Úrsula Oswald, Tiahoga Ruge, Julie Lennox y Luis Zambrano sostuvieron un conversatorio sobre la situación climática global, el sábado pasado, en el Centro Tepoztlán Víctor L. Urquidi que preside Clara Jusidman.
La opinión entre ellos estuvo dividida en dos posiciones: las amenazas a la vida son muy grandes, pero hay algunas oportunidades de mitigación y adaptación.
La otra posición es que tendrá que ocurrir una catástrofe demográfica, con millones de personas muertas, para que gobiernos y sociedades tomen conciencia y se hagan los cambios indispensables al modelo de producción y consumo capitalista.
En lo que estuvo de acuerdo el grupo de expertos con actividades internacionales es que, por primera vez en la historia del planeta, la acción humana alteró las fuerzas de la naturaleza para mantener sus equilibrios.
Como consecuencia, ya no vivimos un cambio, como podía considerarse hasta hace pocos años, sino una emergencia climática con poco tiempo para evitar una catástrofe global.
¿Cómo llegó la humanidad a esta locura? Se dice fácil: el crecimiento del PIB ¿ha predominado?, ¡sigue predominando!, sobre la protección de la naturaleza y de la vida.
No sólo se han sobreexplotado los recursos naturales, sino que se han contaminado los océanos, que son los verdaderos reguladores del clima planetario, así como los suelos, el agua y el aire.
La locura consiste en que a pesar de las abrumadoras evidencias de la emergencia climática, los gobiernos y las empresas siguen empeñadas en el crecimiento del PIB, a pesar de que no se han generalizado fuentes alternas de energía a las de origen fósil.
Todo esto es muy sabido y, no obstante, la economía capitalista agrega páginas a la crónica del desastre cada año: la concentración en la atmósfera de los principales gases de efecto invernadero –dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N2O)– marcó un nuevo récord durante 2018, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), organismo de la ONU.
Incendios como el de Australia, la Amazonia y Gales del Sur del año pasado, fueron consecuencia de la cadena de altas temperaturas en el ambiente que lleva cuatro años al hilo de alzas récord: 2018 fue el cuarto año más cálido desde que hay mediciones fiables (1850); como lo habían sido 2017 con respecto a 2016 y éste comparado a 2015.
En México, durante esos mismos años, se resintieron temperaturas promedio de 22.4 grados, 1.5 arriba del promedio histórico, que era de 20.9 grados.
Un dato ofrecido por Julie Lennox, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), para argumentar que algo se puede hacer para no rebasar los dos grados de aumento de la temperatura (llevamos un grado), es que la Unión Europea emite 8 toneladas de gases de efecto invernadero por persona al año, comparado con las 20 toneladas por habitante que arrojan Estados Unidos, Canadá y Australia, aunque estos países y los europeos tienen un nivel de industrialización semejante.
Algo se puede hacer, pero un tercer acuerdo entre los expertos del conversatorio fue que, las oportunidades no vendrán sólo de los gobiernos –que se reúnen desde hace 25 años en las COP de las Naciones Unidas para ofrecer metas de reducción de sus emisiones de gases invernadero que nunca han cumplido–, porque hacerlo afectaría su PIB, además de que no es obligatorio ni existen sanciones por su incumplimiento.
La presión del cambio tiene que venir de todos los ámbitos sociales. El Papa Francisco emitió una carta encíclica “Laudato si’: Sobre el cuidado de la casa común” el 24 de mayo de 2015, en la que pide “cambiar el modelo de desarrollo global”. ¿En qué sentido? Hacer que “la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana”.
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