anécdota

Instantáneas del 2020. Afectaciones en la vida cotidiana y familiar a causa de la pandemia

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Este texto ha sido escrito a varias manos. Recoge la vivencia de jóvenes latinoamericanos estudiantes de posgrado que han coincidido en un espacio de formación-reflexión en la Universidad Nacional Autónoma de México– quienes nos relatan la forma en que sus vidas, sus rutinas y la vida en sus entornos más próximos y más lejanos se han visto afectados. Los autores son: Laura Andrea Ferro Higuera, César Armando Quintal Ortiz, Marissa González Ramírez, Aldo Iván Orozco Galván, Gloria García-Aguilar, José Andrés Villarroel López y Ana María Herrera Galeano. Mi papel ha sido tan sólo facilitar la coordinación de los relatos contados.    

Laura Beatriz Montes de Oca Barrera.


Los relatos que a continuación plasmamos reflejan “instantáneas” de nuestras vidas alrededor de la pandemia provocada por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2. Como muchos jóvenes hemos sufrido, de manera directa o indirecta, la enfermedad y las repercusiones sociales, económicas y emocionales. El año 2020 ha quedado grabado en nuestras memorias y nuestra intención en este texto colaborativo es compartir vivencias que seguramente encuentran correlatos con las experiencias vividas por los lectores.

Al principio nos tomamos muy en serio las medidas sanitarias

Desde finales del mes de marzo de este año, como en diferentes países de la región, México comenzó a tomar medidas estrictas de confinamiento y distanciamiento social como estrategia para mitigar los contagios de la enfermedad Covid-19, esto conllevó que mi esposo y yo nos quedáramos en casa de manera permanente desde ese momento y hasta el mes de junio. Durante ese periodo, tratamos de salir lo menos posible, al punto de que ya ni siquiera durante varias semanas, particularmente yo, salía a la tienda más cercana. Creo que los dos nos tomamos muy en serio algunas de las medidas y recomendaciones que todos los días se publicaban en los periódicos, en las redes sociales o en la “hora de Gatell”.

Fueron instantes que, al recordarlos, creo que los dos nos tratábamos de informar continuamente para alimentar la esperanza de que en pocas semanas esto iba a terminar. Sin embargo, iban transcurriendo las semanas y las fechas tentativas de apertura se iban recorriendo: primero se tuvo contemplado regresar a una “nueva normalidad” en mayo, después a mediados de junio y, al ver que los niveles de contagios no cesaban, ya no se continuó estipulando una fecha del fin de la pandemia.

esperando fin de la pandemia
Imagen: Lisk Feng.

La necesidad económica y el encierro

A principios de la pandemia, durante los primeros días de abril, la comunicación con mi familia en Yucatán fue a través de llamadas telefónicas y videollamadas. Mi mamá decía que los comercios y los centros religiosos cerraron sus puertas y que las calles se percibían desoladas. El mercado, corazón de la ciudad, también clausuró sus entradas, en parte porque fue precisamente este lugar donde se avivaron los contagios. En ese tiempo, la mayoría de las personas acataron la regla de permanecer en casa, pero, la necesidad económica los forzó posteriormente a abandonar el encierro.

Los comerciantes ocuparon banquetas y las partes delanteras de las casas se adaptaron como espacios para ofrecer frutas y verduras. Otra característica notable en esa pequeña ciudad fue que las redes sociales jugaron un papel importante como plataforma para ofrecer alimentos u otros servicios. Los comerciantes, que antes del Covid-19 recurrían a relaciones convencionales de comercio, cara a cara, adoptaron las redes sociales, en especial Facebook, como mecanismo para ofrecer sus productos y servicios y disminuir los impactos negativos de la contingencia sanitaria en sus entornos familiares.

Espacio, vivienda y encierro

Vivir en un departamento de 65 m² con otras dos personas es todo un desafío a la capacidad de convivencia, al estado de ánimo y a la privacidad. La excusa que teníamos antes del Covid-19 resultó ingenua: el espacio es suficiente, pues nuestro día a día se desarrolla principalmente fuera del departamento. Con la contingencia sanitaria, el departamento, la vivienda y la casa se adaptaron como espacios óptimos para nuestras actividades económicamente remuneradas. Ello nos da una pista de qué tan importante son esas actividades, al fin y al cabo, son las que nos permiten pagar una renta y acceder a los alimentos, una suerte, debe decirse, que no muchos tienen. La estrechez del departamento se volvió mucho más obvia durante los meses de abril, mayo y junio, al grado que decidimos mudarnos a otro lugar. Nuestra decisión también se animó por la creciente oferta de departamentos que abandonaron las personas que retornaron a sus entidades de origen.

