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Excelencia: la evaluación educativa o la búsqueda de la virtud

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Los estudios de postgrado son como una carrera de resistencia. Al terminar la maestría en evolución humana estaba al borde del suicidio. Vivíamos en Berlín, salía a correr porque simplemente no encontraba en mis cavilaciones aquello que me había propuesto en la tesis. Las carreras matutinas, después de horas de desvelo, servían como válvula de escape; a veces dormía una o dos horas y corría cuarenta minutos a las seis de la mañana. Los puentes berlineses estaban rodeados de tambaleantes jóvenes embriagados y seducidos por la fiesta. Mi esposa, preocupada, me veía maltrecho: no quería salir a divertirme, no quería hacer otra cosa sino escribir y hacer mis triangulaciones de datos. Ella conoció Berlín en el verano; yo estuve encerrado. Arturo, un gran amigo, vino de España a visitarnos. Recuerdo cómo en sus charlas intentaba alivianarme, “tómatela más tranquilo mi Deivid”, dijo en su acento chihuahuense, y me aconsejó buscar a mi director de tesis. Me convenció y volé de regreso a Tarragona. Con la guía de Manuel Vaquero, en diez días logré lo que no había logrado en seis meses. La sensación de frustración desapareció: logré mi cometido. Los esfuerzos rinden frutos: me dieron el premio al mejor estudiante y tuve un examen flamante. Si no hubiera tenido la contención y guía necesaria posiblemente en algún momento pude haber saltado de un puente, varias veces lo pensé.

Ese momento de mi vida se revivió hace algunas semanas cuando el caso del fallecimiento de Fernanda Michua, la estudiante del ITAM, estaba en boca de todos. La situación me provocó una búsqueda y una reflexión, a tal grado, que algunas personas pensaban que simplemente estaba provocando la discusión. Durante estas semanas he intentado aclarar mis pensamientos: la cuestión en torno a la excelencia me parece tan pertinente como la del análisis de un sistema educativo carente de sistema de contención y propósito. Los suicidios de estudiantes en las instituciones de excelencia son parte de una normalidad preocupante. En Estados Unidos los estudiantes universitarios presentan índices de depresión cercanos al 40% y uno de cada diez estudiantes reporta haber pensado o intentado suicidarse. El miedo al futuro y al fracaso son terribles. Las estadísticas son un reflejo y una señal que debe llevarnos a una pregunta fundamental: ¿Cómo debe de ser la mejor manera de llevar la educación y el desarrollo de una persona, para que ocurra su florecimiento?

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Imagen: Nexos.

Algunas posturas extremas defienden el camino a la excelencia con argumentos adaptativos que rayan en un darwinismo social: “la excelencia no es para todos”, “los líderes son pocos y quien no pueda no está hecho para eso”, “el mundo del éxito no es para los débiles”. Hablé con algunos amigos, deportistas de élite. Sin lugar a dudas, la asimilación del esfuerzo y de llevar las capacidades humanas al máximo es una coincidencia. Una crítica aguda a la economía del placer y el confort, que impera hoy, se esboza en las personas que han dedicado su vida al esfuerzo y la disciplina para lograr un objetivo. El sufrimiento y el esfuerzo se ven como un camino natural si es que quieres llegar más allá. La economía del placer y el confort exhorta a la evasión del esfuerzo y el sufrimiento. Una educación fundada en esa filosofía seguramente nos llevaría a un abismo. Más preocupante es esa postura cuando se anida desde las familias: padres y madres que evitan que su pequeño se esfuerce. La carta de las autoridades del ITAM, sin duda, hace un llamado a una filosofía que evite la economía del confort y el placer: no puedo estar más de acuerdo.

Hace un par de meses tuve la fortuna de visitar una escuela en Tel Aviv: Hemda. En ella, adolescentes de preparatoria que tienen habilidades matemáticas por encima de sus compañeros son seleccionados para acudir a un programa suplementario a las horas lectivas de la escuela. En Hemda les enseñan física, química, robótica y matemáticas aplicadas. Los nuevos Einstein, los fundadores de las start up de vanguardia, las bases de la inteligencia militar y tecnológica israelí, están siendo forjadas en ese templo a la vanguardia de excelencia. La visión es que en ese espacio los niños aprendan a través de la experimentación; laboratorios de tecnología avanzada (que a veces ni las propias universidades tienen) son puestos en las mentes y manos de esos pequeños. La supervisión y la docencia es realizada por puros doctores de élite. Una escuela así es respuesta a las necesidades del mundo moderno, es apostar por el futuro. La escuela se mantiene al margen de las reglas de educación del estado de Israel: requiere experimentar, moverse rápido, cambiar. Los directivos tienen claro que uno de los propósitos es preparar a esos estudiantes para que aprueben los exámenes y sean competitivos en el mundo académico, pero lo más importante es incentivar y promover el amor por el conocimiento y la ciencia aplicada, la resolución de grandes retos. Tal y como lo requiere el espíritu de los tiempos actuales: en la era del conocimiento, la educación es una herramienta y las ciencias aplicadas el camino para el avance tecnológico. Ellos hacen lo necesario para llevar a sus niños a los confines de sus capacidades y abrazar la modernidad.

