Unión Soviética

Stalin, un DeeJay poco común y el culto a la personalidad

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El único integrante del Trío Calavera (Hitler, Stalin y Mussolini) que no le dio por la artisteada fue a Stalin. Por supuesto fue un gran artista en el arte de exterminar gente, pero a diferencia de sus megalómanos compadres, quienes en algún momento de su historia trataron dedicar su vida al arte –Hitler a la pintura y Mussolini a la actuación y la literatura (llegó a publicar una novela ¡malísima!)–, Stalin no pretendió ser un artista per sé, si bien mostró “sensibilidad” para el cine, para plantar rosales y limoneros (de los que estaba orgulloso hasta las lágrimas), para jugar luchitas con los niños en su casa de campo, y sobre todo para cantar con buen pulmón canciones campesinas de la vieja Georgia, su tierra natal, himnos religiosos (no se olvide que de niño fue un aplicado monaguillo) y arias de sus óperas favoritas que sabía de memoria.

Ekaterina Voroshilova, entonces esposa del comisario de Defensa, Klim Voroshilov y en sus ratos libres amante de Stalin, apuntó en su diario:

(Stalin) tenía una buena voz de tenor, rara y dulce, además de una gran entonación (…) Hubiera podido ser un excelente cantante profesional.

Sólo eso faltaba, que además de aniquilar y matar de hambre a un aproximado de cincuenta millones de sus compatriotas durante su mandato (1924-1953), lo hiciera cantando arias de Rigoletto.

Iosif Stalin
Iósif Stalin (Fotografía: La Jungla Social).

Y mientras millones de rusos comían perros, caballos, corteza de árbol o eran refundidos en la estepa siberiana en la nada amigables mazmorras de la policía secreta, el jefe de hierro celebraba sus famosas pachangas en su dacha (casa de campo), en Sochi, al sur del país, donde personalmente se encargaba de ser el DeeJay (DJ)de la fiesta:

“Cambiaba constantemente de discos y entretenía a los invitados. Le gustaban las canciones divertidas”, apunta Voroshilova. Así, conforme pasaba la noche, el Jefe de jefes ordenaba a los contertulios a bailar, quisieran o no, hasta el amanecer: “La música es una cosa estupenda, convierte a las bestias en hombres”, comentó en alguna ocasión Stalin al presidente Truman (¡vaya que sí!).

Nadezhda Alilúyeva (esposa de Stalin), Iósif Stalin, K. Voroshilov y su esposa Ekaterina Voroshilova
Nadezhda Alilúyeva (esposa de Stalin), Iósif Stalin, K. Voroshilov y su esposa Ekaterina Voroshilova (1932).

Curiosamente tanto el gramófono como los discos que usaba en sus soirée eran de la competencia, o sea norteamericanos. Por lo mismo se tenían que utilizar en un ambiente de privacidad, más cuando los géneros musicales favoritos del momento, tanto en Estados Unidos como en Europa, pertenecían al ámbito del jazz, un género que en el escritor y político Máximo Gorki dijo en un gran mitin, en 1928, que conducía al homosexualismo.

Sin embargo, dentro del recio aparato comunista, en el fondo y en lo privado, lo que más gustaba a los camaradas de alto rango que podían tener acceso privilegiado a la música foránea, era el foxtrot, el swing y el boogie-woogie a todo trapo. Cosa de imaginar a DJ Mostachón echando chancla al compás de un vivaracho charleston.

Los integrantes del Trío Calavera tuvieron una gran debilidad por el cine. Hitler veía una película diaria después de cenar, inclusive en lo más peliagudo de la guerra. Mussolini no sólo le fascinaba el séptimo arte, también tuvo su oportunidad de oro al actuar en una película de Hollywood, The Eternal City (1923). El filme duraba veintiocho minutos y trataba de promover el fascismo en América. En él, el italiano chaparrito cuerpo de aceituna salía de galán, su sueño dorado. Un año antes de que se filmara, Benito Mussolini (su padre lo llamó así en honor a Benito Juárez) hizo su emblemática y famosa entrada multitudinaria en Roma, apoyado por los camisas negras que lo llevarían al poder.

trio calavera
De izquierda a derecha: Iósif Stalin, Adolf Hitler y Benito Amilcare Andrea Mussolini.

