De locos y visionarios

Cuartos vacíos

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El castillo no le pedía nada a los de los cuentos de hadas. Torres, puente levadizo y 40 recámaras. Salón de baile, grandes jardines, bosque, caballerizas, lago. Los empleados eran tantos que sería imposible conocer a todos.

Era famoso por la abundancia de sus comidas, pero, sobre todo, por la generosidad con que los duques acogían a cualquiera que necesitara asilo. Un conde venido a menos ya recibía visitas en sus aposentos. En pleno siglo XXI, un castillo con veinte mozos a la hora de la comida. No iba a desaprovechar la oportunidad.

Los duques se paseaban por los jardines, montaban a caballo, leían y conversaban, ajenos a los milagros que hacía el ama de llaves para mantener el orden entre la rotación de huéspedes. Desde abajo, en el área destinada al servicio, el mayordomo y la cocinera dominaban el resto de la situación.

Y entonces llegó el virus. ¿Cómo luchar contra un enemigo microscópico que, para colmo de males, ni siquiera estaba vivo? El duque llamó al ama de llaves y al mayordomo. Era imperioso organizar la estrategia. Lo primero, abastecerse para el sitio. Lo segundo, levantar el puente levadizo. Cualquiera era libre de marcharse en el momento en que lo decidiera, pero quien saliera del castillo, tendría prohibido regresar mientras el enemigo acechara a sus puertas. Así lo dispuso el duque y todos estuvieron de acuerdo. Ni uno solo optó por irse. Aprovecharían el tiempo para meditar sobre sus vidas y hacer los cambios necesarios. La pandemia sería una oportunidad para demostrar de qué estaban hechos. Faltaba más.

cuartos vacios
Ilustración: @sidedimes.

La vida siguió su curso. En apariencia, poco había cambiado. Los duques desayunaban café y pan dulce en su habitación, paseaban por los jardines, montaban a caballo, leían y platicaban con los huéspedes. Pasaron semanas y el ambiente era casi festivo. ¡Qué aventura! Pasó un mes y los inquilinos, que vivían a costa de los duques, sonreían con gratitud. Al segundo mes, las sonrisas se congelaron. En el tercero, surgieron discusiones acerca de la estrategia del duque. En el cuarto, el conde que se había instalado en el castillo como si fuera suyo, desertó. Su huida abrió posibilidades entre el resto de los habitantes del castillo. Con o sin virus, el mundo estaba afuera.

Y así, poco a poco, el castillo se vació. Primero, los huéspedes, después el servicio. Hasta que un buen día los duques se despertaron solos. Nadie les llevó el desayuno, nadie ensilló a los caballos o alimentó a los perros. Consternados y hambrientos, los duques recorrieron el castillo. Antes de irse, el ama de llaves había ordenado una limpieza profunda y tanto las habitaciones principales como el área de servicio lucían impecables. En el comedor, dos lugares estaban puestos, había café, fruta y una canasta de pan. En la cocina, un platón con comida suficiente para la comida y la cena.

—No está mal —opinó la duquesa—. Será un descanso. ¿Hace cuántos años que no estamos solos? Y será una oportunidad para aprender a valernos por nosotros mismos. Los tiempos están cambiando.

cuartos vacios en pandemia
Ilustración: @sidedimes.

El duque estuvo de acuerdo. Con una nueva estrategia, estarían bien. Lo primero fue soltar a pastar a los caballos. Ocuparse de ellos les llevaría demasiado tiempo. Los perros eran menos problema, con que tuvieran los platos llenos de comida y agua, sería suficiente. Hacer la cama no debería tener ningún grado de dificultad, tampoco barrer, sacudir, limpiar el baño, cocinar, lavar y planchar la ropa… Los problemas surgieron cuando les fue imposible encontrar las herramientas necesarias para llevar a cabo los trabajos. Gracias a Dios, la cocinera había dejado lo suyo en la alacena.

El duque descubrió que le divertía experimentar con los alimentos y la duquesa que era una artista para poner mesas y hacer floreros. El quehacer podía esperar, ¿qué tanto podrían ensuciar dos personas? Lavar los platos sería suficiente. En cuanto a los blancos, había de sobra como para usar nuevos durante meses. Claro que eso no sería necesario. El virus se debilitaría en cuestión de semanas, pensaban.

