El movimiento romántico: naturaleza e imaginación

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Por los caminos de estos ensayos hemos llegado a la transición del siglo XVIII al XIX, un periodo de quiebre y transformación en la cultura europea a raíz de la Revolución Francesa y el movimiento Romántico que germinó en Alemania e Inglaterra. El romanticismo fue una renovación esperanzada y enérgica que impregnó a las artes, la filosofía, las creencias, la vida cotidiana, la cultura en general y a la conciencia misma. Mediante el cultivo de una expresión artística cimentada en la libertad individual, el romanticismo ensalzó la imaginación, la emoción y la intuición a un papel equiparable o aún superior al que tuvo la razón para la ilustración iluminista del XVIII. El objetivo del movimiento romántico empezó a perfilarse como el imbuir al mundo físico de un significado espiritual. En este sentido, la anhelante perspectiva se interesó en el nexo entre mente y cuerpo en el contexto de la relación entre el espíritu y la materia.

La expresión de la individualidad y la emoción se tornó esencial en las artes, en particular la música, la pintura y la poesía. Los autores y compositores del primer romanticismo cultivaron los artificios objetivos capaces de transmitir estados de ánimo y procesos subjetivos. Es así que, en su Tercera Sinfonía “Heroica”, compuesta entre 1802 y 1804, Ludwig van Beethoven (1770-1827) fue capaz de expresar no sólo emociones profundas y arrolladoras, sino la alegoría del héroe, tema central en el romanticismo ulterior. Al tiempo que Beethoven fraguaba su deslumbrante Heroica, el pintor aragonés Francisco de Goya (1746-1828), otro genio víctima de la sordera, grababa su serie de Caprichos, que luego de una mordaz diatriba contra la sociedad de su tiempo va desplegando seres monstruosos y escenas delirantes. Los críticos posteriores tomaron a Goya como la irrupción de la pintura romántica por la libertad de su ejecución, el rompimiento con la plástica racional, la violenta sátira contra la sociedad de su tiempo, su carácter alegórico y fantasmagórico, la impotencia de la razón ante la locura y el nacimiento del arte grotesco, características capaces de desatar un torrente emocional en el observador.

Francisco de Goya
Francisco de Goya “Devota profesión”. Capricho No 70 de la serie de 80: Aguafuerte elaborado en 1799.

El poeta y pensador inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), otro de los heraldos más notables del romanticismo, adelantó una teoría de la imaginación según la cual esta facultad proteica y creativa no sólo constituye la liga más apropiada de la mente con la naturaleza, sino que implica además la unión fundamental entre la mente y el cuerpo en el sentido de que el cuerpo provee de fundamentos para las operaciones de la imaginación. Así, para este poeta inglés, no existe dualidad, pues el cuerpo imaginado o sentido es motor del pensamiento, de la memoria y la emoción, constituyendo una clave cardinal para que surja el poder creativo de la imaginación. Coleridge atribuyó al cuerpo, a las emociones y a la conciencia de sí funciones esenciales del pensamiento imaginario. Más aún, en referencia a la estética, las funciones mentales que dependen e incorporan las funciones corporales en sus procesos se expresan en metáforas poéticas, en particular las de su amigo William Wordsworth (1770-1850), otro pionero del romanticismo poético, quien en sus Baladas Líricas de 1800 definió a la poesía como “la emoción recobrada en la tranquilidad”.

Van Dyke
Retrato al óleo de Samuel Taylor Coleridge (1795) por Peter VanDyke.

En Alemania se empezó a gestar una antropología filosófica cuyo tema central era la relación entre la fisiología que se desarrollaba a partir del descubrimiento de la electricidad animal por Galvani y la mentalidad humana en referencia a teorías morales y estéticas. Varios alemanes notables protagonizaron la transición entre el iluminismo del siglo XVIII y el romanticismo del XIX, particularmente en referencia al problema mente-cuerpo. Algunos de ellos, como Goethe y Humboldt, encarnan la pasión por cultivar y abarcar todo el saber, un ideal que probablemente tiene en ellos a los últimos individuos universales en el sentido que llegaron a conocer y cultivar todos o casi todos los conocimientos de su tiempo. Johann Wolfgang von Goethe (1749 – 1832) fue un excepcional poeta, novelista, dramaturgo, político y científico. Amaba la unidad entre el espíritu y la materia que había aprendido y rescatado de Spinoza, según la cual mente y cuerpo están inextricablemente ligados y el ser humano es una totalidad que combina estos dos ámbitos de múltiples maneras.