Septiembre y octubre fueron meses en que mis amigos y yo nos dedicamos a buscar un departamento. La experiencia fue cansada e interesante. Me sorprendió cómo la pandemia afectó la dinámica de rentas de departamentos y cuartos para estudiantes y trabajadores en Ciudad de México, muchas personas perdieron sus trabajos o se les recortó su salario, por lo que pagar una renta se volvió inviable. Los anuncios de “renta” o “venta” aumentaron en la colonia. En ese proceso encontramos arrendatarios flexibles y empáticos ante la situación económica que desencadenó la pandemia pero, también, arrendatarios inflexibles, desconsiderados y poco solidarios.

mudarse en cuarentena
Imagen: Grace Wu.

Saturación y organización del tiempo en el encierro

Durante este tiempo de pandemia, en el caso de mi entorno familiar, conformado por mi compañero, su hijo, nuestra perrita y yo, el estar insertas la mayor parte de nuestras actividades en los ámbitos académico y de docencia nos ha permitido, afortunadamente, permanecer más tiempo en casa y salir únicamente a lo indispensable, continuando con nuestras tareas desde casa haciendo uso de la tecnología. Sin embargo, esto ha devenido también en una serie de situaciones a las que nos hemos ido adaptando los miembros del hogar. Uno de los mayores problemas que enfrentamos en casa diariamente es lo relativo a la organización y administración de nuestro tiempo. Contrario a lo que pensamos al inicio del confinamiento, que tendríamos más oportunidades para realizar actividades lúdicas dentro de casa, esto no ha sido así.

Hemos vuelto a realizar las labores que hacíamos antes de la pandemia, pero ahora desde casa y en condiciones más complejas, las cuales implican la necesidad de dominar las herramientas tecnológicas, por lo que demandan más tiempo para llevarlas a cabo. Vivimos pues en una saturación constante de actividades a distancia que nos ha llevado a una acumulación de tareas y trabajo, sin mencionar el aumento de los quehaceres domésticos, como sucede en toda casa en la que todos sus miembros permanecen más tiempo en ella.

Vivir desde el miedo, la nostalgia y la incertidumbre

Poder estar encerrado es un privilegio cuando otras personas se ven obligadas a salir de casa para poder sobrevivir, ya que deben exponerse continuamente a un contagio al viajar diario en transportes atestados. Así, por extraño que suene, tengo el privilegio de poder estar encerrado. Pero mi pareja no. Ella, enfermera, ha vivido desde el miedo: a estar expuesta a la enfermedad en su trabajo, a que sus compañeros y compañeras enfermen, a trasladar la enfermedad a casa. De mi parte, el miedo a la infección disminuyó un poco al reducir mi exposición a noticias e información sobre el desarrollo de la pandemia, sin embargo, es imposible que se vaya del todo cuando me enfrento a la imposibilidad de abrazarla cuando llega a casa. Su exhaustivo proceso de limpieza y desinfección antes de poder saludar es un recordatorio diario de que el problema es real.

Por lo tanto, en mi vida familiar, el mayor impacto del Covid ha sido a nivel emocional: miedo, de ver las cifras cada vez mayores de contagios y decesos, de salir a la calle, de desconfiar de cada persona al verla como potencial fuente de contagio; nostalgia, por estar alejado de personas queridas, por la pérdida de un estilo de vida, por no poder volver a mi ciudad natal; incertidumbre, por no poder saber qué tan cerca está el final; pesar, por el alejamiento de las personas, por tener que estar a la distancia, porque un abrazo, antes una muestra de afecto, es ahora un factor de riesgo.

encierro y pandemia
Imagen: Nate Kitch.