Pero los duques han visto a los árboles perder las hojas, retoñar y perderlas de nuevo y el virus sigue a las puertas del castillo. Los caballos mantienen el pasto corto y abonado, han nacido una variedad de legumbres en la hortaliza, los perales han dado fruto y las gallinas ponen diez huevos diarios. El duque ha descubierto mil formas de prepararlos. Hay tal cantidad de flores que la duquesa ahora las usa también en el pelo. Para ordeñar, se disfraza de campesina. Para poner la mesa, de mayordomo. Al duque le ha crecido el pelo y la barba. Cuando cocina, los ata con una cinta de su mujer. Ella lo encuentra muy guapo con el gorro y el delantal de la cocinera. En cuanto al quehacer, es cuestión de organizarse. El castillo tiene 40 habitaciones. La nueva estrategia es fácil de implementar: una vez que una de ellas se ensucia, se cierra la puerta y se utiliza la siguiente. Para cuando todas sean inhabitables, el enemigo se habrá cansado del sitio… y quedan los cuartos de abajo, las caballerizas y el granero.


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El vendedor de covides

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A los siete años, ya vendía capulines, guamúchiles, agüilotes… cualquier cosa que encontrara en el campo. Descalzo, con el pantalón atado con una soga y una camiseta agujerada, recorría desde temprano las calles del pueblo. A veces, vendía la canasta completa; otras, le hacían un encargo: “mañana me traes unos nopales”, o “búscame una penca de sábila, tú que andas en el cerro”. Y Néstor regresaba con el pedido. Este chiquillo no le tiene miedo al trabajo, decía la gente, y le daban un taco o un tarro de atole. Vivía en la pequeña bodega de debajo del quiosco, un cuartucho de dos por dos y, como no molestaba a nadie, lo dejaban en paz.

Cuando cumplió diez años, nadie se enteró, mucho menos él. A lo mejor, quién sabe dónde, su madre. Lo que sí sucedió ese día, fue el anuncio del encierro voluntario por la pandemia de un nuevo coronavirus. COVID-19. A Néstor le gustó el nombre: “Covid”. Sonaba bien, así le hubiera puesto el cura que lo bautizó ya grande. Ése sí era un nombre elegante, cómo le fueron a poner Néstor. El caso es que el día de su cumpleaños, las calles se vaciaron poco a poco. Para la tarde, sólo quedaba él en la plaza. Un silencio…

Al día siguiente, asomó la cabeza con la esperanza de que hubiera alguien. Nadie. Un pueblo fantasma. ¿A quién venderle los tomatillos y las guayabas? La bodega ya olía a podrido. Néstor se subió al quiosco a comerse la venta del día, se metió las últimas guayabas al bolsillo y fue a deambular por el pueblo. En la pared de la delegación había un letrero con el dibujo de una corona color naranja. Era bonito. Cuando el delegado salió para irse a resguardar, él también lo encontró atento frente al letrero.

vendedor de covides
“Boy with an apple”, Karl Witkowski.

            —Es el virus del coronavirus –le explicó–. Aquí te enseñan cómo cuidarte para que no te enfermes.

            —¿El que estaban anunciando ayer en el micrófono, el covid?

            —Ese mero.

            Néstor le tendió una guayaba.

            —De algo tienes que vivir tú, Néstor –opinó el delegado–. Si quieres seguir con tu venta, ve de casa en casa. En la tarde te llevo un tapabocas y un gel para que te laves bien las manos antes de entregar tu mercancía.

 Y así fue como Néstor empezó su propio negocio. Primero con lo de siempre, después sirviendo de intermediario entre los comerciantes y sus clientes. Pero lo que le abrió las puertas al mercado fue su idea. En el cerro, había visto los primeros tejocotes, del mismo color que los del covid en la puerta de la delegación. Una tarde, llenó su canasta, le pidió aguja e hijo a una mujer y formó coronitas comestibles. En el pueblo silencioso, sólo se oía su pregón:

            —Se venden covides… covides sabrosos, tiernitos y frescos…

El nuevo producto tuvo éxito entre los niños, así que, cuando se acabaron los tejocotes, empezó a fabricar coronas de fruta mixta. Ya tiene varios pedidos especiales. Han pasado apenas unos meses desde el encierro en el pueblo y Néstor ya tiene suficientes ahorros para poner un puesto en el tianguis. Si tiene un hijo, lo llamará “Covid” y lo educará para que sea santo y exista un San Covid, patrón de los niños abandonados.  


