“Siempre hay algo autobiográfico, completamente ineludible, aunque no sea siempre evidente”.
Estrella de Diego, No soy yo
Se atreve a mirarnos.Y no lo hace con discreción. Nos observa con detenimiento. Nos está escrutando. Se fija en nosotros. Se pone la mano izquierda a modo de visera como para protegerse del sol y lograr así vernos mejor. Desde el fondo del cuadro que él mismo pintó, el autor de la obra nos analiza. De un momento al otro pasamos de observadores a observados. De observar la creación del creador, pasamos al plano en el que el creador, observado por nosotros, acostumbrados voyeurs del arte, nos mira y nos hace partícipes de su experiencia retratística.
Con Degas había sido distinto. En algunas de sus pinturas nos había invitado a asomarnos a través de la cerradura para ver a una mujer peinarse unas greñas rojas y largas, o a espiar a otra que, desnuda, preparaba una tina de baño. Éramos voyeurs junto con el autor. Ahora ya no. Ahora los que estamos desnudos ante la autoridad absoluta del pintor somos nosotros, vulnerados. Ahora somos nosotros los espiados.Y en este contexto es que nos convertimos en parte indispensable del relato pictórico.
El joven Reynolds deslumbrado por el sol es una inquietante pintura realizada entre 1747 y 1749. En ella vemos al pintor inglés… No. Es a través de ella que el pintor inglés nos mira. Con atención. Escudriñándonos, prácticamente. Y en la mano diestra sostiene el pincel y la paleta, cerca de un lienzo que ha de ser convertido en algo que jamás conoceremos. La obra no mostrada permanecerá para siempre en la oscuridad del dominio absoluto del retratado-retratante, quien nos ha suplantado en nuestra posición de dueños de la distancia que permite la observación, en un muy sui géneris ejercicio de desdoblamiento.

Velázquez, en 1656, había hecho algo similar en Las Meninas. El pintor se autorretrato mira y darte de un proyecto mental entre el autorretrato anterior al siglo XVI y el que vino a continuación involucra asi observa y ó trabajando, y ahora nos observa para siempre con el pincel en la mano. Así cierra el genio andaluz el círculo del dominio pleno del acontecimiento que trasciende tiempos y espacios.

Por su parte, Dalí realizó un vermeerianoretrato de Gala, una pieza notable por la presencia de luces y sombras y de perspectivas logradas con admirable maestría. Gala posa frente a un espejo. El catalán, desde atrás, observa a la musa para pintarla, mientras su imagen se refleja en el espejo al lado del de la mujer. De pronto Dalí se ha vuelto el centro de un retrato que es también autorretrato, y su control abarca ahora incluso nuestra inesperada presencia.

En O´Gorman volvemos a encontrar una presencia invasiva del creador. O´Gorman está profundamente ocupado con sus retratos múltiples. Tan es así que los realiza desde cualquier lado, inclusive desde nuestra posición misma. Pero cuando – momento inasible para el tiempo y los estándares cronológicos – se nos queda mirando, habiendo terminado su trabajo inconcluso (paradoja máxima) manifiesta nuevamente su control sobre nosotros. El espectador es él, que nos mira desde dentro y desde multiplicidad de fórmulas.

Montenegro, por su parte, se reproduce y es reproducido a través de la esfera que lo contiene en su propio estudio. Mientras pinta – quizá su propia imagen – se detiene para mirarnos de reojo y franquear la distancia que lo separa de nosotros. Ha tomado nuestro lugar. Nos involucra en la historia y nos hace sentir incómodos.
Este juego espacial al que nos invitan estos autores es eminentemente subversivo, como nos dice Estrella de Diego. Y sí: se trata de un juego perturbador. De un juguetón ejercicio de mofa que también es una osadía. Un reto al orden de cosas. Una transgresión de tiempos y espacios convencionalmente entendidos.
Según Estrella de Diego existe una diferencia fundamental entre el autorretrato anterior al siglo XVI y el que vino a continuación. Quizás antes nadie se había atrevido a cuestionar la frontera entre el espacio del retrato y el espacio del espectador (¿será?). De cualquier modo es en algún instante que esta frontera se vulnera, que el cuadro se desborda, y que los que observaban se convierten en observados a la vez que en elementos indispensables para la existencia circular de la obra.

Y se rompe así una barrera tradicionalmente infranqueable entre el artista retratado y el espectador.Nuestra posición de privilegio de pronto queda violentada. El creador de la obra de arte nos ha arrancado el monopolio de la observación de lo presentado.
¿En qué formas nos necesita el cuadro para completarse? ¿Pueden existir estos autorretratos sin nosotros? Sospecho que no. Parece que sin nuestra mirada resultan irrelevantes. Sin tener a quién invadirle el espacio que legítimamente le corresponde como observador, el autorretratado está mejor sin su propia presencia en el lienzo.
Volvemos a mirar el retrato de Montenegro que se pinta mientras observa a través de esa esfera tan suya. Reynolds nos pone atención bajo su mano-visera. Dalí nos mira a través del espejo y se ríe cuando percibe que cuestionamos finalmente nuestra posición de espectadores únicos. Velázquez tiene los bigotes retorcidos de satisfacción ante nuestra mirada azorada. El artista invade nuestro espacio. El pintor nos guiñe el ojo y nos invita a completar su obra.