Martín Luis Guzmán

El príncipe de la palabra

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Quiero imaginar que el último paisaje en iluminar la mirada de Jesús Urueta fue una visión de la pampa, esa copiosa y fértil extensión que le habría recordado la enormidad de su amado Chihuahua. Eso nunca lo sabremos, pero un artista siempre agradecerá el recuerdo de los suyos, y jamás desmentirá a quien lo invente porque al inventarlo, le da vida.

Esa recreación es lo que encuentro en el discurso fúnebre que Martín Luis Guzmán pronunció en el cementerio de Dolores de la Ciudad de México el 29 de marzo de 1921 ante el féretro de Urueta, vuelto a su patria en un viaje por mares tan turbulentos como su vida.

Hay en esa oración –recuperada en 1987 en una coedición de las universidades de Colima y la UNAM– un vigor que casi cien años después no ha disminuido su fuerza para estremecer el espíritu: 

La sentencia del legislador de Atenas “no juzguemos de una vida hasta después de la muerte” pocas veces tuvo, señores, ocasión mejor que ésta, en que el acatamiento y la congoja nos congregan para ofrecer un último homenaje a los despojos mortales de quien fue, si gran pecador, ciudadano insigne e incomparable tribuno. Porque no habiendo sido los días de Jesús Urueta ni los de un santo, ni los de un maestro, ni los de un héroe, sino que mientras ellos corrían quedaba atrás un rumor de voces no siempre laudatorias y a menudo discordantes, sus deudos por el corazón y por el espíritu hemos debido esperar esta hora de supremo desinterés para apreciar la magnitud de nuestra pérdida, igual que los contendedores de Troya sólo apreciaron la estatura de Héctor cuando éste yacía en el polvo […].

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Jesús Urueta haciendo uso de la palabra al parecer durante un juicio en un juzgado (Fotografía: Archivo Casasola | INAH).

Entre las personalidades que pueblan la Patria Literaria mexicana, la figura de Jesús Urueta (1868-1920) se yergue velada y misteriosa a la memoria de las nuevas generaciones. ¿Habrá entre los lectores de este espacio quien por interés, que no por edad, haya tenido noticias de este orador, pintor y periodista que también fue diputado revolucionario y compartió faenas legislativas con Luis Cabrera, Juan Sánchez Azcona, Juan Sarabia, Serapio Rendón, Salvador Díaz Mirón, Isidro Fabela y Félix Palavicini?

Fue llamado “El príncipe de la palabra” por sus dotes oratorias, y su discurso enfrentó al dictador Huerta –en contraste, “señor de la bellaquería”– quien lo arrojó a un calabozo del cual salió con vida milagrosamente.

Como casi todo hombre visionario y comprometido, Urueta fue también un ser lleno de esperanza en el futuro, confiado en un porvenir alimentado por la sangre y las ideas de otros idealistas como él. Escribía Urueta:

Es preciso, es urgente que todos los mexicanos comprendan que la Constitución, sólo la Constitución, puede salvar a la patria… Mientras las instituciones no funcionen normalmente no se puede hablar de paz, ni de progreso, ni de libertad. A mejores ciudadanos corresponden mejores gobiernos. Dentro de un buen gobierno, respetuoso de la ley… los ciudadanos elevan su nivel intelectual y moral, el pueblo crece en fortaleza y en virtudes cívicas.

Hermosa lección encontramos en sus palabras. Hace más de un siglo que Urueta escribió esta sentencia que en los días del verano político mexicano conserva un timbre de urgencia y esperanza. Así pensó, así habló, así predicó Jesús Urueta, ciudadano de México.

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Jesús Urueta durante un juicio en un juzgado (Fotografía: Archivo Casasola | INAH).

El Diccionario Biográfico de Humberto Musacchio consigna que Urueta colaboró “en la Revista Moderna y El Siglo XIX. Fue bibliotecario y maestro en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, dos veces diputado federal y profesor de la Escuela Nacional Preparatoria. Crítico del dictador Victoriano Huerta, éste lo mandó encarcelar. Secretario de Relaciones Exteriores (del 12 de diciembre de 1914 al 18 de junio de 1915) de Venustiano Carranza. Fue fundador del Partido Democrático y en 1919 se le designó ministro plenipotenciario en Argentina y encargado de negocios ante el gobierno uruguayo. Fue autor de Fresca (1893), Alma poesía. Conferencias sobre literatura griega (1904), Pasquinadas y desenfados políticos (1911), Conferencias y discursos literarios (1919) y Obras completas (1930)”.