Consecuencias del encierro en adultos mayores

La parte de la familia que yo integro inició la cuarentena reportando desde cuatro ciudades diferentes: Pereira y Bogotá, Colombia; Ciudad de México, México; y Los Ángeles, California. Por la edad avanzada de mis tíos, ejes de la familia, la cuarentena comenzó con los achaques y padecimientos propios de su adultez y con la noticia de que todos eran población de riesgo. Las medidas de aislamiento iniciaron con las restricciones de movilidad severas impuestas a las personas adultas mayores, en contra de las cuales mis familiares se quejaban y protestaban. Manifestaban su resistencia desobedeciendo cotidianamente las imposiciones con alguna salida, algún encuentro.

Después de esta etapa de alarma y control a los adultos mayores, vino el momento de acompañar las consecuencias del encierro, el deterioro en la salud de mis padres y tíos. La falta de movilidad hizo aún más lentos sus movimientos, sus cuerpos más pesados y menos flexibles, acentuando su edad en cada paso para transformar las actividades de la casa en retos cotidianos, que los jóvenes muchas veces no vemos: subir las escaleras, bañarse, calentar el agua para el café, tender la cama. Movimientos anodinos que cobraron especial importancia y que evidenciaron su vejez y el desgaste físico y emocional que esta provoca.

Duelo familiar y retos tecnológicos

Una de mis tías paternas falleció, junto a mi tío político y mi primo mayor por Covid. Una familiar de la infancia de mi madre falleció y varios hoy se encuentran hospitalizados. Debido a la enfermedad, los cuerpos no son entregados a los familiares tras casi 20 días, ninguno de los ellos recibió visitas en los hospitales y las ceremonias fúnebres se reservaron para los hijos y personas que se encontraban en Bogotá. Además, mis padres son positivos de Covid y mi padre está hospitalizado en un pabellón de medicina interna en aislamiento, donde lleva alrededor de 10 días.

Todo este nuevo momento ha conducido a un reto enorme: la virtualidad fue el mecanismo para expresar el cariño y el duelo, a pesar de ser ajena a las maneras de comunicar de mis familiares. Mi madre lideró la formación digital en mi casa en Bogotá. Ella aprendió a usar Zoom para entrar a los rosarios y grupos de oración en favor de mi primo; aprendió a usar y comentar en YouTube para poder ver la transmisión de las misas fúnebres y la ceremonia de entierro de mis familiares; y extendió su uso del WhatsApp para comunicarse; actualmente recibe llamadas de parte de mis amigos y primos de diferentes ciudades para conocer el estado de salud de mi padre.

El nuevo coronavirus ha puesto a temblar esta estructura familiar. Seguro un nuevo momento vendrá que implicará recuperación y elaboración del duelo. A la distancia, ver los quiebres y grietas que han provocado estos meses no ha sido sencillo. Sin embargo, la mirada más amplia sobre las consecuencias de este temblor ha permitido ver la existencia de una red invisible que apoya a mis familiares, y la construcción de vínculos de familia que sobrepasan los lazos consanguíneos.

velorios en cuarentena
Imagen: The Economist.

El reto de ser madre durante la Pandemia del Covid-19

Después de diez meses comenzada la pandemia por Covid-19, como integrante de una nueva estructura familiar, los retos y oportunidades han sido significativos en la convivencia de 24 x 7. Por primera vez, durante estos escasos 5 años de matrimonio, fui madre, esposa y ama de casa al 100 por ciento. Nunca había tenido la responsabilidad total de mi hogar; esto gracias a la ayuda de manos amigas como mi madre, suegra y personal del hogar que me había apoyado para aligerar este extenuante trabajo.

Uno de los temas más complejos ante esta crisis sanitaria ha sido el desafío de poder ofrecerle a mi hija continuar con su tratamiento médico sin interrupciones. Ella sufrió un accidente cerebrovascular al momento de su nacimiento, lo que le ocasionó una “hemiparesia del lado izquierdo de su cuerpo” esto es, una disminución motora que le afecta tanto en su brazo y pierna como en su desarrollo cognitivo, por lo que tiene que tomar terapia física, ocupacional y de lenguaje obligatoria para su recuperación. El problema radica en que las instituciones de atención en donde acudíamos para su rehabilitación fueron cerradas.