Goethe en la campiña romana
“Goethe en la campiña romana” (1787), óleo de Johann Heinrich Wilhelm Tishbein. El pintor intentó utilizar la teoría de los efectos emocionales de los colores de Goethe, la pastoral campiña, así como plasmar en el friso en ruinas escenas de Ifigenia en Táuride que el literato escribía en ese tiempo.

Este sabio de Weimar produjo una obra científica menos conocida, quizás por encontrarse opacada por su inmensa producción literaria. En ella se oponía tajantemente a la idea de que el universo y el cuerpo humano son como máquinas sujetas a leyes inamovibles que pueden ser descritas matemáticamente. No es necesario aplicar matemáticas para reconocer una rosa, pues su estructura aparente se ajusta a una forma-tipo, a un arque-tipo: la forma que permite reconocer a cada una de las rosas individuales que vemos, tocamos y olemos. Goethe defendía y cultivaba una aproximación científica a la naturaleza que no se basa en la cuantificación, sino en la contemplación y descripción de lo visible, en particular de las formas y sus desarrollos. Se interesó en el crecimiento de las plantas, la producción de los colores o la formación de los estratos geológicos y concibió a estos procesos como fenómenos, no en el sentido que Kant le dio a esta palabra de apariencias mentales de los objetos del mundo, sino de la realidad cambiante de la naturaleza, según es apreciada por la mente humana. Por esta razón inventó la ciencia de la morfología, como el tratado de las formas orgánicas y las apariencias de los organismos vivos que incluirían a los procesos mentales. Así como hay metamorfosis en el mundo animal, las hay también en las actividades de la mente y en las ciencias mismas que cambian para dar origen a perspectivas nuevas e inesperadas. A diferencia de Kant para quien, como hemos visto, el objeto de la filosofía trascendental es la cognición humana más que los objetos de la naturaleza, para Goethe el pensamiento no se reduce a conceptos y razonamientos, pues hay formas no discursivas de pensamiento más cercanas a la experiencia cruda y a la intuición.

Uno de los compromisos característicos del movimiento romántico es que el arte y la belleza pueden modular no sólo la filosofía y las artes, sino todas las facetas de la vida como elementos fundamentales de la existencia humana. Mediante la educación y el compromiso ético, cada individuo puede madurar en sí mismo las virtudes de la independencia, la sensibilidad y la responsabilidad, un desarrollo que cifran en el término alemán de bildung. El romanticismo concebía un Absoluto como la totalidad incondicionada que a su vez condiciona como principio creativo todas las manifestaciones físicas y mentales, una noción que remite a la sustancia única de Spinoza y al omnitudo realitatis (la realidad es una) de Kant. En esta visión, la naturaleza constituye un todo orgánico, una unidad conformada por partes interdependientes de cuya articulación emerge una energía o fuerza viviente que, a su vez, es auto-organizadora y auto-generadora. Los seres humanos no están aparte de la naturaleza, sino que son parte de ella. La naturaleza es mental y física, tiene alma y cuerpo, por lo que en esencia no difiere del ser humano, sólo en grado.

Otro de los iniciadores del romanticismo, el erudito alemán Friedrich Schlegel (1772-1829) clamaba que a través de la ciencia el romántico debería convertir a la naturaleza en arte. En su “Oda a una urna griega” el malogrado poeta inglés John Keats (1795-1821) advertía: “La belleza es verdad y la verdad belleza…/ Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta”. Poesía y ciencia van de la mano; mente y cuerpo son uno.

 Keats
Tumba de Keats en el Cementerio Protestante de Roma, con el epitafio: “Aquí yace uno cuyo nombre se escribió en el agua”.
Los contenidos de la columna Mente y Cuerpo forman parte del próximo libro del autor. Copyright © (Todos los Derechos Reservados).
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