Espionaje. Laberintos de la respuesta oficial

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Era cuestión de tiempo para que el gobierno respondiera. Dos documentos describían y demostraban magistralmente casos documentados de espionaje por parte del gobierno mexicano. El primero, una investigación de las organizaciones cívicas Artículo 19, Social Tic y R3D; el segundo, un reportaje del diario The New York Times. En ambos se detallan las formas, nombres y técnicas de espionaje realizadas contra periodistas y defensores de derechos en México (incluyendo, por cierto, a miembros de sus familias). Se esperaba una respuesta oficial, alguna declaración, un comunicado de prensa, algo. Después de todo, hasta el silencio habría sido una forma tristemente célebre de responder. Sin embargo, todavía más importante que el dónde y cuándo de esa respuesta, era el cómo.

Además, la tentación del gobierno federal por responder a las acusaciones también era una obligación. Después de todo, no es menor que se descubran casos de espionaje a personajes con tal relevancia pública para el país en la actualidad como son defensores y periodistas, y más aún que se gasten tantos recursos materiales y humanos en ello. Se trata de una agresión directa a dos sectores clave en democracias caracterizadas por ventarrones de aspiración y ventiscas de realidad. Finalmente hubo dos respuestas. La primera cumplió con los requisitos más parcos de la oficialidad: Eduardo Sánchez, vocero de la Presidencia de la República, publicó en su cuenta de Twitter una carta donde deslindaba al gobierno mexicano de cualquier práctica de espionaje en los términos que afirmaba el reportaje del diario estadounidense.

La segunda respuesta, sin embargo, fue más sustanciosa y osciló entre la espontaneidad y la oficialidad. Durante la inauguración de un parque industrial en Lagos de Moreno, en el estado de Jalisco, Enrique Peña Nieto pronunció un discurso de poco más de dieciséis minutos. Ya hacía el final, en los últimos cinco minutos, dio un giro brusco de timón: “Ahora sí, finalmente, déjenme referirme a otro tema muy distinto del que hoy nos convoca (…) quiero referirme a un tema que está en el debate público”. Ahí venía esa respuesta que tanto se esperaba, profundamente relevante para este caso porque (quizás) no se guiaría por la parquedad de la oficialidad.

En esos pocos minutos, el Presidente 1) negó las acusaciones de espionaje aunque luego pidió que se investiguen (menudo dilema el de investigar lo que ya está dictaminado), 2) se asumió él mismo como potencial víctima de espionaje y reconoció procurar “ser cuidadoso en lo que hablo telefónicamente”, y 3) pidió que la Procuraduría General de la República investigara “con celeridad” para “deslindar responsabilidades y (que) la ley pueda aplicarse contra aquellos que han levantado estos falsos señalamientos contra el gobierno”. Las víctimas, es decir los espiados, pasaban en una vuelta de hoja a ser victimarios junto con quienes publicaron la información.

La respuesta del Presidente atraviesa laberintos interesantes. Tiene razón en que él mismo puede ser sujeto de espionaje. Pero se arriesga enormemente al asegurar que “el gobierno” no espía. Es frecuente pensar que eso llamado “el gobierno” es una entidad homogénea, racional, unidireccional. Que sus acciones son concertadas, orquestadas y coordinadas. Lo cierto es que las dinámicas sociopolíticas que ocurren entre las personas que componen ese gobierno son mucho más complejas. En México, hay elementos para pensar que el gobierno y la administración pública en general están lejos de ser un ente homogéneo, o al menos lo suficiente como para desactivar esa supuesta homogeneidad, racionalidad y unidireccionalidad.

Conceder que el Presidente no haya ordenado un espionaje no es suficiente para pensar que otra persona en la Presidencia u otra área del gobierno lo haya hecho. El software necesario ya estaba ahí, listo para ser usado. La investigación tendría que reconocer que el imputado, el gobierno, puede traducirse en personas específicas y no en contra de toda la administración pública. Es una necedad defender a un ente que no actúa como ente. En cambio, el discurso sugiere nada menos que investigar a los espiados. Si es el gobierno el que espía, hace o deshace, entonces también puede afirmarse que son personas específicas en puestos, posiciones y situaciones igualmente específicas quienes en el último momento lo hacen o no. Ese dilema es ineludible, y reconocerlo abriría la puerta para diagnósticos más acertados en primer lugar, y procesos de investigación más sofisticados en segundo.

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