De esta forma, niñas y niños que viven con alguna discapacidad como mi hija han quedado invisibilizados y su tratamiento recayó en los familiares que, muchas ocasiones, no tenemos la capacitación ni los recursos adecuados para brindarle la atención requerida. Ante este escenario yo no podía quedarme de brazos cruzados y dejar que el tiempo pasara. Busqué ayuda, con todo el miedo y estrés ante lo que estaba aconteciendo. Afortunadamente, tuve la suerte de encontrar a tres especialistas que han ayudado a que mi pequeña tenga un avance significativo en estos meses de encierro, y a los que de una forma humilde y sincera reconozco en este texto: Lulú, Joelito y Vero, como les nombra mi pequeña. Su trabajo, literalmente, trasforma vidas: inciden de forma positiva en los hogares en los que trabajan. En nuestro caso nos enseñaron el valor del trabajo en equipo y la importancia de la constancia para una pronta recuperación.

Unión y apoyo familiar durante la pandemia

Si bien, dentro de todas las familias la pandemia provocó desajustes, creo que lo importante es mantenerse unidos y brindarse un apoyo constante. El estar confinado me permitió reflexionar y pasar más tiempo junto a mi familia, porque si bien en tiempos pre-pandémicos estos espacios familiares existían, en diversas ocasiones se veían interrumpidos por compromisos personales y académicos, que lamentablemente eran ineludibles. Así, la pandemia me ayudó a replantearme una serie de preguntas: ¿quién soy?, ¿qué quiero? y ¿de dónde vengo?, las cuales muchas veces en nuestro cotidiano de “tiempos normales” desaparecen o son poco cuestionables.

La convivencia familiar: reto y apoyo

Comencé el confinamiento en familia, platicamos sobre nuestros planes a seguir para los cuidados que se nos indicaba por todos los medios, es decir: no salir a no ser que fuera primordial, el uso de cubrebocas y de gel antibacterial, guardar la distancia si estábamos en público, restringir o evitar las visitas, desinfectar superficies y todo lo proveniente del exterior antes de entrar a la alacena, desinfectar el efectivo y tener un plan de emergencia por si alguien resultaba infectado.

Todo esto fue un poco complicado al principio, puesto que hacía algunos años que no vivíamos todos juntos, además de que nos quedábamos en casa todo el día por varios días. No obstante, me percaté de que la convivencia familiar, a pesar de las diferencias propias de vivir juntos, me ayudaba a sobrellevar la incertidumbre de la situación y los sentimientos negativos que desarrollé como la ansiedad y el estrés ante un hecho que era ajeno a mi control y del cual sólo me quedaba aceptar y adaptarme.


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¡Venga la sentencia, oink!

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En diciembre de 1457, una cerda y sus seis lechones fueron arrestados en Savigny, Francia, por el “asesinato” de un niño de cinco años. Junto con su dueño, Jean Bailly, fueron llevados a la cárcel. Un mes después, fueron juzgados ante el juez local. Según los registros judiciales, estaban presentes tres abogados, dos por parte del fiscal y uno quizás para la defensa de los porcinos. Nueve testigos fueron citados por su nombre, además de varios otros cuyas identidades se han perdido. Basándose en el testimonio, el juez decidió que, si bien Bailly debería haber vigilado mucho más a sus animales, la responsabilidad del asesinato del niño recaía directamente en los cerdos, siendo la cerda claramente la cabecilla de la banda. Tras consultar con expertos en derecho tradicional local, el juez sentenció a la cerdilla a muerte, estipulando que debía ser colgada de un árbol por las patas traseras para ser desagrada. Sin embargo, los lechones eran un asunto diferente. Dado que no existían pruebas directas de que hubieran participado en el asesinato, el juez decidió dejarlos salir con la “promesa” de buen comportamiento.

¿Así, o más surrealista? Aunque parezca mentira, se trata de un hecho verídico, además frecuente a través de la historia de Europa: desde los topos que fueron excomulgados en el Valle de Aosta, Italia, en el 824, hasta el perro que fue sentenciado a muerte en Suiza, ya en 1906, los animales han sido frecuentemente llevados a juicio, ya sea la mula por “sodomitas” (obvio) o el perro por robo, en un ejemplo de la siempre latente idea del antropomorfismo (atribuir cualidades humanas a los animales) entre nosotros.

