Me imagino que el primer golpe le llegó por la espalda y no vio la sombra del machete sobre su cabeza. Él tampoco hizo ruido. Al ver a Jacinta en el piso, recargó el machete en una silla y salió de la casa, cerrando la puerta detrás de él.
Atravesó el pueblo con paso decidido y en la delegación le dijo a Jesús, el policía:
—Ve a mi casa a ver lo que hice, maté a mi mujer, ve a ver lo que hice.
Jesús lo tomó a broma hasta que la expresión de su amigo lo obligó a coger su sombrero y pedirle al otro policía que lo acompañara.
—Quédate aquí —le dijo a Vicente antes de irse—, no vaya a ser cierto y luego no te halle.
Afuera de la casa se dieron cuenta de que no tenían orden de cateo y como el delegado era un hombre estricto, después de deliberar un momento le pidieron a un niño que entrara por la ventana y les informara lo que había adentro. El niño tardó en salir y además tuvieron que esperar a que acabara de vomitar para tener el informe. No, no había ninguna mujer muerta. Estaba doña Jacinta en un charco de sangre.
Cuando Jesús regresó del Seguro Social con el acta de defunción en la bolsa de la camisa, Vicente seguía sentado en el mismo lugar, las manos sobre las rodillas y ni una gota de sangre en la ropa. Como la cárcel estaba llena y el delegado tardaría en volver, soltaron a un preso para acomodar al nuevo.
Esa noche, Jesús no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía a Vicente, su amigo desde la infancia. Los niños lo querían mucho, sobre todo sus nietos; lo seguían a todas partes pidiéndole que les contara una de las mil versiones de cómo había perdido el dedo que le faltaba y en las tardes lluviosas, cuando no podía llevarlos a pasear en la carreta, jugaba palillos chinos con ellos. Jesús oía las carcajadas desde su casa. Pensar que ni borracho era agresivo, en lo infinita de su paciencia…
De Jacinta, en cambio, sólo recordaba su cara muy pálida en la clínica del Seguro Social y sus últimas palabras:
—Maldito tecolotero.
El tecolotero es el brujo—adivino. Da consultas a través de un agujero en la pared. Por cincuenta pesos se puede oír el aleteo; otros tantos aseguran la interpretación del problema y otros más, el remedio. Jesús nunca había ido a verlo porque no creía en brujerías. Además, no había tenido la necesidad, pero conocía el procedimiento.
—No quiero oír el aleteo —dijo mientras pasaba los billetes por la rendija—. Sólo traigo cien pesos.
El hombre —tecolote guardó un silencio hostil.
—Quiero saber qué mitote traía con Vicente. Me imagino que ya sabrá lo que hizo.
—El tecolote aleteó recio ese día.
—A mí no me venga con tarugadas. Dicen que últimamente no salía de aquí.
—Yo ni sé quién está del otro lado.
—Le voy a creer…
A pesar de recibir otros cincuenta pesos, el brujo se resistía a hablar del asunto. Jesús tuvo que amenazarlo para que contestara sus preguntas.
Jesús logró que trasladaran a Vicente a la cárcel de Agua Prieta porque la de Guadalajara estaba llena de mariguanos y su amigo no quería codearse con ellos.
—Mira qué angosto es el corredor —le dijo cuando fue a visitarlo—, se siente uno ahogar… hasta el techo tiene alambre de gallinero. Ese cuarto sin ventanas es donde me encierran cuando empieza a pardear. Duermo con otros cinco hombres. A mí me tocó la litera de abajo, a ver si un día no quedo despanzurrado.
Jesús lo interrumpió:
—Ya sé por qué la mataste: en una borrachera se te metió la ocurrencia de que Jacinta, a su edad, andaba con otro. De modo que fuiste a ver al tecolotero para ver si era cierto y él acabó de calentarte la cabeza. Sabrá Dios qué tanto te dijo, pero entre sus argüendes y el alcohol, seguro no estabas pensando bien.
Vicente no parecía escuchar. Habló de la comida, del temporal, de su marcapasos que, por viejo, le sacaba buenos sustos, de lo triste que era estar encerrado con una bola de malvivientes y en voz más baja, de sus hijas, a las que nunca volvió a ver.
Cuando Jesús ya se iba, lo detuvo del brazo:
—Vieras cuánto me arrepiento…
El policía se quedó inmóvil. Al ver los ojos de su amigo llenos de lágrimas, pensó en el remordimiento que no lo dejaría en paz, en el dolor de haber perdido a sus hijas. Le puso las manos en los hombros, sin encontrar palabras, pero Vicente siguió hablando:
—De no poder ir a cazar conejos, de no estar para la siembra del garbanzo, de ya no cuidar a mis nietos…
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