Padres e hijos

Padres afectivos y efectivos

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Los padres de mayor éxito en su misión son aquellos que tienen la rara habilidad de meterse detrás de los ojos del niño y que logran ver lo que él ve, pensar lo que él piensa y sentir lo que él siente. Al final, los que saben interpretar el significado que yace detrás de su comportamiento.

Ser padres es una de las más importantes y desafiantes tareas para los adultos de hoy. Amor intenso, frustración, gozo, desconcierto y vulnerabilidad son algunos de los sentimientos que desencadena esta misión.

Tal vez, responder a estas preguntas serviría como punto de partida para reflexionar sobre nuestra postura frente al reto que implica aprender a ser un coach emocional para nuestros hijos:

¿Cómo reaccionas cuando te enfrentas con los sentimientos de tus hijos?
¿Los escuchas, los descalificas, te asustan, reaccionas igual?
Cuando las emociones en tu familia se ponen álgidas ¿sabes manejarte adecuadamente, te evades o te desbordas?
¿Intuyes la importancia del “alfabetismo emocional” pero no sabes cómo aterrizarlo en la vida diaria?

La mayoría de los consejos que se dan a los padres en la actualidad sobre la educación de sus hijos ignoran las emociones: llenos de información sobre el manejo de sus malas conductas, pero sin tomar en cuenta los sentimientos detrás de dichas conductas.

El objetivo de la educación no es simplemente tener hijos obedientes y sumisos, la mayoría de los padres esperamos más de nuestros hijos: deseamos que sean responsables, que tengan la fuerza para tomar sus propias decisiones, que desarrollen sus talentos y que gocen de la vida. Esperamos también que tengan éxito en las relaciones interpersonales para que a futuro generen buenas amistades y una relación de pareja satisfactoria.

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Imagen: Brian Britigan.

El amor por sí mismo no es suficiente. Los padres dedicados, cálidos e involucrados tienen actitudes específicas en relación a las emociones propias y a las de sus hijos. Ser un padre emocionalmente inteligente radica en saber interactuar con los hijos cuando las emociones se ponen en juego.

El hombre de hoy se considera a sí mismo victorioso conquistador del universo. Conoce enigmas de las profundidades de los mares y ha conquistado el cielo y el espacio con su tecnología. Nunca antes, como ahora, la humanidad se había visto tan cerca de realizar sus sueños de bienestar y grandeza. El progreso científico sigue avanzando de manera espectacular. Con todo, la humanidad no ha podido apartar, ni siquiera suavizar, los males sociales que azotan la convivencia humana. Estos no disminuirán en número ni en gravedad mientras no se eduque mejor a las nuevas generaciones.

Los niños constituyen el recurso más preciado de la humanidad. Sin embargo, por el modo de proceder humano parecería que otros recursos fueran más importantes: se estudia afanosamente para construir casas, administrar negocios, interpretar leyes, hasta que un día se afronta en completa ignorancia la tarea de educar a nuestros hijos.

¿Improvisación o preparación?

La naturaleza humana es muy compleja, si las conductas de los hijos son incomprensibles, si no existen instintos educativos y el sentido común no es suficiente, es evidente que para ser padre o madre se necesita preparación. El engendrar y dar a luz no nos da los conocimientos necesarios para educar a nuestros hijos.

Hoy, de manera particular, como padres de familia enfrentamos retos que muy probablemente la generación de nuestros padres y abuelos no tuvieron que experimentar, y esto es debido al cambio acelerado del mundo en que nos ha tocado vivir.

¿Cuáles retos tendríamos que confrontar?