El primer “tratadista”, un tanto rarito, en inventariar y reunir este tipo de juicios contra animales fue el historiador E. P. Evans, reunidos en su libro Juicios criminales y pena capital de los animales (1906). En él hace una distinción entre los Thierstrafen y los Thierprocesse: “Los primeros conciernen las penas capitales infligidas por tribunales laicos a cerdos, vacas, caballos y todo otro animal doméstico en general como castigo por homicidio; los segundos reagrupan los procedimientos judiciales iniciados por tribunales eclesiásticos contra ratas, grillos, gorgojos y otras plagas para impedirles devorar las cosechas y mantenerlas alejadas de los huertos, viñedos y campos cultivados a través del exorcismo y la excomunión”. En pocas palabras: los animales que se almorzaran a un cristiano eran llevados a cortes civiles y sentenciados, mientras los bichos menores que dañaban las cosechas eran atendidos por autoridades eclesiásticas y excomulgados o exorcizados (cuestión de imaginar al cura echando agua bendita a la zarigüeyota levitada con el pescuezo al revés y blasfemando en latín).

sentencia al cerdo
Imagen: Pinterest.

Sin embargo, a través de la historia de estos juicios, que no eran pocos, un personaje parecía llevar siempre las de perder, sobre todo en el norte de Francia: el cerdo. El juicio porcino más antiguo registrado tuvo lugar en Fontenay-aux-Roses, en las afueras de París, en 1266. No obstante, a principios del siglo XV, ya se habían convertido en una práctica establecida en Normandía e Île-de-France. De ahí se extendió a Italia, para pasar a Alemania y los Países Bajos.

Los procedimientos generalmente siguieron un patrón fijo: después de que se redactaban los cargos formales (a menudo usando un léxico extremadamente preciso para describir el presunto delito), el caso era escuchado por un juez. Los abogados presentaban argumentos, se examinaban pruebas y se convocaba a testigos. Como era de esperarse, en la mayoría casos el acusado era declarado culpable y condenado a muerte, siendo el método de ejecución preferido la horca, si bien había otros métodos, como cuando en 1266 un cerdo en Fontenay-aux-Roses fue quemado vivo o cuando en 1557, un “criminal porcino”, en Saint-Quentin, fue enterrado vivo.

La responsabilidad de ejecutar la sentencia era confiada al verdugo local, pues obviamente tenía experiencia en el asunto. Si una ciudad era demasiado pequeña para tener su verdugo propio, se traía a otro, pagándole el viaje y los viáticos. En marzo de 1403, por ejemplo, un verdugo viajó más de 50 km desde París hasta Meillant para “hacer justicia” a una cerda que había matado y devorado a un bebé. Como parte de su remuneración, los verdugos recibían un nuevo par de guantes, como lo hacían después de colgar a un humano. Se trataba de un símbolo de que no incurrió en ningún pecado al cargarse al sentenciado.

sentencia al cerdo
Imagen: BBC.

Históricamente el cerdo ha tenido sus fans y no fans. Para los judíos es símbolo de impureza e inmundicia; Plinio dejó escrito que los árabes musulmanes antiguos también lo consideraban inmundo y Heródoto informó que un egipcio se lavaba inmediatamente si tocaba accidentalmente un cerdo. No para la diosa griega de la fertilidad, Démeter, quien mantuvo un cerdo sagrado que se convirtió en símbolo de la fertilidad en la Grecia Helénica. En la cultura china nuestro porcino amigo es símbolo de suerte en el dinero. En la cultura celta también es un símbolo mágico, y antes de que los cuáqueros exterminaran a los indios norteamericanos, estos lo tenían como un tótem de abundancia y riqueza también. En la iconografía budista, el cerdo representa el deseo en todas sus formas, desde la identificación con el propio cuerpo, a través de un amor común a los bienes materiales, hasta la lujuria para la comida o la satisfacción sexual. En Nepal existe una diosa con cara de jabalí protegiendo varios de los templos antiguos.

Pero ¿por qué enjuiciaban más a los cerdos que a otros animales? Debe tomarse en cuenta lo siguiente: hasta entrado el siglo XVII era normal en pueblos y aldeas que los animales vivieran en la parte baja de las casas, mientras la familia arriba. Esto daba un mejor control de los animales y aseguraba su protección, sobre todo en el largo invierno. Por otra parte, la mayor de las veces los animales domésticos que no necesitaban pastoreo se paseaban sin supervisión por las calles de estos pueblos, entonces: díganle no al marrano que se topa con un niño o bebé solitario en el camino. Por más insípido que estuviera el nene, los cerdos siempre han tenido un sacrosanto respeto al significado del término “botana”.

