De almas deformes

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Tenía una cara rarísima. Cachetes voluminosos, estructura maxilar anormal, redondez de cara fuera de lo habitual, ubicación de rasgos excéntrica. ¿Algún tipo de hidrocefalia? Quizá no para tanto. Y claro: un gran complejo de fealdad.

Hoy hubieran dicho que era víctima de un trastorno psicológico (sicológico, se puede escribir, en economía de letras y tinta, aunque en mi anacronismo congénito – yo también tengo padecimientos neurológicos – prefiero utilizar la ortografía arcaica). Hubieran dicho, si viviera y se presentara ante un estudioso de los males de la cabeza, que tenía un grave caso de dismorfofobia. Y si tuviera problemas con el pincel, todo lo contrario a la realidad, se tomaría selfies del lado izquierdo y luego del derecho, hasta lograr (nunca) una imagen menos grave que la que arrojaba el espejo en las mañanas. Y después, víctima paradigmática del trastorno dismórfico corporal, se hubiera dado un tiro certero entre ceja y ceja (al cabo tenía ahí mucho espacio abierto) para terminar de distorsionar una imagen nunca agradable a la vista, siempre reproducida con lujo de defectos, siempre atormentada, siempre consciente de su desgracia, nunca redimible.

Francis Bacon. Autorretrato (1971)
Francis Bacon. Autorretrato (1971)

No le tocó vivir en una época mierda de un mundo en el que todos nos retratamos, donde compartimos nuestra fealdad de rasgos con los otros, que no quieren ver nuestra monstruosidad, sino que quieren escapar de la propia arrojándonos en las getas sus imágenes grotescas. El bombardeo espectacular de imágenes captadas en todos los momentos, con la ayuda de aparatejos que pueden manipular hasta los niños. Desde que tomamos consciencia de nuestra presencia en el mundo, hacemos lo posible por afirmarnos en un pedazo de tierra. “Sí estoy aquí. Mírame. Existo.” Y nos disparamos en la cara proyectiles que luego lanzamos al prójimo, a quien por regla le importa tres cominos que existamos o dejemos de vivir.

Él, con pinceles, con pinturas de aceite de colores que se difuminan en relaciones promiscuas, de movimientos que no se tranquilizan, de remolinos que no dejan de girar, no proyectaba para ofender. Lo hacía para rescatarse. El ejercicio sicológico llevado a la acción pictórica de un avezado, de fealdad paramétrica, que quería quitarse de encima un suplicio infligido desde el principio por los seres que debían de ser queridos suyos. El rechazo del padre, de la madre, del núcleo social, del medio político, de los allegados que confirmaron no serlo; la marginación del raro. Del homosexual. Del que era horrendo por fuera y seguramente también albergaba abajo del esternón un alma igualmente deforme.

Francis Bacon. Autorretrato (1972)
Francis Bacon. Autorretrato (1972)

Habría bautizado este artículo, yo, como rostros de la distorsión. O “la rostridad distorsionada”, para sentirme muy filósofo de la teoría del arte. No soy filósofo de la teoría del arte. No soy filósofo de nada. No entiendo un carajo. Y se nota. Porque me confundo. Se me confunden las imágenes de un Bacon al óleo, en repetidos intentos de reproducción de una cara – ¿rostridad – rostritud – rostrimiento? – que al distorsionarse a un grado superlativo permita exorcizar la fealdad del realismo. El alma torturada expresada en remolinos angustiantes.

¿Quién lo ve como él se ve a sí mismo? ¿Es tan deforme como se contempla? ¿Su imagen es tan turbadora como él imagina? ¿Es para tanto? Depende de la mirada. Beauty is in the eye of the beholder. ¿Existe objetivamente la deformidad como concepto?

“Desconcierta a los observadores con sus inquietantes y monstruosas siluetas” dijo un crítico en Londres, en algún momento de los años cuarenta. No era él el que desconcertaba. Los observadores se desconcertaban solos. No les gusta ver lo que desafía a lo armónico. Les causa convulsiones. La deformidad de los autorretratos de Bacon no hicieron otra cosa que poner al espectador de frente con su propia, perturbadora, no asumida monstruosidad.

Nos llegan sus imágenes como a través de un espejo que todo lo deforma. “Ya no sólo seré yo el desgraciado de facciones que escaparon a los cánones grecolatinos”, parece espetarnos. “Ya verá también Su Santidad el Papa Inocencio X”. Y entonces evapora imágenes preaprendidas y difumina existencias que escapan, ya se ha dicho anteriormente, a través de sus propios orificios.

Francis Bacon. Tres estudios para un autorretrato (1973)
Francis Bacon. Tres estudios para un autorretrato (1973)

El arte de escapar a través de uno mismo, fue tema en el pasado. ¿Por qué vuelvo a escribir de Bacon? Porque me perturba. Me hace soñar pesadillas. Se empeña en despertarme a las tres de la mañana con tres minutos y treinta y tres segundos imaginados, volteando a ver un reloj de péndulo en una pared llena de sombras de árboles que no se mueven bajo el viento que espanta a los gatos en el exterior, de jacarandas que han quedado pelonas con un aire pertinaz que no entra a través de las ventanas. Sudo como un atleta, pero en la inmovilidad del castigo de una yegua de la noche y un íncubo de orejas picudas que sonríe maléfico mientras me somete sentándose en mi espalda. Los estudios de Bacon vuelven a aparecer. Sus retratos destruidos están más presentes porque la destrucción no ha sido solamente material. Los autorretratos supervivientes han logrado destruir también las imágenes comprendidas por los ojos que piensan que ven lo mismo y que viven en el error de la certidumbre de que todas las imágenes del mundo se reproducen de igual forma en todas las retinas de todos los observadores. Y Bacon nos enseña que no es verdad. Y su dismorfofobia, tormento de todos los segundos de días y de noches, exorciza un agobio del que es imposible escapar, cuando un pincel deforma lo deformado para demostrar que la deformación no es un estado, sino un ímpetu que permite una evasión ilusoria.

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