Las exigencias sociales y económicas.
La tensión inducida por el cambio, la competencia, la eficacia y la rapidez.
La celeridad de las comunicaciones. La influencia paterna ha disminuido debido a la entrada de los medios al interior de las casas (Internet, T.V., con la consecuente franqueza brutal que impera respecto al sexo, lo cual provoca en el niño un brusco despertar “inusitado en otros tiempos”, que lo obligan a afrontar estímulos impropios para su edad).
El cambio general operado en las relaciones humanas. Se ha pasado de una sociedad autocrática (jerárquica) a una sociedad democrática. Esto en particular se refleja en el seno de la familia (los niños intuyen que como seres humanos son iguales a sus padres en cuanto a su valor humano y su dignidad; merecen respeto, ser escuchados, aceptados…), si no la saben conscientemente, sí lo intuyen y lo manifiestan con palabras, actitudes y cuestionamientos. Por esto no se someten tan fácilmente a las técnicas tradicionales para obtener obediencia, que generalmente se refieren a la imposición, al premio y al castigo. A estas demandas de igualdad los padres de familia no hemos sabido responder: vemos los errores de nuestros padres y no queremos repetirlos en nuestros hijos, pero esto a veces se manifiesta en una situación de confusión, desorden e indisciplina.

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Imagen: Andrea Wan.

Ante este mundo cambiante la tarea primordial de los padres es ayudar al niño a desarrollarse plenamente, a lograr una madurez integral:

⋅ Habilidad para conocerse a sí mismo y al mundo. Conocerse y apreciarse en su justa medida, ni más ni menos. El conocimiento propio y del mundo debe llevar a la aceptación.
⋅ Capacidad de ser uno mismo en proximidad con la gente que amamos y nos interesa. Poder relacionarse afectivamente con familiares y amigos sin perder la auto dirección e individualidad: Equilibrio entre auto dirección y pertenencia.
Manejo adecuado de la afectividad. Descubrir el lenguaje de los sentimientos, capacidad de auto tranquilizarse, de no reaccionar ante lo que los demás hacen y de no reprimirse.
Hacerse responsable por uno mismo.
Tener un objetivo en la vida: un propósito.

Las investigaciones han demostrado que los niños educados por padres que valoran y guían sus emociones, pero que al mismo tiempo tienen límites claros, hacen un mejor papel en diversas áreas. Estos niños forman amistades más fuertes, se desempeñan mejor en la escuela, aprenden a lidiar más efectivamente con sus estados de ánimo (humor), tienen menos emociones negativas y se recuperan más rápidamente de eventos conflictivos, e inclusive, se enferman menos.

A todo esto, podríamos llamarle “Educar para la Vida”, y con este objetivo, destacar la importancia del “alfabetismo emocional” y de los límites.

Las emociones son como una “especie de radar” que capta lo de afuera, es decir, lo primero que impacta al cuerpo; la “continuación e intensidad” de este estado emocional, se debe a los sentimientos que genera, esto es: primero se desencadena una emoción, seguida de una acción y la generación de posibles sentimientos. Los sentimientos pasan por una elaboración cultural o de significado, es decir, que están mediados por nuestro sistema de creencias. Podríamos decir que lo que amenaza de afuera (emoción) le doy un significado (sentimiento). Sin embargo, en la realidad, las dos ocurren casi simultáneamente, “son dos momentos del mismo acto”.

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Imagen: Emily Eldridge.

Si lo que hacemos y aprendemos está moldeado por la forma en que sentimos, si hemos aprendido de nuestra cultura, padres, educación, etc., que los sentimientos y emociones no deben manifestarse, ni expresarse, por lo tanto, nos sentimos vulnerables ante ellos y no sabemos manejarlos cuando surgen en nuestro interior o cuando se manifiestan en nuestros hijos. Este “analfabetismo emocional” y de alguna manera sentimental, se debe generalmente a heridas de la infancia, y para no ser lastimados de nuevo, intentamos defendernos y no volvernos a exponer. De esta manera, es posible que construyamos mecanismos de defensa que tienen que ver justamente con la manera de suavizar la intensidad de nuestros sentimientos, llegando muchas veces a distorsionarlos.