Por su parte, el cerdo come de todo, es fácil de criar, precoz, prolífico por naturaleza, a los cuatro meses ya está pariendo, se adapta fácilmente a cualquier clima, es inteligentísimo, siempre se ríe de tus chistes y por lo general está de buenas, pero sobre todo posee una gran capacidad para convertir el alimento en carne, por lo mismo es el animal de crianza que más rendimiento produce y un negocio seguro en la producción.

Ahora bien, por supuesto parece absurdo que se lleve a juicio a un animal que de antemano sabemos no es responsable de sus actos. ¿Por qué toda la faramalla a expensas del erario para enjuiciar a un cerdo?, ¿qué llevaba a los franceses del norte a tomarse en serio estos procesos?

sentencia al cerdo
Imagen: Pinterest.

Un principio básico del Derecho Romano, sostén de la jurisprudencia occidental hasta nuestros días, es que los animales no podían ser culpables. Al carecer de razón, eran incapaces de tener intenciones delictivas y, por tanto, no podían ser culpables de un delito. Hasta un cerdo sabía esto, pero en el norte de Francia, el derecho romano en aquella época no tenía valor formal en los tribunales, pues se gobernaban más por las costumbres que por las leyes. Por lo mismo tenían manuales de derecho tradicional local, llamados custumals, basados un tanto en el Corpus iuris civilis (la más importante recopilación de derecho romano), aunque en regiones como Normandía y Borgoña, donde se guardaban celosamente sus propias tradiciones, estaban atascados de creencias y supersticiones, por lo que para ellos los animales no sólo tenían características humanas, sino razón y voluntad. Por ejemplo, según las Costumes et styles de Bourgogne (c.1270), un buey o un caballo que cometiera “uno o más homicidios” no debería ser juzgado, sino simplemente “incautado por el señor en cuya jurisdicción había cometido el crimen”.

“Los juicios porcinos franceses se distinguieron sobre todo por una preocupación ritualista por la propiedad jurídica, de la que formaban parte tanto el castigo como la humanización del acusado”, comenta la historiadora Lesley Bates MacGregor.[1]

Por lo tanto, el cerdo siempre fue acusado de “asesinar”, no de “matar” a un niño. El juicio de la cerda de Jean Bailly fue realizado por el personal “adecuado”, la ejecución se llevó de acuerdo con las más estrictas exigencias de la alta justicia. El “asesinato” de un niño por un cerdo era interpretado como una grave amenaza al legítimo dominio de la humanidad sobre el mundo natural. Al darles “razón” a los cerdos, era posible incluirlos dentro del ámbito de la justicia humana y, por lo tanto, reafirmar el “poder sobre ellos”.  Así, al convertir al cerdo en un “humano”, someterlo a juicio y ejecutarlo en público, todo con la más escrupulosa corrección, el mundo se volvía estable y comprensible una vez más. Además, la imagen un tanto terrorífica de un cerdo colgando de la horca y desangrando, no era para que los puercos del condado vieran lo que les iba a pasar si seguían una vida bandolera y disipada, sino para mostrarles a los padres de que ¡no dejaran solos a sus hijos, coño!

Notas:
[1] Pigs Might Try, en la revista History Today, Volume 70 Issue 11 November 2020.


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Prólogo al Aniversario Diamante

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El abogado José Luis García Servín, me contacta y platica entusiasmado sobre la temporada grande 1995-1996 en La México, a la que se le denominó de Oro por ser el 5 de febrero de 1996 el cincuentenario, y rememoramos hechos puntuales que acontecieron desde el 12 de noviembre de 1995 y hasta el 24 de marzo de 1996.

Sin olvidar que antes de esas fechas hubo jueves y domingos de oportunidad y tal vez el recuerdo mayor de esos festejos lo sea la faena a Chocolatero del Sauz, el 29 de octubre de 1995, y en la que El Pana desbordó la imaginación de su tauromaquia en el ruedo capitalino.

En total hubo 5 festejos de oportunidad y 22 en la temporada formal que en su conjunto nos refleja un total de 27 corridas, y los primeros se iniciaron el 28 de septiembre de 1995 con un jueves taurino.

En la inauguración de la temporada grande, el 12 de noviembre, el triunfador fue César Rincón con dos trofeos de Ventanito de Garfias y otro se entregó a la espuerta de uno de los toreros consentidos de la afición capitalina, Jorge Gutiérrez.

