Vitruvio

Caracol, euritmia y el lenguaje arquitectónico

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¿Qué tienen en común al caracol mesoamericano, la arquitectura y el diseño de muebles de un mexicano?

Todo mundo ha escuchado el sonido del mar en un caracol. En él se guarda el sonido del tiempo: se atrapa, en su rumor de fondo marino, la huella de su origen tanto como en sus curvas de espiral se dibuja la forma del vórtice de las olas que chocan con la arena. Su forma es tan perfecta que los pueblos mesoamericanos, geómetras (geo-tierra; metron-medida),  asemejan el glifo de la palabra al de una vírgula que como caracol vibra y suena; en ese glifo sagrado se unen la consonante y la vocal, el ritmo y el silencio, el tiempo y el espacio. El aliento del hombre es la palabra, su flujo constante: la tradición; el sonido del caracol es un latido sordo y continuo como el de un cordón umbilical bombeando sangre, su flujo es la vida, el agua. Es un retorno al origen. El hogar del hombre sucede al reordenar el espacio y trascender en el tiempo. El caracol atrapa el aliento, descifra con perfección matemática la distribución del espacio y captura al tiempo: nos retorna al origen uterino y materno. Nos refleja un flujo divino.

Tecciztecatl o tecuciztécatl es el dios azteca asociado al caracol. Su etimología significa: “el morador de la Luna”. La asociación entre la Luna y el caracol me cautiva, sin ser especialista, por muchas coincidencias: la marea y la Luna siempre han estado asociadas. La Luna en Mesoamérica se asocia al mundo femenino y los ciclos menstruales también se asocian al astro. El astro de la transformación y el cambio: ciclo lunar.

Las trayectorias de los astros en el mundo mesoamericano tejen la urdimbre de un tiempo complejo en el que el Sol, la Luna y Venus entrelazan sus ciclos y dan forma al tiempo con unidades de medida distintas. Una complejidad que sólo se devela a través de la observación y el entendimiento de la naturaleza y de un tiempo cultural no lineal. El mundo mesoamericano es un cuidadoso engranaje matemático. Dos cuentas se combinan y forman complejas mezclas. El xihuitl en náhuatl o haab en maya, calculaba la trayectoria solar: era el calendario. En él, dieciocho meses de veinte días y cinco días sobrantes contabilizaban los 365 días en que la Tierra le da la vuelta al Sol.

La otra cuenta, sin clara asociación natural, que aunque podría describir la trayectoria de Venus, no existe acuerdo entre académicos, se lo ve como una cuenta del destino o cuenta de los días y consiste en 260 días divididos en trece veintenas, cada trecena y veintena asociadas a símbolos específicos, de tal manera que la combinación obedecía a los artes de la adivinación: el que nacía en un día tenía ciertas cualidades. Se llama Tzolkin en maya o Tonalpohualli en náhuatl. Esta cuenta, nos dice el arqueoastrónomo Stanislaw Iwaniszewski, se da de la combinación de número y signo iguales y vuelve a repetirse 260 días más tarde. Cuando termina un ciclo, empieza el otro y de este modo paulatinamente se sigue el flujo del tiempo infinito. Cada 52 años la combinación de la cuenta de los días con el calendario solar generaba un ciclo completo: el fuego nuevo.  Un invento único en el mundo: el arte adivinatorio mesoamericano se unía a los ciclos de la naturaleza. Los astrónomos mesoamericanos: maestros de la proporción hacían del tiempo un ciclo equidistante. La articulación del tiempo natural con la vida cosmológica es la síntesis del tiempo.

Tiempo y numerología en Mesoamérica
Tomado de “El tiempo y la numerología en Mesoamérica”, Stanislaw Iwaniszewski.

