El racismo es geopolíticamente inverso a los intereses de sociedades y Estados. Ese violento rechazo “al otro” amenaza la estabilidad, embarga la igualdad y esfuma la libertad. Discriminar a afroamericanos, musulmanes, judíos, indígenas, católicos, asiáticos, mujeres, mexicanos y otras comunidades, es una forma de terrorismo incompatible con el mundo multipolar que se erige en el siglo XXI. Así lo ha entendido el puntero sector tecnológico que, paradójica y pragmáticamente, ha ideado medidas anti-racistas más efectivas que los Estados pseudo-democráticos.
El racismo interno trasciende fronteras y como impacto geopolítico indeseado, genera medidas de repudio (el boicot anti-apartheid en Sudáfrica o el retiro de inversiones). Sería el 12 de agosto, en Charlottesville, Virginia, cuando el mundo confirmaría la dimensión político-económica del racismo. Ese día, tras participar en una marcha de supremacistas, un manifestante neonazi arrolló con su auto a miembros de una contramarcha antirracista. El saldo fue la muerte de Heather Heyer de 32 años y 19 personas heridas. Se esperaba la tajante condena del presidente estadunidense, pero Donald John Trump sólo admitió que había “violencia y odio” en muchos lados. Luego, presionado por las críticas, el magnate condenó explícitamente al Ku Klux Klan, a neonazis, supremacistas blancos y otros grupos racistas. Pero un día después el empresario inmobiliario volvía a atribuir la violencia a “ambas partes” y defendía la concentración supremacista al sostener que ahí también había “muy buena gente”.
La actitud del mandatario causó una onda expansiva que llegó a Silicon Valley, corazón del mundo tecnológico estadounidense. Ante lo que consideraron la inmovilidad del Estado, las empresas que fabrican semiconductores y computadoras, que desarrollan software, proyectos en internet y lideran las tecnologías de la información, decidieron declarar la guerra al extremismo y los contenidos racistas. En su primera ofensiva, el sector –representado por el servidor GoDaddy, el gigante Google y el especialista en ciberataques Cloudfare‒, suspendió cuentas y expulsó a portales como The Daily Stormer (que ironizaba sobre la víctima atropellada). Facebook suprimió cuentas de supremacistas y neonazis, y Mark Zuckerberg anunció que vigilaría a quienes se congregan bajo el lema “Unamos a la derecha”.
En otro campo de batalla, Apple Pay y Paypal clausuraron cuentas de portales extremistas para restarles ingresos y medios de pago. Otro golpe fue el retiro de apoyos, por la plataforma de financiamiento GoFundMe, al presunto atacante de Charlottesville, James AlexFiels Jr. Y, para cerrar la acometida, aplicaciones como Spotify prohibieron difundir música que incite a la violencia racial o de otro tipo.
Esa respuesta de las corporaciones tecnológicas sumó a otros sectores, que admiten los beneficios que les reporta tener una plantilla multiétnica. De ahí que, en abierta oposición al presidente estadounidense, esas firmas decidieron hacer público que financiarán a organizaciones antirracistas. El jefe ejecutivo de JPMorgan, Jamie Dimon, anunció que, para evitar que prosiga la división de EE.UU. por causas raciales, donará 2.05 millones de dólares (500 mil dólares a la Liga Antidifamación, ADL), otro tanto al célebre Centro Legal de Pobreza del Sur (SPLC, en inglés), 50 mil a la comunidad de Charlottesville y un millón a otros grupos de derechos civiles. El consejero delegado de Apple, Tim Cook, también ofreció un millón de dólares a ADL, otro al SPLC y una cifra por definir a grupos contra la intolerancia.
Ese espíritu solidario llegó al cine; el director de la 21st Century Fox –e hijo del magnate de las telecomunicaciones Rupert Murdoch‒ donará un millón a la ADL. Se le sumó la hotelera MGM Resortis, que también financiaría al Consejo de Relaciones Americanas e Islámicas. Esa guerra corporativa contra el racismo avanza en un país donde en 1999 había unos 450 grupos de odio, que en 2009 ya eran 950 y hoy suman unos 1,250 según el SPLC. En Estados Unidos, en 2016, los grupos anti-musulmanes se triplicaron ante las cifras de 2015 y los crímenes de odio se multiplicaron.
Sin embargo, la organización defensora de derechos digitales The Electronic Frontier Foundation (EFF) ha calificado de “peligrosas” a largo plazo las acciones de las firmas tecnológicas. EFF advierte que “cada vez que se saca de la red a un sitio neonazi, las empresas toman miles de decisiones invisibles sin supervisión y menos transparencia”. En Estados Unidos y el mundo sube de tono el debate sobre la libertad de expresión, igual que la auto-victimización de los racistas. Es sano descubrir quiénes son los racistas y sus intereses, cuál el alcance y responsabilidad de la libre expresión y hasta dónde el capital corporativo mantendrá su pragmatismo. Ese debate es urgente y necesario para los mexicanos que hemos sentido cuán profundo cala la violenta xenófoba.