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La leyenda del pájaro Toh

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Para Álvaro.

El pájaro Toh llegó después de un largo peregrinaje en busca de un lugar en donde ocultar su humillación. Llegó cansado y solo. Había sobrevolado presas secas y páramos de arbustos espinosos, campos de agave en donde no quedaba ni un árbol, infinitas extensiones de invernaderos y de casas a medio construir. Todo lo que veía era feo y él estaba acostumbrado a la belleza. Venía de un paraíso con agua en abundancia y, al ver la tierra devastada, su corazón palpitaba quedito, como si se estuviera muriendo. Él sabía bien lo que significaba perder la belleza, al menos eso creía.

El plumaje de su cola había sido la envidia de las otras aves y la pluma de uno de sus ancestros había servido para adornar penachos reales. Porque Toh descendía de un linaje vanidoso que cayó en desgracia. Cuenta la historia, que, hace muchos años, uno de sus antepasados se negó a trabajar con el resto de las aves para protegerse durante un huracán. Era un aristócrata, nuestro pájaro toh jamás se ensuciaría el pico con labores de plebeyo. Indignado con la petición, se dio media vuelta y se refugió en una grieta, donde se quedó dormido sin darse cuenta de que su cola se había quedado afuera. Cuando salió de su escondite, el viento la había desgarrado y sólo quedaban dos plumas colgadas de una cuerda trenzada.

pajaro toh
Ilustración: Galerías del alma.

Han transcurrido siglos desde esta historia, pero la vergüenza de los pájaro toh perdura de generación en generación, por eso se ocultan en las hendiduras de los muros viejos y rehúyen cualquier compañía. El Toh de nuestro cuento estaba harto de ser la burla de todos, hasta de los zopilotes, así que, un buen día se fue de la selva en busca de un lugar en donde nadie lo conociera. Atravesó cerros, valles y ríos, voló y voló sin descanso. Por fin, agotado, se posó en una barda. Desde ahí, inclinó la cabeza de un lado a otro para mirar a su alrededor. Era un hecho, había caído al infierno, era imposible tanta fealdad en la tierra. Su corazón estaba a punto de dejar de latir por completo cuando oyó el canto de un cenzontle. Siguió la melodía y en el camino se unieron calandrias, carpinteros, mirlos, tordos y golondrinas. Iban a un sitio resguardada por árboles frondosos. Sobrevoló las copas y sus ojos se llenaron de admiración. Había llegado a un paraíso distinto al suyo en la selva, pero igual de maravilloso. Una familia de patos tomaba posesión de un fresno en donde un carpintero buscaba gusanos; más allá, las calandrias competían por las ramas de un laurel de la india y un pájaro-ardilla se mimetizaba con la hojarasca de una higuera.  Las golondrinas bebían de un estanque y los colibríes se alimentaban junto con las abejas de las flores de un tabachín.

            Toh se instaló tímidamente en la rama de una majagua y pronto los demás pájaros se acercaron a inspeccionar su cola. Era extraña, se movía de un lado a otro como si fuera un péndulo. El pobre Toh estaba nervioso. ¿Qué pensarían de ella? ¿Lo echarían de ahí por feo?

            —¿Eres un reloj? –le preguntó una calandria que había salido del nido hacía apenas  un par de días.

            Toh por poco se muere. Las burlas no tardarían en llegar. Cuál sería su sorpresa al ver admiración en la mirada de las aves.

—¡Nunca había visto un azul tan intenso! –exclamó un ticú.

pajaro toh
Ilustración: Pinterest.

            —¡Y las plumas de la cola! ¡Qué bonito cuelgan de su trenza! –dijo un mirlo.

            Sólo la pequeña calandria guardaba silencio en espera de una respuesta a si era un reloj.