Los recuerdos y testimonios de la vida de Urueta nos hablan de un hombre apasionado y quizá arrebatado, de temperamento levantisco, incendiario. Es un carácter fuerte el que trasluce en la fotografía que acompaña su ficha en el Diccionario de Musacchio: ojos algo saltones y separados, mirada penetrante, frente ancha, nariz larga y labios delgados ligeramente curvados hacia abajo. En suma, alguien cuya paciencia pudo haber sido corta, y por lo mismo grande su creatividad:

Vivió intensamente y para el arte. Aceptó los impulsos de su pasión y supo entretejer con ellos, manteniéndola impoluta, incorruptible, una tendencia nobilísima a contemplar las cosas bellas y a evocarlas. […] Pasión y amor de lo bello, émulos, la una y el otro, que mutuamente se acrecentaban, integraron su alma, presidieron cada uno de sus actos y lo llevaron a formular –son palabras suyas– este concepto de la vida humana: “La alegría, el dolor, el amor, el pensamiento, el alma entera, todo viene siempre a la carne, a la cruel y deliciosa carne, ennoblecida y divinizada como una flora milagrosa por supremos artistas […]”.

Murió muy joven, a los 32 años, pero con un desempeño que, quizá por la misma razón de su juventud, causó la admiración de Martín Luis Guzmán. Sus hijos, Cordelia, Jesús (Chano) y Margarita tuvieron luz propia en la pintura, el cine y la dramaturgia. De nuevo Martín Luis:

Aún lo vemos: en pie; fino y esbelto; la cabeza ligeramente inclinada hacia delante; juntas las manos, mientras los dedos estrujan nerviosos un pequeño papel y todo su cuerpo se halla sometido, como si lo dominara alguna fuerza extraña, a un vaivén blandísimo, apenas perceptible. Y de súbito, cuando, al parecer, el genio hasta allí en reposo se agitaba, rompía él a hablar para goce de sus oyentes; porque era dulce su voz, claras sus vocales, puras sus consonantes, rítmicas sus palabras, armónicos su gesto y su ademán, trasunto de belleza sus citas y sus evocaciones, y profundamente generosa, sedante para el alma, acariciadora para los oídos del cuerpo y del espíritu la euritmia de sus discursos. Hay oradores –como Justo Sierra– cuya memoria ha de perpetuarse con la lectura de sus obras. No así Urueta. Guardemos quienes le oímos –rescoldo sagrado– la imagen imborrable, aunque ya confusa, de su arte sin par, y transmitamos a quienes no le oyeron su palabra […] elocuente y musical como campana de oro.

Como ya dije, Urueta falleció muy joven, de causas que ignoro, siendo representante de México en Argentina. Fue la suya una vida excepcional, como otras que aquí he reseñado, que son un ejemplo a edades en las que otros apenas se preguntan cuál habrá de ser el camino que tomen sus existencias. Martín Luis:

Urueta lloró ante nosotros la muerte de Justo Sierra, y la lloró con tal congoja, con tal duelo convirtió en lágrimas nuestro pesar –lágrimas copiosas, lágrimas sin literatura- que casi nos consoló de la pérdida del Maestro.Y ahora, henos aquí, incapaces de llorarlo a él como él merece, incapaces –pese a la presencia de sus despojos y a nuestra comunidad espiritual– de atraer sobre nuestras cabezas, y convertir en halo de la emoción que nos envuelve, siquiera un fugaz aleteo de aquel noble espíritu, siquiera una chispa del fuego que él encendería en nosotros si estuviera aquí tocándonos con su palabra el corazón.

No descanse en paz Jesús Urueta. Quede entre nosotros, viva, su memoria. Y siga agitando a la República el eco de su oratoria con el reclamo: “¡Sólo la Constitución puede salvar a la Patria!”

Amén.

Juego de ojos.

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Creación en las tinieblas

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La sombra del revolucionario, entrega pasada de Juego de ojos, provocó un tsunami de comentarios sobre la personalidad de Martín Luis Guzmán.

“Alguien que se supo muy bien acomodar entre la clase dominante”, expresó una lectora del norte de México.