Las emociones tienen todo un lenguaje propio que hay que escuchar o “saber mirar”, ya que de alguna forma resume lo que hemos vivido (grato o doloroso), refleja nuestra historia, preocupaciones actuales, anhelos y temores futuros. Si aceptáramos la voluntad que se requiere para escuchar nuestro mundo emocional, quizá nuestros sentimientos se conectarían más con la idea de armonía y paz. El lenguaje emocional, es decir, el reconocer la emoción que está detrás de un comportamiento, es el medio por el que nos comunicamos con nosotros mismos; si no logramos hacer esto nos resultará difícil comunicarnos con los demás. 

Confiar únicamente en el intelecto para conocer, es una estrategia limitada y a veces inhumana, “no sentir es no estar vivo”. Los sentimientos expresan experiencias de dolor o de gozo y el pensamiento es la explicación de la herida o del gozo.

Los sentimientos y emociones no reconocidas, expresadas y aceptadas, hacen que su efecto doloroso se prolongue, produciendo síntomas que nos controlan y nos drenan energía (agresión, represión, depresión).

Los sentimientos no están sujetos a juicio moral, no son ni buenos ni malos, simplemente son.  Lo que sí producen, son energía positiva o negativa, por lo cual hay que saberlos canalizar. La calidad de nuestras vidas depende en gran parte de la manera en la que enfrentamos nuestros sentimientos y emociones. “Una buena educación –según Spinoza– es organizar nuestras emociones, cultivar las mejores, eliminar las peores”.

Todos tenemos fuertes actitudes y creencias sobre nuestros sentimientos que comienzan desde nuestra niñez. La manera en la que nos sentimos con respecto a nuestras emociones, como las valoramos y enfrentamos, ayuda a determinar nuestro estilo de ser padres y de criar a nuestros hijos. Por tanto, es esencial identificar nuestro estilo de paternidad para cuestionarlo y mejorarlo.


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Pequeñas señales: la educación, los padres y el confinamiento

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¿Qué tienen en común una escena de Tarantino y la labor de los padres en el sistema educativo?

“Drei Glässer” dijo el soldado en perfecto alemán y señaló con su mano. Sin intención se delató como espía. En Bastardos sin gloria, la película de Tarantino, un británico se descubrió por error cuando hizo la seña errónea. Señaló –tres vasos–  iniciando desde el dedo índice y no desde el pulgar. Su comensal alemán descifró el detalle: los alemanes no cuentan así. El “uno” se inicia con el pulgar y no con el índice. La balacera y el caos comenzaron minutos después.

Giovanni Morelli fue un criptógrafo sucesor de un médico, de apellido Mancini, quien a finales del siglo XVII se obsesionó por encontrar un sistema de signos tejidos de manera cultural, que como síntomas involuntarios, revelan el origen genuino o falso de una obra de arte. Como cuando el médico hace mover tu pierna con un golpe y examina el acto reflejo, Morelli descifró en los detalles insignificantes al engaño. Hojas, orejas, manos, pequeños gestos de cómo alguien pinta, ayudarán a trazar el origen de la obra. El diablo en los detalles: como huellas digitales, los gestos inconscientes del artesano son señales que destapan la máscara de su creador. La ciencia forense y el psicoanálisis se siguen sustentando en esas bases. 

Desde que llegó la revolución del conocimiento, las plataformas educativas han nacido sin entender cómo arrastran viejos gestos de la educación prusiana. Nuestro desconocimiento del nuevo paradigma nos ha llevado a emular un sistema educativo empolvado, ese que rechina en el aula: el de las reglas de madera y las bancas de metal, el de las calificaciones y los castigos, el de la tabla de honor y las orejas de burro. Ese sistema se filtra en los códigos y programas educativos del siglo XXI.

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Imagen: Le VPN.