            —A partir de hoy, seré por ti el pájaro relojero –contestó Toh y desde entonces ése es su nuevo nombre. Por las mañanas se le puede ver en la rama de la majagua, moviendo la cola de un lado a otro, feliz de haber encontrado un hogar lejos del plástico de los invernaderos, del concreto, los tinacos y los campos devastados. Un lugar en donde sus amigos le motivan a que mueva su cola, como el reloj en casa del guardabosques.   


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Oscuridad y silencio

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Para JAT.

Una de las leyendas de Santa Teresa se cuenta en voz baja. Se trata del niño enterrado en la presa para que su llanto alerte al pueblo en caso de inundación. Como en otros caseríos que comparten historias semejantes, la gente de Santa Teresa depende de un mito para dormir en paz en la temporada de lluvias. Pero ellos no son los únicos que necesitan asideras. Hay quienes duermen con los dedos índice y pulgar formando una cruz para evitar que el diablo se acerque a ellos o quienes cubren los espejos para que los espíritus no traspasen el umbral mientras ellos descansan. Algunos dejan una luz encendida, otros le rezan al ángel de la guardia.

Mientras la mente vaga lejos de lo que sucede en el plano de la vigilia, nuestro cuerpo es tan vulnerable como el de un recién nacido. En las ciudades de la antigüedad se cerraban las puertas de las murallas. En muchas de las modernas, las casas se cierran con doble llave. En el campo, la oscuridad trae con ella sus propias amenazas. Una silueta que corre frente a nosotros, el grito de una lechuza, una puerta que se azota en el silencio…

oscuridad y silencio
“Night Of Dark Shadows”, Burken.

Gracias a la reclusión por el nuevo coronavirus, la oscuridad en donde nacen leyendas y hace que incluso adultos sigan durmiendo con los dedos en forma de cruz, ha recuperado espacios. Entre las sombras y en el silencio de los humanos, luciérnagas que han sobrevivido al embate de la luz se asoman con timidez y las abejas aumentan el tamaño de sus enjambres. Los grillos mantienen despiertos a los insomnes y aparecen alacranes y sapos ocultos detrás de los muebles. Insectos de un verde fosforescente, chinches multicolores, arañas saltarinas, liebres, zorrillos elegantes que apestan todo a su paso, ocelotes, linces, jaguarundis y un felino semejante a una pequeña pantera conocido como changoleón surgen con la puesta del sol. Hay que estar atentos al movimiento detrás de un árbol o a los ruidos entre la caña. A las sombras olvidadas.

La vida que habíamos dejado de ver necesitaba un respiro; nuestra imaginación, un poco de oscuridad y silencio. Quizás el niño enterrado en la presa de Santa Teresa escuche por fin a los espíritus que lo buscan para llevarlo a casa. Quizá nos acostumbremos a un mundo menos estridente, quizás sea el momento de dejarnos sorprender por el misterio, como niños recién llegados a este planeta viejo y poderoso que, con sólo sacudirse, podría acabar con nosotros y, sin embargo, nos mantiene vivos.


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Las horas del coronavirus

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La siguiente crónica fue escrita por Juan Patricio Lombera desde España. Otro punto de vista que muestra un panorama muy distinto al de algunos mexicanos frente al personal de salud.


Desde que se decretó el estado de alarma en España, existen dos horas que paralizan al país independientemente de lo que los ciudadanos estén haciendo. A las 11:30 del día, cuales heraldos de la muerte, se presentan ante nuestras pantallas el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencia, Fernando Simón, acompañado de ministros y de las máximas autoridades de la policía y la guardia civil. Entre todos leen el macabro parte de guerra. Las cifras que más llaman la atención son el número de muertos en las últimas 24 horas, los nuevos contagios y el número de personas multadas y arrestadas por no respetar el confinamiento domiciliario. Se trata de la hora más triste de este país, las bajas no dejan de crecer y el dichoso pico que antecede al descenso de la curva de contagios se ve cada día más lejano. Sin embargo, hoy ha sido un buen día. Los días anteriores el número de nuevos contagios aumentaba a razón de un 20% diario. Hoy, el aumento ha sido de un 18%.