Los integrantes del trío invirtieron grandes cantidades de tiempo y dinero en el cine, no sólo para su solaz divertimento, sino para usarlo como divulgación ideológica: si el medio es el mensaje, entonces las salas de cine eran las “nuevas catedrales” y en ellas el pueblo se tenía que alimentar por medio de la imagen del líder máximo, que adoctrina y dirige a sus feligreses.

Para entonces Rusia ya tenía tablas en el mundo la cinematografía. Ellos formaron la primera escuela de cine en el mundo. A su vez fueron los soviéticos los primeros en convertir las películas en un arma política de largo alcance. El cine –decía Stalin–, “representa, en manos del poder soviético, una fuerza inmensa e inestimable. Poseyendo medios excepcionales de acción ideológica sobre las masas, ayuda a la clase obrera y a su partido a…”, bla, bla, bla…

Por supuesto Stalin se convirtió en el DeeJay supremo de la cinematografía rusa: quitaba y ponía la película que le daba la gana y sólo se exhibían las que él decía. Nombraba o corría a productores, directores y actores a capricho, metía sus narizotas en las ediciones de los filmes, corregía los libretos y supervisaba personalmente el proceso hasta el final.

censura Stalin quita a Trostsky de pelicula Octubre
El ilustrador Petre Nikolaievitch Staronosov hizo una reinterpretación a pedido de Stalin eliminando de la escena a Trotsky y Kámenev y haciendo hablar a Lenin en el estrado. Esta ilustración se utilizó para un álbum titulado “La vida de Lenin” (fuente: educomunicacion.es).

Por supuesto no había película que no estuviera tachada por algo ajeno a sus “ideología”. Llevó a tal grado su censura que llegó a cambiar la historia de toda una película ya filmada. Esto no sólo costaba cientos de horas de trabajo artesanal, sino enormes sumas de rublos –a veces más de lo que había costado filmarla–, como sucedió con la película Octubre (1927), de Sergei Eisenstein: para no tirarla a la basura, pues contenía propaganda poderosa, mandó a borrar cuadro por cuadro a todos los dirigentes del partido que para él eran enemigos del pueblo, una tarea titánica de photoshop sin que existiera éste. Así, por arte de magia, el enemigo Trotsky desapareció de la película.

Serguéi Eisenstein
Serguéi Eisenstein (1898-1948), director de cine y teatro soviético de origen judío. Stalin censuró la película de Eisenstein, “Octubre”, que se iba a estrenar el 7 de noviembre de 1927, y se retrasó en su estreno hasta 1928. Eisenstein tuvo que volver a editar la película para eliminar toda referencia a León Trotsky (fuente: educomunicacion.es).

Por supuesto en todas las películas producidas por el trío, los personajes principales tenían a fuerza que parecerse a estos ególatras. Así vemos a Hitler apareciendo como Otto Bismarck, en Bismarck (1940), o a Mussolini como Scipione el Africano (1937), en la película homónima. Pero Stalin exageró, pues sólo un actor podía encarnarlo en todas las películas: Mikheil Gelovani. Durante quince años este pobre histrión no pudo tener ningún otro papel ni trabajo que no fuera el de Papá Josef, so pena de amanecer adentro de una lata de película de 35mm enchapopotado. Obviamente fue galardonado con los más grandes premios del comité y el pueblo, pero a la muerte del georgiano su carrera prácticamente se terminó. Más tarde, cuando Nikita Kruschev denunció los crímenes de Stalin, Gelovani cayó en desgracia y sus escenas también fueron borradas una por una.