En la época del tren a vapor y la maquila industrial, las naciones reclamaban creyentes y los hijos de las naciones debían ser formados mientras sus padres trabajaban con las manos negras en una máquina. Unos se ganaban el pan; los otros su futuro. Aún y con la llegada del iPhone, los hijos de los ensambladores y de los directivos de negocios han ocupado las butacas, pocas veces, en las mismas escuelas. La educación ha sido la manera en la que los oficios y las profesiones se definen, las naciones se unen y el futuro se traza. El sistema de producción ha sido el silbido de una locomotora que anuncia el destino: grita a los que hacen la currícula a dónde tenemos que  ir. Grandes genios, científicos, técnicos y peones han salido de las fábricas educativas.

Hoy nuestros hijos se  teletransportan para tomar clase; al mismo tiempo nosotros abrimos Zoom para iniciar la junta y los directores de Secretarías de Educación televisan clases rancias. El mundo digital y los cambios del sistema económico están dando señales de que la ecuación de la educación es errónea.  Es como dividir uno y cero en la calculadora de los años ochenta: marca error. En la visión de la educación prusiana el  hijo estudia mientras mamá y papá trabajan, hoy esa fórmula también marca error. El patio con los honores a la bandera se dibuja como un bodegón barroco que perdura en el  siglo XXI.  Al unísono el coworking y el homeschooling resuenan como trazos de un cuadro vanguardista y contracultural. La preparación cada vez será menos la de una profesión y un oficio, a los que hacen las currícula se les acabó la tinta de la impresora: el tren silba y traquetea sin un destino claro y da vueltas por esas vías y durmientes viejos de la era industrial. El presente nos pone contra las máquinas y sus algoritmos; el futuro, incierto y líquido, diluye las profesiones. Hoy debemos cuestionarnos, sin caer en el terror, ¿la educación para qué y hacia dónde? Tenemos que  imaginarnos hacer un plan con un código aún no inventado y con un destino desdibujado: con el maquinista y su tren, andando buscando un nuevo silbido, entre montes, en el horizonte, en la neblina del tiempo.

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Imagen: La Tercera.

Pero que no se apresuren los críticos. No estoy eliminando de un pincelazo los aciertos del invento prusiano. La institución educativa trajo, como su contemporáneo el tren, la posibilidad de unos cuantos a muchos. Hizo del conocimiento la locomotora de nuestro tiempo, por eso vivimos la era del conocimiento. Recordemos las palabras que Robert  Stephenson,  el creador de la locomotora de vapor, dirigía a sus críticos en la madrugada de hace dos siglos: Los caminos de hierro reemplazarán pronto a los demás medios de transporte, y servirán lo mismo para el rey que para el último de sus vasallos. No está lejos el tiempo en que será más ventajoso para el operario ir a su trabajo en tren que marchar a pie. Habrá dificultades, pero tú verás con tus ojos, hijo mío, lo que estoy ahora prediciendo. Estoy de ello tan seguro como de que estamos vivos. La escuela prusiana logró eso de la educación pero su combinación con la fábrica desarmó a la tribu de su centro emocional.

Los padres, por lo menos de las clases medias, hemos vivido en una zona de confort. Nuestros hijos salían de casa y regresaban educados por otros: los especialistas de la educación. En el hogar, si acaso, el espacio educativo se destinaba a las maneras y a la ética, a  los valores, a repasos y tareas. En la escuela se aprendían las materias: las ciencias y  las lenguas, y ahí Mateo y Ana jugaban con sus amigos. A la espera en casa,  en el mantel, el  agua de jamaica, la sopa y el postre esperaban las palabras del padre consciente: ¿cómo  te fue en la escuela?, ¿qué aprendiste? Esas charlas mecánicas, de almuerzo de lunes, nos hacían sentir comprometidos, además de cuando en cuando, una junta con la maestra o las calificaciones nos advertían sus avances y así aceptamos al sistema. Éramos espectadores de su futuro.

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Imagen: The New Yorker.

