¿Y dónde está el consuelo?

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“I’ve pitched everything I can against death to create something more hopeful; it is gone but not forgotten”

 

Damien Hirst

 

Un mamut de tres metros, cubierto de hoja de oro y encerrado en una vitrina, fue donado por Damian Hirst a beneficio de la amfAR (una fundación avocada a encontrar una cura contra el SIDA) y vendido en subasta, en el año de 2014, en once millones de euros.

 

La pieza forma parte de la serie “Historia Natural”, donde también encajan el famoso tiburón que se estaba pudriendo dentro de un tanque y la vaca bisecada con su becerro (bisecado también y puesto en una vitrina distinta – todos sabemos que a ese señor le gustan mucho las vitrinas y los tanques).  Hirst nos recordó que el mamut viene de una época que no podemos ni cercanamente entender (parece que estos animales se extinguieron hace alrededor de diez mil años); dijo que quería jugar con las ideas de leyenda, historia y ciencia, y que el esqueleto del mamut es una imagen tan poderosa de la muerte que quiso darle un vuelco rumbo al optimismo, con una buena decorada y el cariñoso nombre de “Gone but not forgotten”.

 

Damien Hirst. Gone But Not Forgotten

 

Efectivamente: la imagen del esqueleto dorado del mamut es una poderosa expresión (absoluta, dice Hirst) de la mortalidad.  Los seres nacen, viven muy a prisa– en un valle de lágrimas, agregan los entusiastas de la existencia – y cuando menos acuerdan ya se han muerto y su aburridísima historia se ha terminado.  A algunos los recuerdan sus contemporáneos.  A otros incluso las generaciones que los siguen.  Pero de la mayoría todo mundo se olvida.

 

Recuerdo con perseverancia (y en esta coyuntura viene particularmente al caso la memoria) aquel último día en que vi vivo a mi primo Andrés.  Esa tarde lo llevaría a internar al hospital y al día siguiente lo operarían.  “¿Te da miedo?”, le pregunté de repente, sin preámbulos ni cortesía.  Pero no me atreví a hacerle la pregunta completa.  Hubiera querido tener el valor para preguntarle “¿Te da miedo que las cosas salgan mal y te mueras?”.  Pero no importó porque de todos modos entendió todo.  “No me da miedo morirme”, me respondió, llenando la laguna de mi cobardía,  “me da miedo que me olviden.”

 

Y yo me quedé pensando en su agobio.  Una vez que te mueres, ¿qué diablos te importa que te olviden?

 

Es romántica la explicación de Hirst, quien afirma haber pretendido dar algo de esperanza decorando su mamut al punto tal que ya no significaba sólo muerte, sino que se había convertido “en otra cosa” (¿algo así como la victoria sobre la muerte?).  Pero el mamut ese de tres metros, por más llamativo que resulte, dorado él, dorada su caja, acomodado ahí en ese jardín del hotel Faena de Miami, no puede sino dar pie a que reflexionemos con pesimismo.  Porque el mamut ya se murió y su vida duró solamente unos instantes.  Tal vez ahora, por estar tan redorado, por haber costado tan caro y haber dado dinero para investigaciones que quizás algún día den con la cura contra el SIDA, nos acordemos de él: se ha ido pero no ha sido olvidado.  Pero al mamut le vale madres.  Ya se murió.  Y mi primo también.  Así que, por dorado que esté uno, con todo y colmillos de elefante prehistórico, ¿dónde está el redengado consuelo?

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