Mikheil Gelovani stalin
Mikheil Gelovani, actor georgiano-soviético, conocido por sus representaciones de Joseph Stalin en el cine.

Así fue como los novedosos medios de comunicación, el cine y el radio, no sólo se convirtieron en una herramienta para despabilar el culto a la personalidad, sino que con ellos, especialmente durante la dictadura comunista, se endiosaron a los jefazos, como sucedió con DJ Bigote.

El culto a la personalidad es cosa seria y el de Stalin llegó a niveles nefastos, pues para cuando millones de personas te alaban todos los días, te llaman oficialmente Padre de los Pueblos y celebran tu cumpleaños estallando una bomba atómica en el desierto de Kazajstán, las cosas pueden estar un poco lejos de la realidad.

El culto a la persona de Stalin –o más bien al personaje de Stalin– comenzó a finales de los años veinte, cuando en todas las ciudades del país comenzaron a aparecer, de un día para otro, enormes estatuas de él. Poco a poco lo fueron llamando “Titán de nuestros tiempos”, “Gran arquitecto de la felicidad humana”, “Brillante genio de la humanidad” y hasta “El mejor amigo de las vacas y las reses”, como se lo dijo uno de sus altos dirigentes, Anastas Mikoyán. En 1948 el mismo dictador mandó a escribirse una biografía de la que literalmente se imprimieron millones de copias. En ella aparecía como “un sabio infalible, como el más grande dirigente y el más sublime estratega de todos los tiempos y de todos los países”.

Mikoyan, Joseph Stalin and Sergo Ordzhonikidze-1925
El trío caucásico (de izquierda a derecha): Anastas Mikoyan, Joseph Stalin y Sergo Ordzhonikidze (1925).

Si no se está preparado, el exceso de poder intoxica. Los enterados llaman a esto Síndrome de Hybris. El nombre significa “desmesura” y era usado por lo griegos para referirse al héroe ensoberbecido a causa de sus constantes victorias, con las que comienza a creerse y a comportarse como un dios, perdiendo el suelo totalmente.

Este síndrome lo padecen personas que tiene complejo de inferioridad, formación cultural pobre y necesidad de afecto. Padecen un ego desmedido, son adictas al poder, excéntricos con desplantes narcisistas que desprecian las opiniones de los demás y creen tener siempre la razón. Son lo típicos abusadores que llegan a ser crueles con los que, a su parecer, están por debajo de ellos.

Hall de Tchaikovsky, coro ucraniano cantando canciones tradicionales ante un cuadro de Stalin
Hall de Tchaikovsky, coro ucraniano cantando canciones tradicionales ante un cuadro de Stalin en 1947.

Por supuesto Stalin tiene palomita en todo lo arriba mencionado, pero hoy en día seguimos padeciendo uno que otro mequetrefe Hybris, ya sea en la figura de un político, empresario, militar, deportista, actor o youtubero de pacotilla. Pero gracias a los dioses hay dos buenos remedios para este tipo de síndrome: uno es caerle todos a cachetadas y soplamocos al narcisete mamarracho y el otro, más certero, quitarle el poder. Listo.


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En el México Insurgente

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Para quienes somos hijos de un mundo en donde a los héroes se les mira con un dejo burlón y se quiere reprimir más que imitar a los diferentes, la biografía de John Silas Reed puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad en donde las imágenes se persiguen unas a otras hasta marearnos.

Jack, como le llamaban sus amigos, murió hace cien años, 72 horas antes de cumplir 33, al otro lado del mundo, honrado por las banderas de una nación que no era la suya. Fue testigo de dos de las primeras revoluciones del siglo y su obra explicó a la humanidad los significados más profundos de esos eventos. La Revolución mexicana y la Revolución de Octubre en mucho se explicaron en el mundo gracias a las páginas de ese gringo desgarbado.