Pero la noticia más importante radica en el hecho de que hoy, por primera vez desde que empezó esta crisis, el número de muertos de las últimas 24 horas ha sido inferior al de la jornada anterior: 655 decesos sigue siendo muchísimo, pero estamos tan necesitados de esperanza que el número nos parece bueno. Habrá que esperar a ver si esta tendencia se confirma en los próximos días. No obstante, las alegrías son breves, pronto el jefe de la policía nos dice el número de idiotas que han sido detenidos la jornada anterior por incumplir el confinamiento. Las pesadillas surgidas en las residencias de mayores donde los contagios y decesos son masivos una vez que llega el coronavirus, echan más vinagre en la herida.

horas del coronavirus
Ilustración: Nicolás Castell.

 Existe otra hora que detiene el país; la hora del agradecimiento. Cada día, desde que empezó el “Estado de Alarma”, los españoles salen a sus balcones a las 8:00 de la noche a aplaudir. Los hay que sacan sus vuvuzelas y he oído que en otro barrio incluso se pone el himno. Cualquiera que no supiera de qué se trata, pensaría que la población enloquece periódicamente a las 8:00 durante unos minutos, pero no. Damos las gracias a todas las personas que luchan en primera línea contra el coronavirus, ya se trate de facultativos, enfermeras, policías, militares, personal de limpieza, transportistas, etc. Amén del agradecimiento, ese simple acto de salir al balcón a aplaudir esconde otro motivo subconsciente. Nos constituimos en la porra de nuestro equipo cuya victoria es más imprescindible que nunca. Finalmente, al igual que ocurriera en Italia con las personas que salen a la terraza a cantar, nos mostramos frente a nuestros vecinos porque necesitamos sentir que no estamos solos; no somos islas separadas por el océano, sino que vivimos en una comunidad cuya unión y fortaleza contribuirán a la derrota del coronavirus.

Las 10:00 de la noche. Toca ver un rato la televisión y luego dormir. Mañana hay que teletrabajar como se pueda y esperar el nuevo parte de guerra.


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Crónicas del coronavirus desde el sector primario

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Escribí esta crónica para un amigo que vive en España. Él escribe desde allá y yo desde la cuarentana en Jalisco. Más adelante se unirá un colega desde China.


Querido Juan Patricio:

Te cuento un poco cómo se vive en este pueblo de Jalisco la pandemia. Como bien sabes, Estipac vive básicamente de la agricultura, sobre todo del cultivo de caña. Y el campo no puede cerrarse, así que los trabajadores llegan a la misma hora de siempre, hacen sus labores y se van a sus casas. Lo que sí se ha cerrado es la iglesia, la delegación, varios comercios y todos los balnearios de la zona. El gobernador de Jalisco tomó medidas muy pronto y creo que la gente se siente más protegida que en la CDMX, por ejemplo, en donde fue la ciudadanía la que hizo un esfuerzo por actuar a tiempo, a pesar del silencio de la Jefa de gobierno y de los absurdos de López Obrador.

Estipac pertenece a la delegación de Villa Corona y me parece que el presidente municipal ha actuado con responsabilidad. Estamos bien informados y, aunque muchos jóvenes van y vienen por las calles, la cancelación del tianguis y el cierre de los lugares de reunión ayudan a que haya menos aglomeraciones. Los estudiantes tienen cursos en línea y, los que no tienen manera de conectarse o carecen de computadora, hacen tareas asignadas antes de empezar la cuarentena. El cura abrió una página de Facebook y sus mensajes son los de un hombre responsable.

cronicas del sector
“Orange Rain Over Truchas”, Sally Delap-John.

¿Hay miedo? Sí, se nota cierta tensión, principalmente por el alto índice de obesidad, diabetes e hipertensión de la población. También, claro, por la incertidumbre, pero estar aquí es más llevadero que en la ciudad. Puede ser que se oigan menos risas, no sé, a lo mejor es sólo una impresión mía. Lo que llama la atención es la falta de música. Estipac es un pueblo ruidoso. Si no está tocando la tambora, hay un altavoz en la delegación con toda clase de música o cuetes para que llueva, para conmemorar a un santo o por alguna fiesta. Ahora, sólo se oyen pájaros. Una gran cantidad.

Algo muy agradable de pasar aquí la cuarentena es que no tenemos televisión, ni radio o periódico. Así es un poco más fácil detener las especulaciones. Porque nada más de pensar en el sistema de salud de la zona, dan escalofríos. No es que corra el riesgo de colapsar, hace mucho que lo está. La última vez que fui a la clínica del Seguro Social de Villa Corona, lo único que había era un termómetro en un vaso con Isodine. Difícil de creer, pero real.

