Los sismos experimentados en el mes de septiembre causaron estragos en edificaciones públicas y privadas en la Ciudad de México y en diversos estados del Sur-Sureste del país, incluidos Puebla y Morelos. Sus efectos destructivos se han hecho mayormente evidentes por las viviendas afectadas y por sus consecuencias directas sobre la vida de miles de familias, así como en el entramado social cotidiano de zonas urbanas y rurales.
Más allá de las acciones públicas inmediatas emprendidas para atender emergentemente a la población afectada, es evidente que ha prevalecido un desorden institucional entre los tres órdenes de gobierno, federal, estatales y municipales, para emprender la “reconstrucción” de las viviendas afectadas. Esto hace considerar un posible desperdicio de los escasos recursos públicos anunciados, de apoyo una falta de tipificación de las viviendas afectadas y de su localización geográfica, así como un claro desconocimiento de las consecuencias económicas adversas del efecto destructivo experimentado. Por lo que las políticas y acciones de reconstrucción podrían llevar a resultados perversos y no esperados, en un ambiente de crispación social que persiste en el país desde hace años.
La falta de coordinación entre los tres órdenes de gobierno queda en evidencia con el simple repaso de las acciones enunciadas en Chiapas, Oaxaca, Morelos, sólo por listar los estados más representativos. Tales acciones no parecen tener una unicidad de dirección y contrastan claramente con las medidas dadas a conocer para la Ciudad de México. De esta manera, para los afectados en la Ciudad de México se ofrecieron apoyos hasta por dos millones de pesos, en tanto que en Chiapas se dio a conocer un monto de ciento veinte mil pesos en ministraciones para los beneficiarios a lo largo de los próximos meses. Más grave aún, en el caso de la Ciudad de México se ofreció que los beneficiaros únicamente pagarían intereses anuales de 9%, durante un periodo de hasta 20 años, del capital total que proporcionado a los afectados. Este tratamiento económico y financiero resulta a todas luces discriminatorio contra la población de las zonas más pobres del país.
Sin duda, la mayor afectación física de viviendas ocurrió fuera de la Ciudad de México, especialmente en los estados de Chiapas, Oaxaca y Morelos. De igual manera, es de esperarse que el mayor número de viviendas afectadas haya sido aquellas que fueron edificadas bajo el sistema de autoconstrucción. Estos hechos, de ser ciertos, deberían llevar a procesos de reconstrucción técnicamente diferenciados, de acuerdo a tradiciones, costumbres y condiciones geográficas. Lo que no necesariamente es base para la discriminación en materia del capital a ser resarcido. Principio de subsidiariedad general que debería ser honrado por el gobierno federal, por el bien de los afectados y en justicia de la atención particularmente del Sur-Sureste del país.
Desde el punto de vista económico, la “reconstrucción” de la vivienda, como se ha denominado la atención de la “morada” de los particulares, es una inversión. Esta inversión, según el caso, se debería destinar a la reposición, cuando la afectación extrema de la vivienda la hace inhabitable; la reparación, cuando pueda ser recuperada la vivienda original; y finalmente el mantenimiento y la conservación, para la atención menor de la vivienda en su adecuado uso y servicio. Un concepto más de inversión sería la relativa a la ampliación de las viviendas; lo cual pareciera ser un caso remoto para lo que hoy se vive en México.
Bajo esta identificación del posible gasto directo de la “reconstrucción” de la vivienda, habría que agregar otros gastos para la provisión de servicios públicos, de ser el caso, como agua, pavimentación, energía eléctrica, entre otros. En general, ambos tipos de gastos son netamente de capital o de inversión, por lo que deberían ser amortizados o depreciados a lo largo de un amplio periodo de tiempo y asociados a su esperado efecto multiplicador, en empleo y producción, sobre el conjunto de la economía. Hecho, este último, que difícilmente se visualiza en el “matra” de la burocracia política federal.
Así, la “economía convencional de la vivienda y la investigación económica virtualmente ignora las interacciones con la macroeconomía” (Leung, 2004). En contraste, convencionalmente, la construcción ha sido considerada por los economistas, como una “actividad motriz” (Schultze, 1965), dado que encadena una demanda de insumos y servicios de otras actividades productivas (Viernes 21 de junio de 2013, El ciclo económico de la vivienda y la crisis financiera, El Semanario). De la misma manera, la vivienda tiene un comportamiento asociado al ciclo económico general, con una expansión y contracción que pueden durar hasta treinta años, influidos, además, por los cambios en población, disponibilidad de créditos y viviendas vacantes. Así, es reconocido que la vivienda constituye una parte significativa tanto de la riqueza como del gasto de las familias.
En el caso de Estados Unidos (USA), hace una década la cuenta del PIB en vivienda (housing GDP accounts) representaba 16.3% (Based on National Income and Product Accounts, 1/27/06, USA), del total de todos los bienes y servicios producidos en un año nacionalmente. Tal porcentaje del PIB explicaría por qué para fines de los años ochenta se estimaba que la vivienda constituía 50% del capital del país (Buckley, 1989). Dicho de otra manera, la mitad de la riqueza del vecino país se acumulaba en la vivienda.
En el caso de México, la vivienda ha sido estudiada mayormente desde el punto de vista social, considerándosele para fines del PIB como un componente más de la construcción, con una clara subestimación de su importancia económica. En México no existían mediciones adecuadas de la importancia macroeconómica de la vivienda hasta la realización, en 2006, de un estudio del INFONAVIT que evidenció que el gasto (consumo e inversión) de las familias en vivienda en 2000 fue 11.9% del PIB, en tanto representó 11.3% y 10.8% en el 2002 y 2004, respectivamente.
Más recientemente y a raíz del estudio del INFONAVIT, el INEGI dio a conocer que en 2012 la vivienda, como actividad económica medida en una cuenta satélite que permite captar entrecruzamientos económicos sectoriales, equivalía a 14.1% del PIB, imputando el pago de alquiler, e involucraba, por lo tanto, más 3 millones de empleos generados. Estas cifras evidencian la importancia económica nacional y regional que es de esperarse genere la “reconstrucción” de la vivienda, tanto por la demanda directa de insumos, como por la generación de empleo.
Ante la importancia social y económica de la vivienda, muchos desearíamos que nuestros funcionarios vean más allá de la emergencia y la “reconstrucción” física y tengan una visión estratégica, integral y equitativa para atender a nuestros compatriotas en estas horas bajas que vive México y que se ya prolongan por varios lustros. Siempre reconstruir, dice la sabiduría popular, es más difícil que construir; ojalá y no sea el caso para este país.