A una edad en la que la mayoría de los hombres apenas comienza a pulsar el posible rumbo de su vida, John ya era una leyenda. Y cuando su agitada existencia expiró en un hospital moscovita y la noticia recorrió el mundo, en su patria hubo tantas muestras de alivio como de dolor.

No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Tal vez Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años, y un consumado escritor y activista político a los 32 –se dice que Kipling admitió que los artículos de Reed lo hicieron “ver” a México– también consumó la hazaña de morir a tiempo.

John Silas Reed
Fotografía: Wikimedia.

La tarde del sábado 23 de octubre de 1920 en la gran Plaza Roja moscovita las banderas ondeaban en la bruma cuando la enorme procesión hizo su arribo procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre. El retumbar de las botas sobre las lozas dio un toque de nostalgia a la ceremonia. Testigos mudos eran la muralla, las 19 torres y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación.

John Reed había muerto de tifoidea unos días antes, y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con los honores debidos a un héroe del proletariado.

Cuando el féretro fue depositado en el muro del Kremlin bajo una manta roja en la que grandes caracteres dorados proclamaban “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio.

Jack nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregón, y fue bautizado en la iglesia Episcopal. Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos, una mansión señorial con un enorme parque en donde había una terraza rodeada en tres lados por higueras con luces de gas ocultas en la corteza. “En el verano se colocaba un toldo y la gente bailaba a la luz que parecía salir de entre los árboles”, recordaba Reed en su ensayo autobiográfico Casi treinta años.

Aunque la madre de Reed se veía a sí misma como una “rebelde” y fue de las primeras mujeres que fumaron en público, despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Años después, siendo una viuda pobre, llegó al extremo de rechazar dinero de Jack porque no quería ser mantenida por un hijo prosoviético.

Durante sus años de estudiante Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre, aunque ello le hiciera sentir culpable. Concluidos sus estudios viajo a Europa y de regreso, a los 23 años, encontró trabajo en la revista neoyorquina America y en otras publicaciones. John Reed, periodista y escritor, estaba a punto de dejar su huella en el mundo.

John Reed
Fotografía: Semanario Voz.

Cuando Jack cruzó la frontera de Texas a Chihuahua, una tarde a finales de 1913 y trepó al tejado de la oficina de correos de Presidio para dar su primer vistazo a México, ya llevaba la doble fama de periodista y luchador social.

Su trabajo en la revista radical The Masses, sus actividades en los círculos socialistas y bohemios, su personalidad explosiva e impredecible y sus reportajes sobre la gran huelga de Patterson, Nueva Jersey –donde pudo disfrutar de la hospitalidad de la prisión local– le habían dado una fuerte reputación a los 26 años.

Fue comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la Revolución mexicana, en particular las andanzas de Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera estadounidense lo habían convertido en noticia de primera plana.

Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, no sólo escribió artículos sobre México que dieron a lectores y gobierno de su país elementos que matizaron la percepción sobre el conflicto en México. Sus narraciones sobre Francisco Villa, a quien trató y admiró profundamente, elevaron la figura del revolucionario de bandido a héroe ante la opinión pública al norte de la frontera. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas.

John se insertó en las vidas de los hombres y mujeres revolucionarios para ver el conflicto desde su punto de vista. Tomó partido por los hombres para poder experimentar por sí mismo la promesa del nuevo amanecer que la sangrienta guerra traería a México: una nación libre en donde no habría clases marginadas, ejército opresor, dictadores o iglesia al servicio de los poderosos.

pancho villa
Fotografía: Texas Public Radio.

En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippmann escribió:

El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista… Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo.
Reed quería a los mexicanos que conoció tal como ellos eran. Bebía con ellos, marchaba y arriesgaba la vida a su lado… No era demasiado presumido, o demasiado cauto o demasiado perezoso. Los mexicanos eran para él seres de carne y hueso… No los juzgaba. Se identificó con la lucha y lo que vio fue gradualmente mezclándose con sus esperanzas. Y siempre que sus simpatías coincidían con los hechos, Reed era estupendo.

