinas y la vida en sus entornos más próximos y más lejanos se han visto afectados. Los autores son: Laura Andrea Ferro Higuera, César Armando Quintal Ortiz, Marissa González Ramírez, Aldo Iván Orozco Galván, Gloria García-Aguilar, José Andrés Villarroel López y Ana María Herrera Galeano. Mi papel ha sido tan sólo facilitar la coordinación de los relatos contados.
Laura Beatriz Montes de Oca Barrera.
Los relatos que a continuación plasmamos reflejan “instantáneas” de nuestras vidas alrededor de la pandemia provocada por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2. Como muchos jóvenes hemos sufrido, de manera directa o indirecta, la enfermedad y las repercusiones sociales, económicas y emocionales. El año 2020 ha quedado grabado en nuestras memorias y nuestra intención en este texto colaborativo es compartir vivencias que seguramente encuentran correlatos con las experiencias vividas por los lectores.
Al principio nos tomamos muy en serio las medidas sanitarias
Desde finales del mes de marzo de este año, como en diferentes países de la región, México comenzó a tomar medidas estrictas de confinamiento y distanciamiento social como estrategia para mitigar los contagios de la enfermedad Covid-19, esto conllevó que mi esposo y yo nos quedáramos en casa de manera permanente desde ese momento y hasta el mes de junio. Durante ese periodo, tratamos de salir lo menos posible, al punto de que ya ni siquiera durante varias semanas, particularmente yo, salía a la tienda más cercana. Creo que los dos nos tomamos muy en serio algunas de las medidas y recomendaciones que todos los días se publicaban en los periódicos, en las redes sociales o en la “hora de Gatell”.
Fueron instantes que, al recordarlos, creo que los dos nos tratábamos de informar continuamente para alimentar la esperanza de que en pocas semanas esto iba a terminar. Sin embargo, iban transcurriendo las semanas y las fechas tentativas de apertura se iban recorriendo: primero se tuvo contemplado regresar a una “nueva normalidad” en mayo, después a mediados de junio y, al ver que los niveles de contagios no cesaban, ya no se continuó estipulando una fecha del fin de la pandemia.
La necesidad económica y el encierro
A principios de la pandemia, durante los primeros días de abril, la comunicación con mi familia en Yucatán fue a través de llamadas telefónicas y videollamadas. Mi mamá decía que los comercios y los centros religiosos cerraron sus puertas y que las calles se percibían desoladas. El mercado, corazón de la ciudad, también clausuró sus entradas, en parte porque fue precisamente este lugar donde se avivaron los contagios. En ese tiempo, la mayoría de las personas acataron la regla de permanecer en casa, pero, la necesidad económica los forzó posteriormente a abandonar el encierro.
Los comerciantes ocuparon banquetas y las partes delanteras de las casas se adaptaron como espacios para ofrecer frutas y verduras. Otra característica notable en esa pequeña ciudad fue que las redes sociales jugaron un papel importante como plataforma para ofrecer alimentos u otros servicios. Los comerciantes, que antes del Covid-19 recurrían a relaciones convencionales de comercio, cara a cara, adoptaron las redes sociales, en especial Facebook, como mecanismo para ofrecer sus productos y servicios y disminuir los impactos negativos de la contingencia sanitaria en sus entornos familiares.
Espacio, vivienda y encierro
Vivir en un departamento de 65 m² con otras dos personas es todo un desafío a la capacidad de convivencia, al estado de ánimo y a la privacidad. La excusa que teníamos antes del Covid-19 resultó ingenua: el espacio es suficiente, pues nuestro día a día se desarrolla principalmente fuera del departamento. Con la contingencia sanitaria, el departamento, la vivienda y la casa se adaptaron como espacios óptimos para nuestras actividades económicamente remuneradas. Ello nos da una pista de qué tan importante son esas actividades, al fin y al cabo, son las que nos permiten pagar una renta y acceder a los alimentos, una suerte, debe decirse, que no muchos tienen. La estrechez del departamento se volvió mucho más obvia durante los meses de abril, mayo y junio, al grado que decidimos mudarnos a otro lugar. Nuestra decisión también se animó por la creciente oferta de departamentos que abandonaron las personas que retornaron a sus entidades de origen.
Septiembre y octubre fueron meses en que mis amigos y yo nos dedicamos a buscar un departamento. La experiencia fue cansada e interesante. Me sorprendió cómo la pandemia afectó la dinámica de rentas de departamentos y cuartos para estudiantes y trabajadores en Ciudad de México, muchas personas perdieron sus trabajos o se les recortó su salario, por lo que pagar una renta se volvió inviable. Los anuncios de “renta” o “venta” aumentaron en la colonia. En ese proceso encontramos arrendatarios flexibles y empáticos ante la situación económica que desencadenó la pandemia pero, también, arrendatarios inflexibles, desconsiderados y poco solidarios.