“El mejor prosista, junto con Reyes y Novo. Impecable. De su amor por el periodismo y las letras, yo agregaría una anécdota final: murió sobre el escritorio con las galera de Tiempo en las manos”, consideró el columnista que a mi juicio es uno de los maestros del estilo en la prensa escrita contemporánea.

Que a 44 años de su muerte, su vida y obra sigan frescas en la memoria, habla de la fuerza con la que vivió entre nosotros. Hombre poliédrico, en una faceta ofrece el poder de su prosa y en la otra desvela una “leyenda negra”. A propósito de esto, cité a Emmanuel Carballo en la entrega anterior: “La leyenda negra de don Martín, en el México de ayer y hoy, de tan común y corriente deja de ser negra; cuando mucho es gris. Como hombre cometió deslealtades, errores y desviaciones ideológicas que empequeñecen su figura; de escasos escritores mexicanos se puede afirmar lo contrario. Como Reyes, supo ser medroso por conveniencia, y como Vasconcelos (hombre también con el orgullo herido) no pudo conservar en la edad adulta y la vejez las ideas generosas y progresistas de los años mozos”.

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Emmanuel Carballo, escritor, ensayista, crítico literario, editor y periodista mexicano (Fotografía: El Universal).

A continuación cedo el espacio a mi amigo Humberto Musacchio, grande en el periodismo, cuya valoración del escritor es precisa y contundente:

“   La lectura de Martín Luis Guzmán, especialmente La sombra del caudillo y El águila y la serpiente son parte inseparable de nuestra generación. Ésas y otras obras del inmenso escritor nos permitieron entender que las revoluciones son procesos dialécticos signados por la grandeza y la mezquindad, características que con frecuencia hallamos en las mismas personas.

Martín Luis es parte de nuestra educación sentimental, histórica y política. Nos puso ante los símbolos que la escuela y la sociedad nos enseñaron a amar y respetar, pero lo hizo de forma que percibiéramos las contradicciones del mismo proceso histórico y de sus personajes. Sólo por eso ese escritor merece nuestro agradecimiento.

 Pero digamos que una cosa es el escritor, ciertamente grande, y muy otra el tipejo miserable que una y otra vez se traicionó a sí mismo. Destacas que tu predilección en la escritura de Martín Luis sea la mexicanidad, pero omites que si bien fue actor y testigo de la revolución, en su obra –y eso es un acierto literario– se sitúa a distancia, como queriendo ocultar que él fue parte de lo mismo que narra.

Fue villista, sí, pero fue mucho más severo con Villa que con Carranza a la hora de escribir. Cuando huyó del país renunció a la nacionalidad mexicana para adoptar la española, cuando no existía la doble nacionalidad. Renunció a esa mexicanidad que le atribuyes, pues le ofrecieron ser secretario de Manuel Azaña y para eso necesitaba ser gachupín. Y no dudó en cambiar de camiseta.

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Manuel Azaña Díaz, político, escritor y periodista español (Fotografía: Wikimedia).

Cuando volvió a México, con Cárdenas presidente, lo hizo porque Calles, que no lo quería, había caído de su pedestal. Por supuesto, a su regreso trató de pagar indulgencias, renunció a la nacionalidad española, se convirtió en fervoroso cardenista, apoyó al exilio español que le sirvió para hacer buenos negocios, como la fundación de EDIAPSA y las Librerías de Cristal, asociado con Giménez Siles. La revista Tiempo, fundada, creo, en 1940, en efecto, fue ejemplo de buen periodismo y mejor escritura, pues el tipo –cuentan quienes lo conocieron en la redacción– era extremadamente riguroso con los textos.

En 1952, cuando el gobierno de Alemán perpetró la matanza de henriquistas, Tiempo había cerrado la edición con estupendas y muy oportunas fotos de la masacre acompañadas de textos escritos por el notable equipo de redacción. Repentinamente, Guzmán dio la orden de hacer a un lado todo ese trabajo y elaborar nuevamente el número con textos y fotos enviados por la Presidencia de la República, lo que motivó la renuncia de Luis Suárez, Mario Gill, Fernando de Rosenzweig, Ernesto Álvarez Nolasco, Arturo Sotomayor, Germán List Arzubide y José Rogelio Álvarez, quien poco después dobló las manitas, abandonó a sus compañeros y regresó a la revista. En carta a El Popular, los renunciantes citaron palabras de Martín Luis, quien les había dicho: ‘Tengo atribuciones para mutilar y deformar la verdad si eso conviene a los objetivos políticos que Tiempo persigue’. Para más datos, te sugiero busques en Prensa vendida de Rafael Rodríguez Castañeda (pp. 27 y 28).

