La crisis financiera y económica en curso ha engendrado un mundo diferente. Al menos diferente al que conocimos hasta principios del siglo XXI. Las ideas económicas, las doctrinas políticas, el quehacer gubernamental y las acciones públicas están en debate, en una clara contradicción con la realidad y las aspiraciones de grandes núcleos de la sociedad. Para constatar esta situación bastaba, desde 2008, leer los encabezados de los medios de comunicación internacionales. En algunos casos se enfatizaban los problemas económicos imperantes y su afectación negativa sobre los servicios sociales básicos. En contraste, en otros medios ponderaban inicialmente la consolidación y expansión económica y social de países emergentes, así como el riesgo de su afectación por la crisis internacional. Hoy sorprende para muchos la emergencia del nacionalismo en los países desarrollados, el rechazo a los migrantes y francamente el racismo imperante. De igual forma, asombra que la relativa regresión económica y social en marcha en los países emergentes, especialmente de América Latina, sea acompañada con la disputa política entre las izquierdas y derechas criollas.
El presente histórico se quiso explicar primariamente desde la perspectiva de eventos más cercanos a la microhistoria –como podría identificarse a la caída del Muro de Berlín‒ y a las acciones políticas voluntaristas –tal como se asignarían los excesos de la política fiscal (gasto e impuestos) de Bush, los ofrecimientos bondadosos y gratuitos de Obama y más recientemente al shock del Brexit y la histeria de acción política de Trump‒. Obviamente tales explicaciones oscurecen la mera explicación sustantiva de la realidad, que debería quedar en el reino de las ideas y las acciones por ellas desatadas, desenmascarando, así, consecuencias de impulsos individuales y colectivos. Únicamente una visión agregada y relativamente simple en su lógica puede ayudar a entender lo que ha pasado y lo que es previsible que pase. De otra forma, seguiremos perdidos en nuestras elucubraciones, recorriendo incansablemente el pequeño islote en el que deambulamos con nuestros pesares.
En 1926, el ensayo El Final del Laissez-Faire (“dejar hacer”) de John Maynard Keynes fue publicado como opúsculo, basado en su conferencia pronunciada en Oxford, en noviembre de 1924, y en una conferencia dictada por él en la Universidad de Berlín, en junio de 1926. Dijo Keynes, al principio del opúsculo que: La disposición hacia los asuntos públicos, que de modo apropiado sintetizamos como individualismo y laissez-faire, tomó su alimento de muchas y diversas corrientes de pensamiento e impulsos sentimentales. Durante más de cien años nuestros filósofos nos gobernaron porque, por un milagro, casi todos ellos estuvieron de acuerdo o parecieron estarlo en esta única cosa. A continuación, agregó: se percibe un cambio en el ambiente. Sin embargo, oímos confusamente las que antaño fueron las más claras y distintas voces que siempre han inspirado al hombre político.
A partir de tales premisas implantadas filosóficamente después de la Primera Guerra Mundial y antes de la Gran Depresión del 29, Keynes desgranó visionariamente el devenir de una etapa del sistema capitalista que estaba agotado en sus ideales, marcha y resultados generales. Etapa que había sido conformada en sus ideas desde finales del siglo XVIII, hecha realidad por la instrucción académica, los políticos y la sociedad, y en la que se puso al individuo en el centro del contrato social establecido. Mucho habría que recorrerse, según el discernimiento de Keynes, para que desde la discusión de las ideas se llegara del principio individual hasta el principio de la igualdad colectiva. Ése sería el tránsito final de Hobbes, con su aserción establecida en el Leviatán de que “el hombre es el lobo del hombre”; del Contrato Social de Locke, referente al disfrute y seguridad de la propiedad del individuo; pasando por Hume, hasta llegar a Rousseau en su Voluntad General. Así se arribó finalmente a la aceptación del principio de la felicidad individual dentro del ámbito de la felicidad colectiva.
Sin embargo, en la realidad y en la vida práctica tal principio supuesto de armonía entre el yo y los demás, llevaría a una tensión permanente entre el interés individual y el interés colectivo, específicamente en el goce del bien individual y el bien colectivo. ¿Cómo hacer compatible y armónico lo que desde la naturaleza del hombre conlleva indefectiblemente al enfrentamiento con sus semejantes, hasta el riesgo de su propia vida? Tal dilema resuelto por Hobbes en la instancia del propio hombre, con la unción del soberano al asumir derechos que le concederían los propios hombres, con la premisa de la garantía de su vida; ofrecimiento y obligación pública que Locke extendería a la seguridad y goce de la propiedad del individuo. Pero en ambos casos y en los siguientes establecidos hasta Rousseau, la salvaguarda del bien general seguiría sometido al interés finalmente individual al menos del soberano o al de un conjunto de individuos, aun cuando hayan sido electos democráticamente.
