Nadie narra su propia muerte

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Para Iñigo
Nadie narra su propia muerte.  Nadie se muere la víspera, tampoco.  O al menos eso dicen.

Una vez oí sin permiso una conversación telefónica, haciéndome el que ordenaba unos platos mientras mi hermano, serio (con esa seriedad propia de ese infante que de pronto se considera a sí mismo un adulto respetable), sostenía curiosa charla con alguien que estaba en algún otro lugar (naturalmente).  Habría de enterarme, con las pistas que me arrojaría en los siguientes instantes la conversación que yo escuchaba como espía, que el hombre con quien el chamaco hablaba era el Faraón de Texcoco.  Ni más ni menos.

– Es que tengo un cuadro en el que sale usted, maestro – decía con un entusiasmo que nunca le volví a ver al hablar con alguien tan viejo – y me gustaría saber si me lo puede firmar.

-¡Pero es que yo no puedo ir a su casa, maestro! – gritó angustiado luego de haberse quedado atento a las palabras del viejo, que seguramente (no podía ser de otra forma) le invitaban a pasearse por la finca de Texcoco.

Otro silencio.

-¡No puedo ir! – Casi gritó desconsolado, acalambrando la garra sobre el auricular – Es que…  ¡soy un niño!

Al matador de toros debió parecerle simpático todo el cuento.  Que un niño le hablara para pedirle que le firmara un cuadro de un conocido pintor de tauromaquias, era ya de por sí divertida historia.  Que luego el escuincle le confesara agobiado tener una edad que le inhabilitaba para disponer de su tiempo, y que le impedía ir corriendo, con el bastidor bajo el brazo, a visitarlo, era la puntilla de una divertida tarde.

No sé yo de dónde habrá sacado Iñigo la idea de que un óleo sobre tela pudiera ser adornado al plumón con la firma temblorosa de un anciano que, cuando no lo era, sostenía la muleta con pulso de hierro y templaba con la cadencia que demuestran los dioses cuando no están enojados.  En todo caso le había parecido que era importante que esa obra de Ruano Llopis, del gran Carlos Ruano, esa que representaba a un matador de tez tan morena y terno ceñido al cuerpo, completara su esplendor con el registro de que el retratado había aprobado lo plasmado en la tela.  Algo así.

Silverio Perez

Fuimos, eventualmente.  Nos llevó mi padre.  Yo también me colgué: siempre me habían hablado de Silverio Pérez, una leyenda viva, y había oído de su carisma cuando ponía en el tocadiscos un pasodobles del Flaco de Oro que me gustaba.  Y en efecto: el viejo era queridísimo, y fue con nosotros de una gran generosidad.  Especialmente con Iñigo, quien tanta gracia le había causado.

Pero acá lo importante es recalcar que nadie narra su propia muerte.  Nadie lo ha hecho, a pesar de haber podido hacerlo, como Jesucristo.  Hace unas noches, en el radio peroraba – con acento yucateco y todo el paquete de cursilerías – Felipe Carrillo Puerto.  Contó sus proezas; habló de sus puestos políticos y de su encumbramiento como gobernador con casa en Mérida, la blanca.   Mientras el farsante se hacía pasar por prócer, pensaba yo que sería el colmo, con todo lo inverosímil de la historia y lo patético del espectáculo acústico que yo, en un masoquismo provocado por el sinquehacer, me imponía a mí mismo, que sería el colmo – repito para hilar – que al tipo le diera por hacerse el espíritu y hablar de su trágico fin.  Pues lo hizo.  Me llevé la mano a la frente y sacudí la cabeza en gesto reprobatorio.  A nadie importaba, de cualquier forma.  Sólo me contemplaba – o eso creía yo, para no sentirme tan solo – desde lo alto de su aposento encima de una columna a lo de Simeón el Estilita, un ángel dorado en toda su gloria.

Felipe Carrillo Puerto no narró su horrenda muerte.  Me queda claro.  Tampoco el faraón de Texcoco.  A nadie le da tiempo de hacerlo, y es una pena.  Nadie podría hacer un recuento de daños con mayor lujo de detallas.  En fin.  Así es de injusta la vida… y un tanto más la propia muerte.

Nadie narra su propia muerte.  Quien lo ha hecho, casi siempre se ha equivocado (la historia nos ha regalado excepciones, por supuesto).  Quien ha decidido no hacerlo quizás haya perdido la oportunidad de haber tenido razón.  La obra de Ruano Llopis, consagrada a retratar la estética del arte taurino, refleja al óleo la inevitabilidad contingente de la existencia.  Nacer implica, ya de suyo, morir.  Nacer para ser torero puede implicar más altas probabilidades de morir por desangramiento.   En cada escena de baile entre hombre y bestia, en cada acercamiento sensual de trascendencia apolínea, el pintor español insinúa un fin que desconoce, pero que le parece sin duda realizable.

El Faraón de Texcoco firma el cuadro.  Avala el registro de su existencia, manchando de tinta una obra realizada por alguien más, y firmada, también, por otro.  La imagen no pudo haber tenido origen más que gracias a la realización previa de la acción taurina del de Texcoco, que en el trance pudo morir.  Ruano se convierte en Silverio al momento de hacer suyo un momento que coquetea con la muerte.  Silverio se vuelve Ruano, al acreditar, a toro pasado, el registro de un episodio, que, de haberlo así querido Cronos, hubiera desembocado en la imposibilidad de ser de una mano que sostuvo una muleta para firmar una obra eterna.

Firma Ruano Llopis

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