En las páginas de México Insurgente el libro que recogió sus artículos mexicanos– el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro un escenario admirable. Esta pugna profunda se complementa con el mensaje de Reed, en ocasiones directo y en otras entre líneas. He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre hombres andrajosos, iletrados, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto más que una ideología les decía que las armas eran el único medio posible de transformar la situación en que unos pocos vivían explotando a los más.

No es una exageración decir que el John Reed que regresó a Estados Unidos en abril de 1914 no era ya el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México Reed perfeccionó las herramientas para su gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, un relato que el propio Vladimir Ilych Ulyanov, “Lenin”, prologó al considerarlo uno de los mejores sobre la Revolución de Octubre, con la esperanza de que fuera leído por los trabajadores del mundo.

Juego de ojos.

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Cine de Georgia, pequeñas grandes historias de mujeres

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Situado en el límite entre Europa Oriental y Asia Occidental, Georgia es un país de contrastes. Es la tierra natal de Stalin y, sin embargo, siempre se ha relacionado menos con él que con el vino, el canto y la Historia Antigua. La sociedad en general se rige aún a la fecha por un estricto régimen patriarcal y considera al feminismo como algo que va en contra de sus costumbres. Sin embargo, al mismo tiempo la presencia femenina tiene cabida, no sólo en el ámbito de la creación artística sino incluso en política. Como muestra baste decir que desde el 2018 la presidenta de la República es la franco-georgiana Salomé Zourabichvili.

Por otro lado, nacido en época soviética y por lo tanto ligado a ella, el cine de Georgia creció con la mirada dirigida hacia el Occidente. Más que eso, desde entonces supo trascender los límites de la cortina de hierro; tanto, que en festivales europeos las cintas aparecían en una lista aparte. Nada menos, Federico Fellini opinó que “la película georgiana es un fenómeno extraño– especial, filosóficamente ligero, sofisticado y, al mismo tiempo, infantilmente puro e inocente. Tiene todo para hacerme llorar, cosa que no es fácil”.*

Los cineastas georgianos de hoy pueden o no seguir la tradición soviética de revisar fenómenos políticos e históricos, pero la característica que los distingue y une a todos, sean hombres o mujeres, es que hacen pensar al espectador. En cuanto a las mujeres, la participación viene también del origen: data de 1920, cuando Nutsa Gogoberidze se convirtió en directora a los 25 años de edad. Artistas ambos de tiempos de la Unión Soviética, Nutsa fue cercana a figuras de la talla de Sergei Eisenstein (El acorazado Potemkin, 1925). Pero su contribución más significativa al mundo del cine fue la influencia que su ejemplo ejerció tanto en su hija Lana como en su nieta Salomé, las dos directoras con reconocimiento en Europa. Y es que especialmente en las últimas décadas una nueva generación femenina de georgianas está brillando en la escena internacional, con películas que sin duda corresponden a la descripción de Fellini. En muchos casos, los temas giran en torno a la evolución del rol de la mujer en la sociedad.

cine de georgia
Nutsa Gogoberidze, directora pionera del cine georgiano (Fotografía: Pinterest).

 Un bello ejemplo de lo anterior es My happy family (título original: Chemi bednieri ojakhi, 2017), escrita por Nana Ekvtimishvili y dirigida por ella misma en colaboración con su esposo Simon Gross. La película se presentó en los festivales Sundance y Berlín; en Sofía, Bulgaria, ganó el Premio a la Mejor Dirección. Y por primera vez para una cinta de ese país, fue comprada por Netflix.