El día de la libertad de prensa de 1969, Martín Luis dio otra muestra de bajeza en el banquete respectivo ante el chacal Díaz Ordaz: ‘la conducta general de la prensa de México –dijo– ha venido respondiendo positivamente a las normas y deberes periodísticos codificados por el señor Presidente de la República’. Guzmán hablaba después de que toda la gran prensa había escamoteado y falseado la información sobre el movimiento estudiantil de 68 y la matanza de Tlatelolco, y en el colmo de su actitud rastrera, agregó: ‘Si en algo fallamos a esa hora, lo lamentamos sin la menor reserva’. Como premio por su vergonzosa sumisión el Chacal lo hizo senador.

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Martín Luis Guzmán en su escritorio de “Tiempo” (Fotografía: RDTD).

En 1971 dirigí la sección cultural de El Universal y publiqué dos artículos de diferentes autores en los que se denunciaban algunas canalladas de Martín Luis. Los encargados de vigilar la edición dejaron pasar aquellos textos y su publicación motivó que me congelaran y que dejara de aparecer la sección. Semanas después busqué al subdirector Ariel Ramos en la cantina ‘La Mundial’ y le pregunté por qué me habían suspendido. Su respuesta, sus respuestas, fueron una de las mejores lecciones de periodismo que he recibido. Primero me preguntó: ‘¿Qué no sabes quién es Martín Luis Guzmán?’ Sí, es un gran escritor, respondí, pero es un canalla como periodista. Ante mi respuesta, Ariel sólo movía la cabeza como diciendo: ‘Este pendejo no entiende nada’.

Luego, me dijo: ‘¿No sabes que es el director de la revista Tiempo? ¿Y no sabes que es presidente de la Asociación Nacional de Editores de Periódicos? ¿Y no sabes que un influyente senador de la República? ¿No sabes que es asesor del Presidente de la República en lo referente a medios de comunicación y que gracias a él el gobierno nos da publicidad? ¿Y no sabes que es presidente del Consejo de Premiación de los Premios Nacionales de Periodismo, que cada año nos otorga varios para nuestro personal? ¿Y no sabes que es presidente del Consejo de Administración de PIPSA que nos garantiza el suministro de papel periódico a precios estables, que nos da crédito y que frecuentemente nos condona las deudas? ¿Y no sabes que es director general de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos, que nos da trabajo para que nuestras máquinas estén ocupadas todo el día? ¿Y no sabes que…?

No, pues no sabía. Pero lo que siempre he sabido es que los grandes escritores también pueden ser unos miserables. Martín Luis Guzmán lo era. 

Juego de ojos.

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La sombra del revolucionario

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Martín Luis Guzmán pertenece a ese reducido círculo de seres que desde muy temprana edad ofrecen muestras irrefutables de inteligencia viva y extraordinaria. Originario de Chihuahua (1887), a los trece años editó en Veracruz un periódico escolar quincenal, Juventud, donde publicó un artículo sobre Víctor Hugo y otro sobre “El contrato social” de Juan Jacobo Rousseau. Esto se anota como dato curioso en su biografía, pero creo que en verdad se trata de la primera confirmación de su vocación y amor entrañable por las letras y por el periodismo.

El propio Guzmán dijo a Emmanuel Carballo que aunque escribía para sí mismo, publicó a los 21 años un discurso pronunciado en una jornada organizada por estudiantes para conmemorar la Independencia. El tema del discurso fue “Morelos y el sentido social de la guerra de Independencia” y gracias a su publicación, Jesús T. Acevedo lo descubrió y lo llevó al Ateneo de la Juventud.

Atrapado en esta era de nuevas tecnologías, siento nostalgia por la época en que la comunicación interpersonal era la forma de relación por excelencia, porque además de la inteligencia e información que era menester llevar a cuestas para realmente integrarse a esas convivencias, había que ejercer una cualidad que la sociedad moderna anestesió: la capacidad de escuchar a la persona y al grupo. Guzmán cuenta de las largas, larguísimas conversaciones que sostenía con Julio Torri, con José Vasconcelos, con Pedro Henríquez Ureña, con Antonio Caso, con Alfonso Reyes, y de la energía intelectual que chisporroteaba en esos prolongados intercambios.