El contraste de Hemda es alarmante frente a la situación educativa mexicana. La apuesta de dejar en manos de sindicatos el futuro del país, de maestros sin evaluación, parece ser un camino al infierno; la apuesta no está en divisar un futuro ni en apostar lo que se debe hacer para lograrlo. La apuesta mexicana está en mediar un presente, en salir a flote para pertenecer a la medianía estadística mundial en vez de superarla.

portada de libro Alfie Kohn

Pero en ese panorama lo que menos me preocupa son los sistemas de evaluación. Pienso, y si acaso ahí coincido con la visión de la 4T, las evaluaciones son el peor método para llegar a la educación de excelencia. En donde no coincido es en su falta de visión y rumbo. Aclaro, no sé si la hay, por lo menos no la han dado a conocer. Si no se quiere evaluar, está bien, muchos estudios hay que establecen lo que Alfie Kohn ha venido denunciando en los últimos treinta años: “Las calificaciones envenenan todo lo que tocan”.

El fundamento de una visión como la del doctor Kohn se basa en comprender la motivación humana. Los motivadores externos, aunque efectivos crean una economía, que en palabras de Laurie Santos (escuchar episodio Making the grade) “convierten al amor en odio y la virtud en vicio”. Investigaciones muestran que el sistema de calificaciones refuerza un comportamiento negativo orientado más a las metas como fines que al proceso y al logro real. Es un sistema de sobornos, de recompensas. Se convierte la etiqueta del logro en el logro mismo. Los estudiantes se vuelven más mediocres e interesados. Comienza la costumbre de estar más preocupados por estar en el cuadro de honor, por ganar el 10 a como dé lugar, por tener el título, que por la motivación de aprender, saber o resolver. El acordeón para aprobar es el hijo de ese sistema.

Tal y como lo argumentaron mis amigos waterpolistas Diego Castañeda Cooper y Oliver Álvarez Basilio, cuando hablamos del tema: el sistema fitness moderno, producto de la economía de la apariencia, crea miles de personas que se meten, por ejemplo, al maratón al finalizar el mismo para obtener el diploma y tomarse la foto, pero pocos son los que sí lo hacen y entrenaron (Recordemos el penoso caso de Roberto Madrazo en el maratón de Berlín). No dudo que en los sistemas de evaluación educativo haya Estados que maquillaron sus resultados para pertenecer a una precaria élite nacional (me dicen algunos de mis contactos que en Puebla, con los índices de medición del desempeño educativo, algo así ocurrió durante la administración de Peña Nieto. No tengo certezas).

challengues esquema

Mihaly Csikszentmihalyi en su libro Flow estudia cómo personas en diversos ámbitos conseguían el estado de virtud, de placer, de plenitud que se alcanza por momentos al hacer actividades en la vida. Estipula la necesidad de hacer actividades que reten nuestra habilidad y conocimiento a tal grado que no nos lleven a la ansiedad pero sí nos saquen de la zona de confort y que tampoco sean tan simples como para conducirnos al aburrimiento. En 1978 un experimento mostró lo que ocurre con los niños cuando actividades que pueden llevarte a ese estado son calificadas. A niños de once años se les dieron problemas que eran realizables pero difíciles. Pero los separaron en dos grupos: unos bajo un esquema de juego y otros bajo un sistema en el que recibirían calificaciones como en la escuela. Los primeros se mantuvieron realizando esos juegos y avanzando en un nivel óptimo, haciendo problemas cada vez más complejos. Los últimos dejaron de buscar el nivel óptimo y se mantuvieron haciendo problemas más simples para obtener calificaciones más altas. El comportamiento de los niños que eran retados cambió, se obsesionaron más por la calificación que por la resolución del problema.

El problema de la educación no está en tener centros de excelencia que busquen llevar a atletas, estudiantes, músicos a encontrar sus límites, el problema está en el contexto que les lleva a encontrar o no un motivador interno. Las calificaciones como sistema son simplemente una boya externa que en vez de ampliarnos como seres humanos nos reducen a un juego de laboratorio, de ratas que obtienen premios y validación. En la academia pasa lo mismo con el sistema de puntos. Cada vez menos investigaciones tienen profundidad, los académicos se preocupan por cumplir con los puntos y las calificaciones para alcanzar el bono. Es necesario repensar los sistemas desde sus fundamentos.