            ¿Por allá, qué tal?

            Te mando un abrazo y espero tus noticias.

            Susana.


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Ahora también tenemos borregos

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Una mujer con un vestido de flores azules se desliza por la ventana de una habitación. Es la única salida a un techo ideal para poner a secar yerbas. Ya antes había lanzado por esa misma ventana grandes manojos. Un sombrero de alas caídas le cubre la cara y la nuca. Desata la alfalfa y la tiende a secar sobre los ladrillos calientes por el sol de mayo. La acompañan dos gatos negros. A sus más de sesenta años, Margarita sigue siendo guapa. Es muy vanidosa.

Llegó a trabajar a la ciudad sin saber que se quedaría para siempre. Recuerda que cuando vio acercarse al tren que la alejaría de su pueblo, salió corriendo, no iba a meterse a ese animalote. Su mamá la atrapó. Tenía quince años. Entonces no se imaginaba que no se casaría ni tendría hijos, con lo que le gustaban los niños. Mucho menos que les cogería tanto cariño a los animales. En esa época, le sobraban pretendientes, era cuestión de escoger. Pero, uno a uno, los buenos se alejaron de ella y sólo quedaron los que no valían nada. Eso piensa Margarita mientras esparce la alfalfa por el techo.

Cuando acaba de tenderla, salta de nuevo por la ventana, ahora a la habitación. Baja por la escalera principal, entra a la cocina, se lava las manos, cuelga el sombrero de un clavo y se pone un delantal sobre el vestido de flores. El olfato le avisa que el puerco al horno está listo. Los gatos se han ido a pasear por su cuenta, en su lugar están dos perros viejos. Uno artrítico, el otro ciego de un ojo. Antes de acomodar el puerco en una bandeja, le sirve un buen trozo a cada uno. Con consomé de res, para que no esté seco, y papitas y zanahorias, porque hay que comer verduras. Los perros le agradecen con la mirada.

cocina y cocinando
Pintura: Pinterest.

En el comedor, la familia espera. La madre en la cabecera donde se sentaba su marido antes de morir, los hijos desperdigados con los nietos. Se habla mucho, se entiende poco. Sólo la madre guarda silencio. Está concentrada en el jardín.

Detrás de las bardas que delimitan la propiedad, los noticieros hablan de una pandemia. Los analistas comentan las repercusiones en la economía; los religiosos exhortan a la gente a rezar. El fin del mundo se abre como una posibilidad real, eso dicen los profetas. En el comedor de la casa, se discute lo difícil que se ha vuelto comer a una hora decente. 

Pero el puerco ya está listo en la bandeja. Margarita no tuvo tiempo de preparar sopa ni ensalada, la alfalfa requiere de muchos cuidados. Hay que quitarle la basura y fijarse que no venga revuelta con yerbas malas. Tenderla al sol también lleva tiempo. No es cuestión de aventarla como caiga, no, se tiene que esparcir de manera adecuada para que se ventile y seque pareja.

mujer y ventana
“La Ventana de Goldfish”, Frederick Childe Hassam, 1916.

La familia espera con impaciencia. Por fin, alguien se levanta a ver qué sucede en la cocina. Regresa con noticias. No habrá ensalada ni sopa y las verduras les tocaron a los perros, pero hay lomo de puerco y sobra pastel de ayer.  

La madre sigue observando el jardín. En el exterior, la epidemia ha hecho cundir el pánico. Han cerrado escuelas, los hospitales no se dan abasto. El mundo ha cambiado de la noche a la mañana, eso aseguran los periódicos. En algunos países, han abierto las iglesias para acomodar a los muertos.

La madre lanza un suspiro. Ahora también tenemos borregos en casa, dice, ahora me explico por qué hay alfalfa en el techo. Nadie la oye, los hijos y los nietos discuten sobre la pandemia que hay afuera, del otro lado de la barda que protege la casa de todo mal. Eso creen los nietos pequeños. Cuando llega la comida, se hace un silencio. Huele bien.

borregos y ventana
“The Sheep Window”, Ditz (Reprodart.com).

