¡Estamos ciegos, sordos! Destapa tus ojos y oídos

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La intensidad de mi día a día me imposibilita a tener lapsos de ociosidad; de esos pequeños momentos de tiempo en los que me puedo considerar libre de compromisos laborales y personales. No recuerdo cuándo fue la última vez que pude tomarme una tarde para admirar el espectáculo del ocaso; es precisamente por esta situación que me sorprende cuánto puede aprender una persona en sus tiempos de ocio, y lo muy poco valorado que le había dado a estos huecos forzados. Lo comprendí la tarde del miércoles pasado durante una conversación muy poco común.

Eran las 5 de la tarde cuando entre en aquella cafetería del centro de la Ciudad de México, la cual me dejaría más que un sabor de amargo expreso. Me había llevado a tal lugar a encontrarme con Irving Blumenter para comentar sobre su solicitud y reclutarle a un miembro del Directorio en Gobernanza para su empresa. Fue curioso cómo al entrar a un lugar tan confortable, el sonido callejero pareció apaciguarse de golpe, transportándome a una atmósfera distinta, en la que el tiempo parece detenerse para dar pauta a un momento de intimidad.

Tomé asiento en una mesa del centro de la pequeña cafetería; al local no le cabrían más de 50 comensales; a su vez, debo admitir que jamás había tenido la oportunidad de entrar al establecimiento, me había impactado la armonía del lugar. Durante mi espera, llamé al joven mesero para que tomara mi orden. Se retiró a surtirlo, al tiempo que me telefoneaba Irving disculpándose por un retraso estimado de más de media hora. En ese momento pude observar a una joven madre acompañada de su hijo, un niño que no rebasaba los 7 años.

Existen momentos en los que de forma involuntaria clavamos la mirada en una persona o situación, un momento de inconsciencia, en el que cumples sólo un rol de observador y te quedas conectado. Miré detenidamente a una joven madre que alimentaba con muchos esfuerzos a su hijo. El niño se comportaba de forma torpe, derramaba sobre la mesa su bebida, parecía irritado y mantenía la mayoría del tiempo los ojos cerrados.

Platos rotos.
Foto: Diario Femenino.

Fue tras un arranque de ira del pequeño, el cual dejó algunos platos rotos, que salí de mi trance y decidí asistir a la mujer. Rápidamente corrí para levantar los pedazos de loza que yacían en el pasillo. Tras la llegada del personal de limpieza del establecimiento, me erguí y pude ver el rostro de la madre un tanto desconcertada. De inmediato sus ojos se enfocaron en el pequeño, lo que tuvo como consecuencia también que mi mirada se postrara en él.

Noté enseguida que el niño no me observaba. Era una mirada como perdida. En ese momento creía comprender lo que sucedió: el niño era posiblemente invidente. Tras el suceso decidí dar media vuelta y retirarme y mirar con preocupación a los ojos de su madre. De pronto, la mano fría de la joven madre tomó la mía, ella dijo: “¿Desea acompañarnos?”. Realmente no quería hacerlo del todo, no por descortesía. Cavilé un momento sobre la situación, la miré a los ojos nuevamente y descubrí soledad, tristeza. Tomé asiento.

Claudia, quien comenzó por presentarse, tenía una voz dulce; daba la impresión de que en cualquier momento soltaría alguna lágrima. Su aspecto físico no era para nada molesto, tenía ojos claros, una cabellera lacia prominente, su complexión era delgada de nariz afilada y busto modesto. Sinceramente, me pareció atractiva.

A su vez, Arturito, como lo llamaba su madre, era un joven de una curiosidad insaciable y desinhibido en su totalidad; debo sincerarme al afirmar que su trato era tan cálido que me sentía con un amigo de entrañable amistad.

La conversación fluía principalmente con Arturito, quien me pedía que le describiera hasta el más mínimo detalle de nuestro alrededor. Todo cambió cuando el niño posó sus frágiles dedos en mi rostro; la inmediata reacción fue de sorpresa; me quedé un momento asombrado y cedí con ternura. Todo cambió después.

Claudia ofreció disculpas por el suceso. La joven madre comenzó diciendo: “Disculpe el atrevimiento, suele ser un poco impertinente, su condición lo ha determinado, pero es sólo un niño”. Me incomodó el ver que una madre se disculpase por la inquietud natural de un hijo invidente. ¿Cuánta crueldad ha de vivir que hasta de ello tiene que apenarse?

Le rogué que no lo haga con nadie. No debe hacerlo. Se falta al respecto a sí misma y a su hijo.

Niño extiende mano.
Foto: Freepik.

Sorprendida, Claudia me pidió que me identificara por mi reacción muy poco común ante situaciones similares. Platicamos un rato de los dos.

La conversación fluía. Claudia se dedica a la docencia de nivel universitario, me comentó que cada día tras recoger del colegio a su hijo se toma un respiro en este pequeño oasis solitario, un momento en el que se libera de la mirada de los otros.