Pero Martín Luis Guzmán no sólo fue hombre de libros y de ideas. Su interés por la política y una clara visión revolucionaria lo llevaron a unirse a las fuerzas de Francisco Villa con el grado de coronel. Al triunfo de Carranza sobre Villa, Martín Luis partió al exilio y escribió su primer libro, La querella de México, en el que narra su percepción de la Revolución mexicana. Después vendrían muchos más. Esta dualidad pudiera explicar la gran ambivalencia que en los ambientes intelectuales se percibe sobre este autor.

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José Doroteo Arango Arámbula “Francisco Villa” (Fotografía: Farenheit).

El águila y la serpiente apareció en Madrid en 1928. Originalmente se llamaría A la hora de Pancho Villa, mas por fortuna este título no fue del agrado del editor, Manuel Aguilar, y se cambió al que conocemos. Los críticos han dicho de ella que “recrea con precisión un acontecimiento histórico, la revolución hecha gobierno, configurando una estética cercana a la tragedia griega para determinar cuáles son los usos y abusos del poder”.

¿Y el escritor qué pensaba de esta obra? Escuchemos: “[…] yo la considero una novela, la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias a pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario. No es una obra histórica como algunos afirman; es, repito, una novela. La sombra del caudillo […], al mismo tiempo que una novela, es una obra histórica en la misma medida en que pueden serlo las Memorias de Pancho Villa. Ningún valor, ningún hecho, adquiere todas sus proporciones hasta que se las da, exaltándolo, la forma literaria”.

Martín Luis Guzmán incursionó en varios géneros. Además de novela escribió ensayo, biografía, crónica histórica y, por supuesto, textos periodísticos. Su cultura desbordante, su estilo pulcro y pulido, y un gran sentido del deber para consigo mismo como escritor, hacen de los textos de Guzmán una lectura fluida y apasionante.

Pero si debiera elegir una característica de mi predilección en la escritura de Martín Luis ésta es la mexicanidad. A este hombre que declaraba haber abrevado en Tácito, Plutarco, Cervantes, Quevedo y Rousseau, le preocupaba el status alcanzado por la literatura mexicana, y de ahí seguramente su inquietud por contribuir al ensanchamiento de lo mexicano.

No resulta así extraño que Martín Luis Guzmán identificara al movimiento revolucionario como el impulsor por excelencia de las letras mexicanas, aunque aseguraba que la llegada de una literatura nacional había sido tardía. Sobre el punto dijo: La Independencia de México la consumó la clase opresora y no la clase oprimida de la Nueva España. Los mexicanos tuvimos que edificar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso; es decir, antes de merecerla. En estas condiciones no podíamos crear una auténtica literatura nuestra. La Reforma trató de realizar la verdadera Independencia, de romper interiormente el orbe colonial. No hubo tiempo: apareció Porfirio Díaz.

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Ilustración: Carreño.

Aunque quizá la afirmación encierra una injusticia para autores como Fernández de Lizardi, Justo Sierra, Payno, Ireneo Paz, Riva Palacio y otros, lo cierto es que, en conjunto, ningún movimiento había cimbrado a la sociedad mexicana hasta el punto de ser recurrentemente motivo de interés y reflexión en la expresión artística de un pueblo.

En el caso de Martín Luis Guzmán esta veta le costó ser víctima de un abierto acto de censura desde la cúspide del poder político. La sombra del caudillo, novela en la que Guzmán elabora un cuadro preciso sobre la presidencia de Plutarco Elías Calles, apareció en 1929.

De esa obra, John Brushwood apunta que “Es un elocuente comentario sobre el régimen de Calles el hecho de que cuando Guzmán necesitó un hombre honrado tuviera que inventarlo”, en referencia a Axcaná González, el único personaje de ficción en las páginas del libro. Así, cuando La sombra del caudillo llegó a México –pues primero se publicó en España– enfureció al presidente Calles.

Permitamos a don Martín Luis decirlo con sus propias palabras:

Cuando llegaron a México los primeros ejemplares de La sombra del caudillo, el general Calles se puso frenético y quiso dar la orden de que la novela no circulara en nuestro país. Genaro Estrada intervino inmediatamente e hizo ver al Jefe Máximo de la Revolución que aquello era una atrocidad y un error. Lo primero, por cuanto significaba contra las libertades constitucionales y lo segundo, porque prohibida la novela circularía más.