Saturación y organización del tiempo en el encierro
Durante este tiempo de pandemia, en el caso de mi entorno familiar, conformado por mi compañero, su hijo, nuestra perrita y yo, el estar insertas la mayor parte de nuestras actividades en los ámbitos académico y de docencia nos ha permitido, afortunadamente, permanecer más tiempo en casa y salir únicamente a lo indispensable, continuando con nuestras tareas desde casa haciendo uso de la tecnología. Sin embargo, esto ha devenido también en una serie de situaciones a las que nos hemos ido adaptando los miembros del hogar. Uno de los mayores problemas que enfrentamos en casa diariamente es lo relativo a la organización y administración de nuestro tiempo. Contrario a lo que pensamos al inicio del confinamiento, que tendríamos más oportunidades para realizar actividades lúdicas dentro de casa, esto no ha sido así.
Hemos vuelto a realizar las labores que hacíamos antes de la pandemia, pero ahora desde casa y en condiciones más complejas, las cuales implican la necesidad de dominar las herramientas tecnológicas, por lo que demandan más tiempo para llevarlas a cabo. Vivimos pues en una saturación constante de actividades a distancia que nos ha llevado a una acumulación de tareas y trabajo, sin mencionar el aumento de los quehaceres domésticos, como sucede en toda casa en la que todos sus miembros permanecen más tiempo en ella.
Vivir desde el miedo, la nostalgia y la incertidumbre
Poder estar encerrado es un privilegio cuando otras personas se ven obligadas a salir de casa para poder sobrevivir, ya que deben exponerse continuamente a un contagio al viajar diario en transportes atestados. Así, por extraño que suene, tengo el privilegio de poder estar encerrado. Pero mi pareja no. Ella, enfermera, ha vivido desde el miedo: a estar expuesta a la enfermedad en su trabajo, a que sus compañeros y compañeras enfermen, a trasladar la enfermedad a casa. De mi parte, el miedo a la infección disminuyó un poco al reducir mi exposición a noticias e información sobre el desarrollo de la pandemia, sin embargo, es imposible que se vaya del todo cuando me enfrento a la imposibilidad de abrazarla cuando llega a casa. Su exhaustivo proceso de limpieza y desinfección antes de poder saludar es un recordatorio diario de que el problema es real.
Por lo tanto, en mi vida familiar, el mayor impacto del Covid ha sido a nivel emocional: miedo, de ver las cifras cada vez mayores de contagios y decesos, de salir a la calle, de desconfiar de cada persona al verla como potencial fuente de contagio; nostalgia, por estar alejado de personas queridas, por la pérdida de un estilo de vida, por no poder volver a mi ciudad natal; incertidumbre, por no poder saber qué tan cerca está el final; pesar, por el alejamiento de las personas, por tener que estar a la distancia, porque un abrazo, antes una muestra de afecto, es ahora un factor de riesgo.
Consecuencias del encierro en adultos mayores
La parte de la familia que yo integro inició la cuarentena reportando desde cuatro ciudades diferentes: Pereira y Bogotá, Colombia; Ciudad de México, México; y Los Ángeles, California. Por la edad avanzada de mis tíos, ejes de la familia, la cuarentena comenzó con los achaques y padecimientos propios de su adultez y con la noticia de que todos eran población de riesgo. Las medidas de aislamiento iniciaron con las restricciones de movilidad severas impuestas a las personas adultas mayores, en contra de las cuales mis familiares se quejaban y protestaban. Manifestaban su resistencia desobedeciendo cotidianamente las imposiciones con alguna salida, algún encuentro.
Después de esta etapa de alarma y control a los adultos mayores, vino el momento de acompañar las consecuencias del encierro, el deterioro en la salud de mis padres y tíos. La falta de movilidad hizo aún más lentos sus movimientos, sus cuerpos más pesados y menos flexibles, acentuando su edad en cada paso para transformar las actividades de la casa en retos cotidianos, que los jóvenes muchas veces no vemos: subir las escaleras, bañarse, calentar el agua para el café, tender la cama. Movimientos anodinos que cobraron especial importancia y que evidenciaron su vejez y el desgaste físico y emocional que esta provoca.
Duelo familiar y retos tecnológicos
Una de mis tías paternas falleció, junto a mi tío político y mi primo mayor por Covid. Una familiar de la infancia de mi madre falleció y varios hoy se encuentran hospitalizados. Debido a la enfermedad, los cuerpos no son entregados a los familiares tras casi 20 días, ninguno de los ellos recibió visitas en los hospitales y las ceremonias fúnebres se reservaron para los hijos y personas que se encontraban en Bogotá. Además, mis padres son positivos de Covid y mi padre está hospitalizado en un pabellón de medicina interna en aislamiento, donde lleva alrededor de 10 días.