Tal contradicción quedó aparente y finalmente resuelta en la propia instancia del individuo sin ser necesaria la participación del soberano, al proclamarse desde el terreno de los economistas que, como señala Keynes: ¡Supone que por la acción de las leyes naturales los individuos que persiguen sus propios intereses con conocimiento de causa, en condiciones de libertad, tienden siempre a promover al propio tiempo el interés general! Asimismo: a la doctrina filosófica de que el gobierno no tiene derecho a interferir, y a la doctrina divina de que no tiene necesidad de interferir, se añade una prueba científica de que su interferencia es inconveniente.
Es a partir de esta concepción del individuo y la sociedad emergió el mercado per se, sin interferencia del soberano, como la deux machine, resolviendo la contradicción entre el interés individual y el general. De esta manera, El principio del laissez-faire había llegado a armonizar individualismo y socialismo […]. Tal supuesto, después complementado con el de laissez passer (dejar pasar), habría de consolidarse públicamente ante la corrupción e ineficiencia de los gobiernos del siglo XVIII, en un ambiente de auge y riquezas que hacían reiterar que el progreso y la bonanza serían mayores sin la interferencia del gobierno. Era, entonces, el momento de probar y pugnar por un cambio que permitiera el “dejar hacer” a los individuos, distintivamente el de aquellos más hábiles y sagaces para buscar su bien individual que ayudaría a lograr un mayor bien colectivo. Dijo Keynes: Los filósofos y economistas nos dijeron que por diversas y profundas razones la empresa privada sin trabas había promovido el mayor bien para todos. ¿Qué otra cosa hubiera podido agradar más al hombre de negocios?
Tales conjeturas fueron más allá de lo inimaginable, al asociarlas a los más aptos, a los más capaces, por lo que en una prosaica visión darwiniana la mayor búsqueda eficiente del interés individual llevaría a un mejor bien colectivo o general. Sin embargo, tales conjeturas explícitamente nunca estuvieron asociadas al razonamiento científico, estrictamente hablando. Los economistas y especialmente Adam Smith brindaron sólo un pretexto para una “agenda” política deseada por los hombres de negocios y los representantes políticos de sus intereses; agenda que moralmente fue permeando en amplios sectores de la sociedad.
Por ello afirmó Keynes que: La frase laissez-faire no se encuentra en las obras de Adam Smith, Ricardo o Malthus. El laissez faire fue apelado desde fines del siglo XVIII contradictoriamente por los fisiócratas franceses, en su visión de la igualdad individual y colectiva. El término fue permeando, a partir de su arribo a Inglaterra, subrepticiamente en los manuales de economía, sin presentársele explícitamente como supuesto que permitía simplificar las teorías económicas, para fines de exposición y de elegancia expositiva. Sarcásticamente, apuntó: En pocas palabras, el dogma se había apropiado de la máquina educativa; había llegado a ser una máxima para ser copiada. La filosofía política, que los siglos XVII y XVIII habían forjado para derribar a reyes y prelados, se había convertido en leche para bebes y había entrado literalmente en el cuarto de los niños.
Finalmente ello habría de desembocar en apetencias desmedidas de riqueza y dinero fácil y en una Gran Guerra Mundial al inicio del siglo XX, cuyos costos y consecuencias posteriormente habrían dado pie a los nacionalismos económicos y al racismo. Tal devenir parece no ajeno a las realidades de hoy, aunque pretendamos la anécdota del caso, más que la explicación racional y agregada. Al fin que normalmente pueblos claman por soluciones fáciles y culpables obvios.
Como siempre, excelente artículo Dr. Reyes. La riqueza, como el Gran Talento, siempre se ha concentrado en pocos individuos, así se manifiesta en los cinco milenios registrados después del abandono de la vida tribal. Recuperar el sueño de la tribu donde todos más o menos se igualan: ¿es posible en una sociedad compleja, en una civilización?. La “Igualdad” del décimoctavo ya demostró ampliamente su facticidad imposible bajo criterios económicos liberales ó de economías de Estado; siempre se piensa en jerarquías para que las cosas funcionen, no se ha encontrado más igualador que el órden jurídico y esta juricidad del mundo siempre cae en la lógica de la jerarquía de las normas y con ello en la justificación (legitimación) del “poder político” que todo lo desiguala. Esta discusión, en el mejor de los casos siempre acaba en el dicho soviético de que “a cada quien según sus necesidades y de cada quien según sus posibilidades”, y siempre estas “necesidades” y “posibilidades” desigualan a los hombres; creo que debemos retomar la discusión en el sentido más amplio de que todo individualismo (el individuo al centro), se contrapone lógicamente contra toda idea de igualdad; quizá en una versión contemporánea, tendríamos que reivindicar a los escolásticos y volver a pensar en el “corpus christi”, en términos ahora económicos que, a mi modo de ver, se centran hoy por hoy en una reflexión sobre la función de la tecnología en nuestras sociedades y las formas de vida tecnificadas como paradigma de las formas de vida deseables. La tecnología sustituyendo a la Magia. Esto implica, como lo vió de manera muy perspicaz el otro británico Toynbee, que estamos entrando a una nueva Edad Media. Ojalá mi reflexión Dr. Reyes, le haga sentido.