El confinamiento ha revelado muchas cosas. La madre que pedalea su bicicleta fija –mientras su hija toma una lección remota– añora su tiempo libre. El padre que con autoridad llegaba a revisar la boleta, hoy se jala de los pelos al ser el oyente arrimado de una clase que no imaginaba. Pero la maestra no puede controlar a la niña sólo con apretar dos teclas: Ctrl+Esc. La niña ve la pantalla, silencia y juega; la madre se detiene sin llegar al ritmo deseado, el padre busca culpables y se molesta. La videollamada grupal muestra los errores pedagógicos a la vez que nos demuestra lo incapaces que somos los padres para contenernos y contener a nuestros hijos. Se nos invita a no ver la obra de teatro sino a actuar en ella.

Varios amigos docentes me han contado de terribles jalones al otro lado de la pantalla. Padres y madres desesperados por no saber cómo hacer para que su hijo esté atento, la tabla del dos –piensan– entrará a regaños. A la par el jefe del trabajo les pide entren a Zoom para una reunión y el caldo la olla se desborda en la cocina. La división de labores, el trabajo y el estudio, los quehaceres de casa y los  deberes de la escuela, se diluyen en los cuarenta metros de nuestros modernos departamentos, esos que fueron diseñados para que no estuviéramos ahí salvo para dormir y ver desde el noveno piso la vista majestuosa de luciérnagas eléctricas de la ciudad y las chimeneas industriales de las fábricas comiendo el snack nocturno. Hoy, un microbio nos delata que los espacios comunales de las torres inteligentes que contienen nuestras habitaciones son tan peligrosos como los vagones atiborrados del metro.

En la modernidad global entramos como hace miles de años a la intimidad de una cueva que nos exige vernos y olernos sin salir de ahí. En esa ardiente intimidad, los padres debemos trabajar a la vez que preparamos a nuestros hijos para no ser devorados por las bestias de allá afuera. Cuando lo más peligroso son los demonios internos que nos devoran, esos actos reflejo incontrolables, la intimidad se ensancha como un océano nunca antes explorado.

La pandemia nos muestra la incapacidad de todos para jugar en un tablero distinto. Funcionábamos como autómatas en una fábrica con roles establecidos. La convivencia y la formación no vienen en el manual de operación. El miedo a ser actores y protagonistas de una obra, que veíamos y aplaudimos al final de cada ciclo escolar, nos nubla el presente. ¿Y nos queda la duda de si ésa es una crisis pasajera? ¡No! Es el indicio de una señal que exigirá repensar el presente para adecuarnos a una nueva normalidad del mañana. El COVID-19 es un tráiler de nuestras vidas futuras, es el silbido de un tren que parte sin un destino claro. La escuela para padres es más clara hoy que la de los hijos. En España una página de niñeras virtuales ha tenido un boom analgésico y anestésico: comprar su tiempo es el prozac de la pandemia de los padres, la salida a su depresión es el escape a su responsabilidad.

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Ilustración: NBC News.

Poco a poco los raros padres inconformes y precoces, los que no encajaban, serán los adaptados: los practicantes de homeschooling. Como parte de sus rutinas, sus vidas serán las de blogueros educativos que dictarán la nueva currícula y el pulso a una paternidad abierta y sin antifaz. La duda será si éstos logran meter en sus contenidos los logros de la educación prusiana.

La pregunta de fondo es ¿cómo nos conectamos con nuestros hijos y su futuro? El comando no está en el teclado. Regresemos a festejar su inteligencia, a ver sus capacidades y curiosidades. El fuego de la cueva, ése que ilumina y espanta a las bestias, es su fuego interior. Una mosca vuela cerca del comedor. Jerónimo, mi hijo de siete años, pregunta de manera casual: ¿papá pueden los bichos traer al COVID-19 en sus patas?

No tengo respuesta. Su curiosidad nos pone en evidencia. El COVID-19 arrastra, todavía más inmundicia que las patas de las moscas: los deshechos y errores de nuestro tiempo. El mayor  fracaso de la educación prusiana fue haberse combinado con la fábrica, y como resultado  haber separado a los padres de su deber más profundo: conectar con sus hijos.