Todo este nuevo momento ha conducido a un reto enorme: la virtualidad fue el mecanismo para expresar el cariño y el duelo, a pesar de ser ajena a las maneras de comunicar de mis familiares. Mi madre lideró la formación digital en mi casa en Bogotá. Ella aprendió a usar Zoom para entrar a los rosarios y grupos de oración en favor de mi primo; aprendió a usar y comentar en YouTube para poder ver la transmisión de las misas fúnebres y la ceremonia de entierro de mis familiares; y extendió su uso del WhatsApp para comunicarse; actualmente recibe llamadas de parte de mis amigos y primos de diferentes ciudades para conocer el estado de salud de mi padre.
El nuevo coronavirus ha puesto a temblar esta estructura familiar. Seguro un nuevo momento vendrá que implicará recuperación y elaboración del duelo. A la distancia, ver los quiebres y grietas que han provocado estos meses no ha sido sencillo. Sin embargo, la mirada más amplia sobre las consecuencias de este temblor ha permitido ver la existencia de una red invisible que apoya a mis familiares, y la construcción de vínculos de familia que sobrepasan los lazos consanguíneos.
El reto de ser madre durante la Pandemia del Covid-19
Después de diez meses comenzada la pandemia por Covid-19, como integrante de una nueva estructura familiar, los retos y oportunidades han sido significativos en la convivencia de 24 x 7. Por primera vez, durante estos escasos 5 años de matrimonio, fui madre, esposa y ama de casa al 100 por ciento. Nunca había tenido la responsabilidad total de mi hogar; esto gracias a la ayuda de manos amigas como mi madre, suegra y personal del hogar que me había apoyado para aligerar este extenuante trabajo.
Uno de los temas más complejos ante esta crisis sanitaria ha sido el desafío de poder ofrecerle a mi hija continuar con su tratamiento médico sin interrupciones. Ella sufrió un accidente cerebrovascular al momento de su nacimiento, lo que le ocasionó una “hemiparesia del lado izquierdo de su cuerpo” esto es, una disminución motora que le afecta tanto en su brazo y pierna como en su desarrollo cognitivo, por lo que tiene que tomar terapia física, ocupacional y de lenguaje obligatoria para su recuperación. El problema radica en que las instituciones de atención en donde acudíamos para su rehabilitación fueron cerradas.
De esta forma, niñas y niños que viven con alguna discapacidad como mi hija han quedado invisibilizados y su tratamiento recayó en los familiares que, muchas ocasiones, no tenemos la capacitación ni los recursos adecuados para brindarle la atención requerida. Ante este escenario yo no podía quedarme de brazos cruzados y dejar que el tiempo pasara. Busqué ayuda, con todo el miedo y estrés ante lo que estaba aconteciendo. Afortunadamente, tuve la suerte de encontrar a tres especialistas que han ayudado a que mi pequeña tenga un avance significativo en estos meses de encierro, y a los que de una forma humilde y sincera reconozco en este texto: Lulú, Joelito y Vero, como les nombra mi pequeña. Su trabajo, literalmente, trasforma vidas: inciden de forma positiva en los hogares en los que trabajan. En nuestro caso nos enseñaron el valor del trabajo en equipo y la importancia de la constancia para una pronta recuperación.
Unión y apoyo familiar durante la pandemia
Si bien, dentro de todas las familias la pandemia provocó desajustes, creo que lo importante es mantenerse unidos y brindarse un apoyo constante. El estar confinado me permitió reflexionar y pasar más tiempo junto a mi familia, porque si bien en tiempos pre-pandémicos estos espacios familiares existían, en diversas ocasiones se veían interrumpidos por compromisos personales y académicos, que lamentablemente eran ineludibles. Así, la pandemia me ayudó a replantearme una serie de preguntas: ¿quién soy?, ¿qué quiero? y ¿de dónde vengo?, las cuales muchas veces en nuestro cotidiano de “tiempos normales” desaparecen o son poco cuestionables.
La convivencia familiar: reto y apoyo
Comencé el confinamiento en familia, platicamos sobre nuestros planes a seguir para los cuidados que se nos indicaba por todos los medios, es decir: no salir a no ser que fuera primordial, el uso de cubrebocas y de gel antibacterial, guardar la distancia si estábamos en público, restringir o evitar las visitas, desinfectar superficies y todo lo proveniente del exterior antes de entrar a la alacena, desinfectar el efectivo y tener un plan de emergencia por si alguien resultaba infectado.
Todo esto fue un poco complicado al principio, puesto que hacía algunos años que no vivíamos todos juntos, además de que nos quedábamos en casa todo el día por varios días. No obstante, me percaté de que la convivencia familiar, a pesar de las diferencias propias de vivir juntos, me ayudaba a sobrellevar la incertidumbre de la situación y los sentimientos negativos que desarrollé como la ansiedad y el estrés ante un hecho que era ajeno a mi control y del cual sólo me quedaba aceptar y adaptarme.
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