Comenzó a describirme su día. En la mañana tenía que cuidar cada aspecto de la higiene de Arturito, intentándole dar autonomía; ajustarle un poco la ropa para que no se vea desaliñado por no poderse verse él mismo en un espejo, supervisar que sus alimentos llegaran a la boca correctamente. La odisea le continuaba camino al colegio. Tomar el transporte público atiborrado, eso sin mencionar la poca accesibilidad de los microbuses, único medio por el que se llega al colegio de Arturito.

Durante la estancia del niño en la escuela, Claudia debía asistir a dar clases; su rutina sólo le permitía 6 horas efectivas de docencia, lo que significaba un ingreso menor. Tras recoger a su hijo del colegio (del que por cierto pronto tendría que prescindir, debido a que el plan de estudios para invidentes en dicha institución sólo contemplaba hasta el 4to año), Claudia realizaba su escala obligada en la cafetería de nuestro encuentro; sólo para posteriormente lidiar de nueva cuenta con el transporte público y poder llegar a casa para apoyar en atender la tarea de su hijo, preparar la cena y tratar de descansar.

Noté que en ningún momento mencionó al padre del niño, a riesgo de parecer impertinente me atreví a preguntar por su esposo. Respondió: “Mi hijo nació con cáncer de ojos y a los tres meses de nacido fue necesario intervenir sus córneas. Fue terrible. Tras unos meses de barbarie social y descomprensión nuestra relación se tensó día tras día, y a pesar de intentarlo, Manuel (mi esposo) y yo nos divorciamos. Tengo una hermana menor, no tendrá más de 17 años, ella es quien me apoya en el día a día, pero si le he de confesar, detesto la situación, ella está perdiendo su juventud por mi hijo y por mí. ¡Deseo que viva!”.

El esperado Irving llegó. Los presenté. Como europeo moderno de alta educación, reaccionó con Arturito en una gran plática. No me lo creerán. Acabamos creando una bella relación.

No conozco a nivel mundial un esfuerzo tal que reconozca de buenas a primeras que los más afectados ante situaciones como la que describo, son los familiares directos del niño o adulto que vive con una discapacidad.

Apoyo médico.
Foto: formafadess.com.

¿Se imaginan que en lugar de escuchar la vida de intenso dolor y soledad que acabo de compartir, ésta fuese la nueva?…

“Aunque mi hijo es invidente, nuestra calidad de vida no se vio afectada. Por ley en México, el oftalmólogo nos registró de inmediato en el programa “Pro-Familia de Grandes Retos”, un plan familiar que resultó ser la piedra angular de nuestra cotidianidad y adecuación a la normalización dentro de la sociedad actual. El programa era integral, incluía:

  • apoyo económico para mobiliario y equipo médico especial que fuese requerido,
  • plan de desarrollo para apoyo a la dinámica matrimonial de hijos con problemas físicos o mentales,
  • implementación de estrategias para abiertamente proclamar la nueva forma de vida y concientizar a la sociedad,
  • programa de plenitud del niño con reto especial en su vida,
  • atención y entrenamiento a hermanos y hermanas y otros familiares cercanos, y por último,
  • la asignación de una persona a tiempo parcial egresada de la Nueva Universidad de Enfermería en Discapacidades, con especialidad en invidentes, resultante de los programas de la Clínica Mayo y del Technion.

La descripción de esta utopía para una familia de un invidente es un sueño que jamás será posible si no se actúa de inmediato. Veríamos a un padre que jamás se iría de manera arrebatada, un hogar cálido que no fuese ignorado por la sociedad, una madre no atormentada, sino revitalizada ante la bondad del ser humano y de los apoyos que los acompañan. Y a un Arturito, redondamente apoyado y conviviendo con la más factible normalidad que le enfrentó su situación y reto.

Querido lector, le invito a generar acción en este sentido. Estoy para alentar y apoyar todo esfuerzo, respondiendo a todos sus mensajes.

Que sea un gran primer día de semana. ¡Buen lunes! ¡Buena semana!

@sampodol

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Ernesto Garcia Martinez

Felicidades excelentes articulos, hijo le escribio y me dice que no le contesto
saludos

Roberto Padilla Espinosa

Buen dìa Samy. Tu articulo refleja demasiadas cosas y desafortunadamente la mayoría de ellas negativas, primero nos muestra que como padres (masculino) no estamos preparados para aceptar y como consecuencia, para asumir responsabilidades ante la situaciòn de tener un hijos discapacitado, por otro lado el estado no tiene la capacidad -o el interés- de ayudar a un sector del cual ignora demasiado, el mismo INEGI lo asienta. Todo esto nos llevarìa a una lectura larga y tediosa de las carencias que tenemos y de la educaciòn que nos falta para que en principio, siquiera les tuviéramos el respeto debido a los discapacitados y dejàramos de verlos como sujetos dignos de lastima. Todo lo cual y como de costumbre es solo subsanado por el amor de una madre.

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