El gobierno y los personeros de Espasa-Calpe (editorial que publicó la obra), a quienes amenazó con cerrarles su agencia en México, llegaron a una transacción: no se expulsaría del país a los representantes de la editorial española, pero Espasa-Calpe se comprometía a no publicar, en lo sucesivo, ningún libro mío cuyo asunto fuera posterior a 1910. En Madrid, la editorial se vio obligada a cambiar el contrato en virtud del cual yo tenía que escribir cierto número de capítulos al año, y el cambio se hizo de acuerdo con el requisito impuesto por Plutarco Elías Calles.

la sombra del caudillo
Derecha: Francisco Plutarco Elías Campuzano, militar y presidente de México.

Pero la implacable pareja don Tiempo y doña Historia habría de poner las cosas en su lugar –como siempre– y derrotado el régimen callista y triunfantes la inteligencia y la tolerancia, Martín Luis Guzmán fue acogido con honor y respeto por el presidente Lázaro Cárdenas y los gobiernos subsecuentes. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1940 y en 1958 ganó el Premio Nacional de Literatura y el Premio Manuel Ávila Camacho.

También combinó su incansable tarea de escritor con la de servidor público. Fue Senador de la República. A principios de los sesenta se hizo cargo de la presidencia de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. Desde 1942 y hasta el día de su muerte, el 6 de diciembre de 1976, estuvo al frente de la revista Tiempo, que fue en la década de los cuarenta un atisbo de modernidad en el periodismo mexicano, siempre con las limitaciones que imponía el sistema político.

Ahora bien, es durante su desempeño como funcionario y como periodista que Martín Luis Guzmán se forja su mentada leyenda negra. Y valga decir que en esto, como en otras facetas de su vida y obra, tampoco puede uno sugerir accidentes o medianías. En primer lugar se cuestiona la postura de Tiempo ante el movimiento estudiantil de 1968 –calificó a los estudiantes de agitadores y justificó la acción del régimen diazordacista– y se le tacha de reaccionario sin, me parece, tomar en cuenta las circunstancias del momento. Francamente, quienes vivimos aquel año tendríamos serios problemas para separar la paja del grano en cuanto a la actitud de los grandes medios frente al conflicto, si olvidamos las correas de control que el régimen ejercía sobre los medios impresos y los incipientes informativos electrónicos.

medios del 68
Imagen: El Ceo.

Emmanuel Carballo dice del asunto: La leyenda negra de don Martín, en el México de ayer y hoy, de tan común y corriente deja de ser negra; cuando mucho es gris. Como hombre cometió deslealtades, errores y desviaciones ideológicas que empequeñecen su figura; de escasos escritores mexicanos se puede afirmar lo contrario. Como Reyes, supo ser medroso por conveniencia, y como Vasconcelos (hombre también con el orgullo herido) no pudo conservar en la edad adulta y la vejez las ideas generosas y progresistas de los años mozos.

Variantes de esta afirmación han menudeado y de manera arbitraria se ha confundido su actuación política con su valor como escritor, como si la primera disminuyera al segundo. Este caso mexicano recuerda al argentino Jorge Luis Borges, a quien se reprochaba su posición de derecha. Era frecuente que a continuación de los reconocimientos a la gran calidad de su literatura se añadiera el lastimero “¡pero es tan reaccionario!”, en un tono que no admitía refutación y como si tal inclinación política degradara al artista.

¿No le parece al lector que es temerario mezclar estas consideraciones? A mi sí. Es un camino desafortunado para descubrir revolucionarios y lo es más para apreciar la obra de un creador.

En Martín Luis Guzmán encuentro imaginación, trabajo, persistencia. La ideología puede ponerse a debate, pero su ejercicio periodístico, sobre todo en Tiempo, no lo realizó en la soledad. Colaboraron con él Xavier Villaurrutia, Germán List Arzubide, Francisco Quijano y Leopoldo Zea. Y, como muchas obras que proponen y caminan, la suya estuvo desde siempre sujeta a la polémica, y aún sigue allí, para enfrentar y desmentir las críticas ideologizadas y hacer frente a la prueba del tiempo.

Juego de ojos.

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