Ekvtimishvili escribió la historia para la apertura del Festival de Cine Georgiano en Londres, inspirada en las vidas de su hermana y su madre. Su heroína es Manana, una profesora de 52 años (la Shugliashvili) que vive con sus padres, esposo, hijos adultos y yerno en un apartamento en Tbilisi, algo normal en el país, cuenta en entrevista la directora. El hijo de la protagonista parece auténticamente sorprendido cuando le pregunta por qué desea irse del hogar familiar, mientras a manera de fondo sonoro se escucha el discurso de un sacerdote ortodoxo: “Feliz es la familia que tiene una madre pacífica que se sacrifica y cría a sus hijos”.

Ya en 2013 el dúo Ekvtimishvili-Gros había hecho un brillante debut internacional con In Bloom, que en el festival de Berlín ganó el premio de la Confederación del Cine de Arte, además de haber sido seleccionada para competir por Mejor Película en Lengua Extranjera en los premios Oscar. Ekvtimishvili se basó en sus propias memorias para retratar una sociedad machista y violenta en la que no era raro que los jóvenes llevaran pistola. Centrada en la amistad entre dos chicas adolescentes, respondió probablemente a una necesidad de contar su historia en un intento por digerir la dolorosa experiencia de los años 90 tras la independencia de la Unión Soviética.

My happy family podría, en cambio, describirse muy simplemente como un drama doméstico. Casi géneros en sí mismos, la familia y/o la mujer incomprendida siguen en general el mismo código narrativo, pero en el caso de Ekvtimishvili dicha narración avanza con rara sutileza en torno al misterio de los porqués de Manana: guiado con gran sensibilidad, el espectador descubre poco a poco que, en apariencia infundado, el malestar de la protagonista es algo que lo sobrepasa. Por otra parte, las adversidades que enfrenta Manana dejan al descubierto la problemática de sus victimarios, los diferentes miembros de una sociedad de la que a su vez son víctimas y cuyo funcionamiento aprendemos a través de sus reacciones. Pero existe por suerte la promesa de la nueva generación, en este caso, una joven alumna de Manana que, sin saberlo, con sólo abrir la ventana de su mirada fresca, impulsa a la maestra madura a asumirse por primera vez como un adulto independiente. 

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Fotograma de la película “My Happy Family”, dirigida por Nana Ekvtimishvili y Simon Gross (2017).

En My happy family la cámara del rumano Vladimir Panduru (Baccalauréat de Cristian Mungiu, Premio Dirección Cinematográfica, Cannes 2016) fabrica los mejores planos imaginables de una convivencia en familia abrumadora. Encuadres cerrados persiguen todo detalle expresivo en el rostro de la protagonista, a la vez que captan como de reojo en segundos planos un caos de conversaciones y movimiento dentro del área sobrepoblada. El contraste con la paz y el silencio de las escenas que se desarrollan en un espacio alternativo hace que, junto con la protagonista, el espectador viva la soledad como una experiencia poética.

Más común que trágico, el guion de la película presenta una vuelta de tuerca que si, para algunos, puede no resultar sorpresiva sin duda es sobrecogedora, en particular debido al ritmo pausado con el que la protagonista asimila la noticia. De hecho, la primera consecuencia del shock que sufre es la manera tan sentida con la que canta en cierto momento. Pero en cuestión musical la joya de la película son los cantos polifónicos que interpreta un grupo de hombres acompañado del instrumento de cuerdas típico; no está por demás decir que los cantos georgianos como los de la película han sido declarados por la UNESCO obras maestras del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Por desgracia los nombres georgianos son difíciles de retener, pero sin duda el esfuerzo vale la pena en el caso de Nana Ekvtimishvili, que de cualquier forma seguiremos escuchando seguramente en la escena del cine internacional.  


Notas:
* “Georgian film is a strange phenomenon–special, philosophically light, sophisticated and, at the same time, childishly pure and innocent. There is everything that can make me cry and I ought to say that it (my crying) is not an easy thing” (citado en Poetry in Motion Picture, by Georgia, Santosh Mehta, 2001).


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