Cesar Rincon
Julio César Rincón Ramírez, torero colombiano retirado (Fotografía: La Semana).

El 3 de diciembre, Jorge con simpatías de Rodrigo Aguirre, faena con recompensa de dos trofeos, y Enrique Ponce vuelta al ruedo después de la inolvidable faena a “caracazo”, pero como tantas otras en su historia, la suerte suprema le impidió obtener los máximos trofeos.

El 10 de diciembre se otorgó por segunda ocasión la alternativa a un torero español en La México –el primero fue Ángel Majano– y fue todo un acontecimiento pues se trata de uno de los iconos de su historia, José Tomás, y su padrino de lujo, Jorge Gutiérrez con un testigo de categoría, Manolo Mejía; los toros de diferentes ganaderías, el de la alternativa se llamó “Mariachi de Xajay”.

El 17 de diciembre, El Zotoluco recibió dos trofeos de “Califa” de Marcos Garfias, y otro obtuvo Arturo Gilio, de “Reportero” de Piedras Negras, ambos astados de regalo.

El 28 de enero de 1996 reapareció Eloy Cavazos después de varios años de no comparecer en La México y su resultado fue una cornada en su primer ejemplar de Arroyo Zarco. Así de crudo es el toreo.

En la corrida del 3 de febrero de matadores a caballo, Enrique Fraga con doble alternativa de a pie y en el equino, confirmó en la última categoría con “Invicto” de Los Ébanos, hoy propiedad de Pedro Haces y logró un trofeo. Gerardo Trueba de Cascajero mereció dos premios y en colleras –ambos– otro par de “Canastero”.

Enrique Fraga
Enrique Fraga, rejoneador mexicano (Fotografía: Al Toro México).

El 5 de febrero en el cincuentenario kilométrico festejo de 10 astados de Xajay, con Ramón Serrano a caballo y a pie, Jorge, Manolo Mejía y Enrique Ponce ante un lleno pletórico, recordando al cartel inaugural de Luis Castro “El Soldado”, Luis Procuna y Manuel Rodríguez “Manolete” en 1946 con toros de San Mateo.

El 18 de febrero se despidió Antonio Lomelín de su profesión y lo hizo en son de triunfo con “Segador” de Rancho Seco, del cual recibió un par de merecidos trofeos y el cariño pleno de la afición después de muchos años de haber tenido la alternativa.

El 25 de febrero Joselito inició un año que le sería pleno en su carrera, el madrileño obtuvo los máximos trofeos de “Valeroso” de Santiago y la réplica de Eloy Cavazos fue con un par de “Poeta”, que les valieron para salir en hombros.

El 3 de marzo Mario del Olmo –torero con gran concepto taurómaco– se ungió triunfador con un par de trofeos de Consentido de Javier Garfias.

El 10 de marzo, “El Conde” faena de indulto a “Media Luna” de la ganadería de Fernando de la Mora, y el 17 siguiente, Jorge Gutiérrez también a “Giraldillo” de Manolo Martínez. Como dato a destacar, al final de aquella gran faena, el ganadero dio con Jorge la última vuelta al ruedo antes de su partida a la Gloria en el mes de agosto de ese año.

Fernando de la Mora Ovando
Fernando de la Mora Ovando, ganadero mexicano (Fotografía: Sin Remedios).

El 24 de marzo fue tarde de Oreja de Oro en la que Rafael Ortega con el toro “Martincho”, de la ganadería de Manolo Martínez, logró un par de trofeos y también del que se encontraba en disputa. El Zotoluco obtuvo otro.

La gestión de la plaza corrió a cargo de Miguel Alemán Magnani y Rafael Herrerías Olea.

Así culminó la Temporada de Oro y ahora por las circunstancias tenemos que esperar noticias de la que sería la Temporada de Diamante en el Aniversario 75 de la corrida inaugural de La México, dependemos de la pandemia y habrá que esperar.

Por lo pronto, en un muy breve repaso, quedan algunos datos de la historia de una temporada grande muy especial en los años de existencia de nuestra plaza capitalina y que platicando me trajo a la memoria mi buen amigo, a quien le envío con sana distancia, un gran abrazo.

