El escritor británico James Gordon Farrell decía que lo más interesante que le había pasado en la vida era el declive del Imperio británico. Sus novelas reflejan este interés. Disturbios, ganadora del Man Booker Perdido, habla de la Guerra de Independencia Irlandesa. La trama transcurre en un imponente hotel derruido, metáfora del imperio en decadencia. Mientras afuera el pueblo irlandés se rebela contra la Corona británica, en el hotel Majestic las raíces invaden los cimientos, las tuberías estallan, los techos se derrumban y las habitaciones están cada vez más sucias. Ya nadie cambia las sábanas antes impecables; la comida se ha vuelto apenas comestible y las excentricidades del dueño aumentan cada día. Afuera, los disturbios se incrementan por segundos. Adentro, los huéspedes se empeñan en vivir como si nada hubiera cambiado. Se arreglan para cenar, platican de banalidades y juegan a las cartas, haciendo caso omiso de los gatos que han invadido el bar. En medio de las turbulencias, son un ejemplo de civilización. Los bárbaros son los otros, esos irlandeses belicosos que deberían estar agradecidos con quienes intentan educarlos. La ironía de Farrell es tan sutil que en ocasiones el lector duda si en verdad piensa lo anterior.
Al igual que en Disturbios, en El sitio de Krishnapur las críticas de Farrell son elegantes, incluso cariñosas, lo que no significa falta de agudeza. Sus personajes están llenos de prejuicios acumulados durante generaciones. Se sienten superiores y no dudan en emitir comentarios condescendientes sobre cualquiera que sea distinto. En menor o mayor grado, cada uno de ellos lleva el racismo grabado en los genes. Puesto de esta manera, cualquiera pensaría que son odiosos. El don de Farrell radica en cómo los va dibujando. Intransigentes, excéntricos o sensibles, son seres humanos complejos. En su obra no encontraremos a los “buenos” y a los “malos” ni leeremos historias de odio a individuos o de enaltecimiento a los pueblos subyugados. El peso de sus críticas al colonialismo se debe a esta capacidad de diferenciar entre personas y país. Puede estar en contra de las invasiones y, al mismo tiempo, ver a las personas en su totalidad, con las limitaciones impuestas por la rigidez de una educación de la que no resulta fácil liberarse.
El sitio de Krishnapur nos muestra a un grupo de gente llevada al límite durante un encierro forzoso. Vemos a las mujeres enflacar y perder los dientes, sus vestidos convertidos en harapos; a los hombres sin fuerza para empuñar un arma. Lo único que conservan es esa educación obsesiva a la que se aferran para sobrevivir, como otros se aferrarían a un dios. La forma en que Farrell se mantiene fiel a cada uno de ellos, en que los sigue y los pone a actuar en situaciones trágicas o realmente divertidas, sería suficiente para hacer de sus novelas obras maestras. Pero el autor británico no se conforma con esto. Cuando creemos que todo está resuelto, hay una fina vuelta de tuerca. Es en las últimas líneas en donde el planteamiento cobra mayor fuerza. Si tuviéramos duda de la postura de Farrell frente a las conquistas de su pueblo, ahí nos quedaría clara.
Salman Rushdie opina que, de no haber muerto tan joven, sin duda Farrell hubiera sido uno de los más grandes escritores en lengua inglesa. Yo creo que lo fue. Sus historias siguen siendo un punto de referencia que nos permite acercarnos al pueblo británico desde el carácter de su gente y, al mismo tiempo, disfrutar de una lectura divertida, ingeniosa y crítica.
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