Un borrego negro asoma la cabeza entre las plantas. Había estado oculto detrás de un macizo de hortensias. Margarita sale corriendo a guardarlo y la madre desvía la mirada hacia el platón de comida para darle tiempo. Uno de los hijos habla en voz muy alta, quiere establecer un punto sobre la epidemia. La madre baja el volumen del aparato para la sordera y murmura: “coronavirus”, qué bonito nombre. Es la única que vio al borrego negro, también la única que sabe que, pase lo que pase, no pasará nada.


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Vivir el miedo en silencio

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Benita era una indígena mazahua. Se había casado con un hombre de un pueblo cercano al suyo, en el Estado de México. Ahí, la gente era blanca, eso contaba Benita. Cuando salía al mercado, le gritaban: “¡India! Ven, cárgame el garrafón de agua”. O “¡India! No andes de huevona, barre mi calle”. Y Benita cargaba el garrafón, barría calles ajenas, iba al mercado y regresaba a las golpizas en su casa. Un día, su esposo le consiguió trabajo en una casa en la Ciudad de México. Él era albañil y parecía buena persona. Amable y simpático, a primera a vista. Un maldito por dentro.

Benita llegaba al trabajo los lunes con los ojos desorbitados de miedo. Para tomar el pesero que la llevaría a la central de autobuses, antes era necesario caminar más de una hora por un bosque en donde violaban a las mujeres. Ya habían matado a varias. Ella no se atrevía a denunciar, porque era india, pero las mujeres de los pueblos vecinos se habían cansado de hacer plantones en los palacios municipales de la cabecera y de Toluca. Algunos hombres las acompañaban, no muchos. Finalmente, optaron por atravesar el bosque en grupos, así se protegerían entre ellas. Benita lo caminaba sola todos los lunes de madrugada. Era india, las mujeres blancas no se juntaban con ella.

Un día, llegó al trabajo con su hija adolescente. Era una muchacha delgada, de ojos rasgados. Al principio, se quedaba en su cuarto y sólo bajaba a comer, después, se adaptó a su nueva vida. Por las tardes, ella y su madre bordaban. Y mientras creaban flores llenas de colores, platicaban en su idioma. La risa de la muchacha era alegre y espontánea. La de Benita, más baja.

benita en el bosque
Ilustración: Emma Gascó.

Pasó mucho tiempo antes de que hablaran de los asesinatos y de las violaciones en el camino al pueblo. Entonces Benita también explicó la razón por la cual su hija llegaba con ella a trabajar. En su casa, había una amenaza aún peor que atravesar el bosque. Su marido. Ese hombre simpático y amable a su conveniencia, cuando estaba borracho, seguía a su hija para violarla. Era suya, tenía derecho. Así justificaba lo injustificable, la monstruosidad.

 Me gustaría acabar esta historia con un final feliz. Me encantaría cerrar con la escena de Benita y de su hija, Marisela, despreocupadas y contentas, riéndose como lo hacían mientras bordaban. Cómo quisiera verlas libres de ir y venir sin miedo, de regresar a casa sabiendo que detrás de la puerta cerrada no corrían peligro alguno. Sin embargo, el final es distinto. Un lunes, no llegaron al trabajo. Sus pertenencias siguen esperándolas: una bolsa con ropa, dos servilletas con flores que nadie se atreve a acabar por ellas. Hacerlo sería darlas por muertas.

Cada una de las mujeres en la marcha del 8 de marzo tiene una historia de machismo que contar. “Nos están matando”, se leía en una manta. “Nos están matando”. Duele decirlo y es importante repetirlo. Tomar conciencia porque es un hecho. Un país que mata a sus mujeres nunca será un buen lugar. Cada paso en la lucha, cada grito, cada forma de expresión y de rechazo es necesario para cambiar la situación. Como Benita, miles de mujeres tuvieron miedo de salir ese día. Sin embargo, su voz también se escuchó. La marcha y el paro del 9 son el inicio de un movimiento que debe incluir a todas las mujeres, independientemente de culturas y creencias. Algunos grupos han querido desprestigiarlo con argumentos absurdos, como que detrás de todo está un movimiento mundial en favor del aborto. No nos equivoquemos. La finalidad es muy clara. No más violencia hacia las mujeres. Ni una más. No más sufrimiento silencioso.


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