La espiritualidad está íntimamente relacionada con el desarrollo de la consciencia. Tema muy de moda en esta época que necesita ser aclarado para delimitar a qué hace referencia y sobre todo qué prácticas contribuyen a su expansión.
El diccionario de la Real Academia Española proporciona cuatro acepciones para definir qué es la consciencia: 1) Capacidad del ser humano de reconocer la realidad circundante y de relacionarse con ella. 2) Conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones. 3) Conocimiento reflexivo de las cosas. 4) Acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo.
En todos los casos implica una forma de reconocer e integrar las experiencias de la vida y se encuentra relacionada con el percatarse de que se está existiendo en un mundo que a su vez está acaeciendo.
Esta habilidad implica dos momentos y funciones diferentes. El primero, corresponde al conocimiento inmediato, es decir, al darse cuenta de aquello que está sucediendo en un momento dado. Para hacerlo requiere de atención plena en tiempo presente para registrar los diferentes datos provenientes de los sentidos y que, en condiciones ideales, incluye identificar las emociones y sentimientos que desata. El segundo, comprende la reflexión que permite afirmar, modificar o descartar las respuestas de la persona a la realidad. En la medida que cada sujeto desarrolla su consciencia, éste se hace dueño de su historia y dirige su destino hacia donde prefiere en vez de que la vida le viva.
En ninguna de las definiciones anteriores hay una connotación que implique un juicio de valor, pues éste en realidad pertenece al ámbito de la moral y/o la ética.[1] La palabra que describe esta función es conciencia –sin “s”– y corresponde, de acuerdo nuevamente al Diccionario de la Lengua Española, al “conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios”; o, en otro de sus significados, al “sentido moral o ético propios de una persona”.
Este conocimiento se origina a partir de dos fuentes: una proporcionada por el entorno, religioso o no, que determina la bondad o la maldad de los actos; la otra, propia de la facultad humana de reconocer esta diferencia. Ambas requieren ser cultivadas, ponderadas y asumidas durante la vida y son susceptibles a modificación en la medida que la persona cuenta con mayores elementos para analizar y comprender una situación.
En efecto, tanto la consciencia, inmediata o reflexiva, como la conciencia, o conciencia moral, requieren ser formadas para expandirlas. Actividad que inicia con la existencia misma y que continúa a lo largo de toda la vida. Proceso que puede ser inhibido, detenido o desarrollado y cuyo único obstáculo o límite se encuentra en la decisión y la voluntad de la persona misma.
El ser humano no sólo percibe y analiza la realidad, también interactúa con ella, de forma irreflexiva o razonada, impulsiva o moderada, ética o inmoralmente. De aquí la relación entre la espiritualidad y la conciencia, es decir, una valoración más humanizada e integral de la realidad hace que las acciones personales sean más constructivas y unificadoras, y contribuye a una mejor condición de existencia para sí mismo, para los otros y para el entorno en general.
Notas:
[1] La palabra moral, por estar asociada al ámbito religioso, se considera más subjetiva, sin verdadero fundamento teórico y suele descalificarse. En cambio, a la palabra ética se le reconoce un mayor valor objetivo, por lo cual la mayoría de los autores la prefieren.
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