Ciclo: caracol, elipse; movimiento, ritmo, sucesión; equidistancia, espacio, simetría: el juego del tiempo. Todas en una palabra: proporción. Bello ritmo. La piedra del Sol se representa en una forma circular porque el tiempo no puede ser detenido en una línea. La perfección matemática del calendario azteca puede ser resumida por la proporción.  La simetría de las ofrendas mesoamericanas, el respeto por la espacialidad y su iconografía son las descripciones de un orden natural que crece de manera proporcional. El lenguaje del tiempo mesoamericano no sólo es simétrico, es eurítmico. Se organiza a partir de un centro. Se parece más a los helicoides que dibujan la edad de los árboles que al tiempo lineal. Su armonía de líneas, colores y formas, y sus patrones de repetición explican a la perfección lo que el sabio romano Vitruvio intentó explicar –más de un milenio después de cuando los mesoamericanos integraron ese complejo sistema, pero al otro lado del Atlántico– que la arquitectura era la conjunción de edificatio (construcción de edificios), gnomónica (el estudio del movimiento de los astros) y machinatio (el estudio de la construcción de máquinas). Si hubiera visto la piedra del Sol, seguramente se hubiese dado cuenta de que cumplía con todas ellas y de haber viajado al futuro unos trece siglos después de su muerte en el año 15 a.C., para gozar la vista que Cortés tuvo de la gran Tenochtitlán, con seguridad, habría otro tratado de la arquitectura.

La piedra del Sol
“La piedra del Sol” (Tomado de Wikipedia).

Pero la obsesión geométrica del sabio romano no fue, en absoluto,  un acto teórico. Su tratado da cuenta de la práctica: la transformación del espacio y de los objetos, de la construcción. Estudia cómo se interrelacionan la técnica, la mecánica y la estética. En su mundo la separación entre ingeniería y arquitectura no sucedía. Por eso explica tanto las máquinas como su estética. La segunda no era decoración sino producto de su función. La función y la forma partían de una simbiosis que la modernidad separó como al cuerpo y al alma. El mundo clásico, que inspiraba al arquitecto, es un análisis profundo de la geometría. Geometría-belleza-función; alma-cuerpo; razón-sentimiento.

Otro seguidor de Vitruvio fue el pintor renacentista Alberto Durero. Su obra, oda a la proporción y al simbolismo, es una exploración de la geometría en la naturaleza. Como Fibonacci, el pintor germano buscó develar la matemática de las cosas. Tal vez, su obsesión, más que en otros de sus contemporáneos, fue develar un lenguaje: el de la belleza natural. La meticulosa observación desvelaba las proporciones. Un decodificador y un matemático atrapado en las manos de un pintor superdotado, quien a los trece años mostraría sus dotes al hacer un autoretrato con una técnica compleja para un docto artesano. Durero al igual que algunos contemporáneos como Leonardo Da Vinci, se preocupan por la relación de la forma con la matemática, sólo porque ésta es la llave para acceder al lenguaje de la naturaleza. Algo, sin embargo, que el mundo moderno traerá, es la dislocación entre forma y función. La estética como decoración será la ganadora en un mundo en el que lo superficial ganará a la esencia y al fundamento.

El estudioso de la arquitectura Bernard Cache, en una conferencia en Suecia y en un artículo ¿Después del diseño paramétrico?, explica cómo esa unión entre forma y función, esa función utilitaria en donde diseño y construcción no se separan, tiene raíces profundas asociadas al entendimiento de la mecánica natural. La maquinación y el diseño, la matemática como cálculo que da sustento a la forma, precede por mucho al invento de la computadora. Bernard da cuenta de cómo en la obra vitruviana, en el libro décimo, se hilvanan los argumentos del arquitecto romano a través de sus diez libros, y aclara que la voz de Vitruvio es la amalgama temporal del conocimiento arquitectónico del Mediterráneo, no es su voz la que habla sino la voz de siglos de conocimiento y tradición. La base de esa tradición es entender que la forma se deduce a partir del cálculo de las funciones de un edificio. Para ello explica cómo un edificio, como la Torre de los Vientos, es en sí una síntesis de cómo el cálculo de la forma octogonal del edificio y sus dimensiones se debe al parámetro utilizado para su uso. Es ese parámetro el que da la base del diseño paramétrico, que en la actualidad parecería de forma errónea derivarse de las computadoras. La revelación del teórico francés brinda las bases para comprender los fundamentos de los parámetros en los cálculos de los constructores clásicos y de éstos a los principios algorítmicos.  La Torre de los Vientos sería una máquina para calcular el tiempo, un mecanismo en donde la piedra es una cáscara de una compleja red de engranajes de madera que funcionaban para producir información sobre el tiempo y el espacio.