Por cierto, y ése es otro tema, rememoramos épocas en las que los toreros mexicanos en nuestro país eran quienes principalmente partían el bacalao.


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Historia de dos caídas

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Llevamos un rato en el techo del lanchero de casa de mi abuela. Así llamamos a la edificación donde se guarda la lancha con la que esquiamos todos los días. Mi hermano y sus amigos se están divirtiendo, tirándose desde ahí a la laguna. A mis 10 años veo la distancia muy grande y, temeroso, prefiero verlos antes que saltar. Supongo que con los años, yo también disfrutaré saltando desde el techo a la laguna, pero aun queda para eso. Mi abuela está viendo el partido de futbol de los PUMAS y mis padres están de camino desde la Ciudad de México. Estamos pasando nuestras vacaciones veraniegas en el lago de Tequesquitengo. En las noches ese mismo techo nos servirá de improvisado observatorio estelar. 

A la derecha del lanchero y pegado, se encuentra el lanchero de los vecinos y, en su parte superior una palapa que hace nuestra envidia por lo cómoda que es en tiempos de calor y por sus confortables sillas de mimbre revestidas de cuero. Huelga decir que nadie mojado puede sentarse en ellas. A mano izquierda, dos metros y medio más abajo, se encuentra un camino estrecho de cemento pegado a la pared del lanchero y, a continuación, el césped. De ahí nace un árbol. Una de sus ramas, ya seca, llega hasta el borde del techo.

Después de un rato de tanto brinquito, el ver a los mayores divirtiéndose me empieza a aburrir. Por más que me animan, no me atrevo. Lo mismo ocurrió la única vez que salté la rampa, haciendo esquí acuático. La primera vez todo fue bien. Crucé la estela y emprendí la subida. Volé una corta distancia y al caer al agua no conseguí mantener la estática. Nada mal para un primer intento. La segunda ocasión fue totalmente distinta, llegué a la rampa, subí a la parte superior impulsado por el motor de la lancha a la que me unía la cuerda y, antes de impulsarme hacia el vacío, los esquís se me salieron. No sé cómo lo hice, pero tuve los suficientes reflejos para tirar la cuerda y echarme un clavado a la laguna. De milagro, los esquíes no me cayeron en la cabeza. Me los volví a poner.

—Una vez más. Seguro que esta vez te sale Joaquín –me dijo mi padre desde la lancha.

caida libre
Ilustración: Danica Cudic.

Yo pensé que ya había tentado demasiado a la suerte, y aunque volví a esquiar, me negué en redondo a emprender el tenebroso ascenso. Nunca más lo intentaré me dije. Al cabo de un rato mi padre, viendo que no iba a seguir, decidió llevarme a casa. Había terminado el tormento.   

Cada vez me llama más la atención la pinche rama. No sólo porque invade el espacio del lanchero sino por su fealdad. Determino que tanta decadencia no es digna del paraje idílico en el que nos encontramos y decido arrancarla con mis propias manos. Oigo el crujir de la rama y próspero en mi afán. Desafortunadamente no he calculado el peso de la misma y ésta me arrastra hacia el camino de cemento. En ese breve microsegundo pienso que hasta ahí llegó mi vida y diviso a lo lejos a mi madre que acaba de llegar de la Ciudad de México.

Al cabo de un tiempo, despierto en el césped del jardín. Todo el mundo me rodea. Mis padres, mi abuela, mis hermanos y sus amigos. Me duele el brazo derecho. Creo que me lo he roto por lo que pasaré todo el verano enyesado. Sin embargo, en ese primer momento, nada de eso me importa. Lo que verdaderamente me intriga es saber por qué no tengo el cuerpo lleno de raspaduras al chocar contra el cemento. Sentada en el césped se encuentra Susana, vecina de la laguna. Ella me da la respuesta a mi duda.

—Primero me cayó la rama y luego me caíste tú. Con tan buena suerte que rebotaste contra el jardín. ¡Cómo me duele la cabeza!

Como ocurre en estos incidentes, no ha faltado quien duda de la veracidad de esta historia; más concretamente, mi hermana, que asevera que Susana estaba a su lado cuando ocurrieron los hechos. Da igual. Mientras me levanto en brazos mi padre que me va a llevar al hospital, mi abuela sentencia:

—No cabe duda de que el diablo los cuida de pequeños para llevárselos de grandes. 


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