torre de los vientos
torre de los vientos
Torre de los vientos (Fuente: National Geographic, https://historia.nationalgeographic.com.es/a/torre-vientos-atenas-abre-publico-por-primera-vez-varias-decadas_10612).

En alguna ocasión visité un taller de muebles de madera en Guadalajara. Una obra monumental resguardaba el cuarto de armado. Las vetas del nogal destacaban entre decenas de ventanas y nichos que casi semejaban un retablo de una iglesia: era un mueble que cualquier arqueólogo lo hubiera clasificado como de uso ritual. Le pregunté al artesano qué era: “una cava que resguardará vinos”. Metido en sus cálculos desvelaba una función: los espejos en cada nicho deberían ayudar al usuario a ver las etiquetas estando parado frente al mueble, la madera abrazaría a un refrigerador. Todo ese complejo mecanismo era calculado y diseñado en un programa paramétrico. La geometría, el peso del vino y el mueble estaban relacionadas. La estética del mueble se derivaba de su función.

El maestro de ese taller, Rodrigo Loaiza, es un alumno de Bernard.  Él ha importado la reflexión y la práctica de la euritmia y la proporción a la creación arquitectónica. Su proceso de creación tiene raíces profundas: un análisis de los principios geométricos y de la obra de esos autores clásicos. Seguidor de Gottfried Semper (1803-1879), Loaiza explora la madera porque el arquitecto alemán funda las bases de la arquitectura en la construcción en dicho material. La simpleza de las obras de Rodrigo seduce a la vista porque en ellas se cumplen las reglas que hace dos mil años Vitruvio estableciera. Su obsesión por la perfección y las proporciones elevan un banco o una mesa a un arte de simplicidad casi renacentista. Su visión más que su propia trascendencia es la de llevar esos principios a la producción de objetos y a la transformación del paisaje arquitectónico. Ahí más que a los autores renacentistas, se parece a los medievales o pre-medievales: prefiere esconder su nombre y trabajar en talleres, formar equipos, hacer tareas. Supermorphe, su marca, son obras conjuntas de artesanos. En equipo diseñan con los principios de la euritmia y suman tecnología y modelos de manufactura computacional que dan precisión nanométrica. La exactitud y la artesanalidad de un relojero suizo son llevadas a las articulaciones de cuerpos de madera que parecen cobrar vida.

mueble renacentista de madera
Bargueño, Supermorphe.

Rodrigo respeta el principio que Durero siguió, según el cual, la belleza no está en el ojo del observador sino en un lenguaje que las cosas tienen. Belleza: principio de la naturaleza. La primera vez que se lo escuché pensé que hablaba con alguien detenido en el tiempo. Después de todo, parecería una verdad a ciegas que gran parte de la antropología defiende: la belleza es relativa a la cultura y sus valores. Pero después de entender su obra y hablar con muchos de sus clientes –quienes no han estado expuestos a propaganda alguna sino a una sola voz: los muebles; y de escuchar de forma repetida la frase “es un clásico pero moderno”, “son piezas atemporales”–, comprendí que no es que esté atrapado en el tiempo sino que son él y su obra quienes atrapan al tiempo. La arquitectura de Supermorphe, parafraseando a Paz sobre la poesía, es como el caracol: en sus espirales está grabada la música del tiempo. La geometría vence al tiempo y a sus accidentes; el tiempo y sus accidentes, a su vez, se resuelven en música y poema. Poética: entusiasmo y geometría. Supermorphe es una poesía del objeto; poesía de la proporción y la forma: geometría.

mueble de Supermorphe, Rodrigo Loaiza
Bargueño, Supermorphe.