Esta semana se empalmaron dos noticias sobre la seguridad nacional en México. Cada una, sin embargo, con una visión profundamente diferente respecto a la otra. Por un lado, el presidente electo Andrés Manuel López Obrador anunció que, como parte de su alejamiento del Estado Mayor Presidencial, será un grupo de veinte personas quienes se encargarán de su seguridad personal. Todas ellas, dice el presidente electo, son de toda su confianza. “Me cuida el pueblo”, y “Ustedes [periodistas] me van a estar cuidando” son frases que ha repetido AMLO una y otra vez en foros públicos. De fondo está el argumento de la austeridad republicana que repudia los excesos en gastos de funcionarios públicos en general. La medida ha sido seriamente criticada por expertos y en general por buena parte de la prensa nacional. El argumento central es que la seguridad del presidente electo supone un asunto de seguridad nacional. No se está cuidando a Andrés Manuel, sino al próximo Jefe de Estado mexicano.
Por otro lado, el gobierno del aún presidente Enrique Peña Nieto estaría por adquirir un paquete bélico compuesto, entre otras cosas, por ocho misiles con un valor aproximado de 41 millones de dólares. La noticia salió a la luz a raíz de un comunicado emitido por la Agencia de Defensa de Cooperación y Seguridad de Estados Unidos, país de compra del armamento. En el comunicado, dicha agencia asegura que la compra ayudará a modernizar las fuerzas armadas mexicanas a través de “expandir el apoyo naval y marítimo existente a los requerimientos de seguridad nacional”. Apenas en enero pasado el gobierno mexicano negoció otra compra de armamento con el Departamento de Estado estadounidense. En aquel mes, el paquete fue de 98.4 millones de dólares en misiles y torpedos. En ese momento, la comunicación de la autoridad estadounidense justificó la compra a través de recordar que México ha sido “un socio fuerte en el combate al crimen organizado y a las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas”.
Por un lado, el gobierno saliente dota de armamento de guerra a las fuerzas armadas mexicanas con un argumento de seguridad nacional, mientras refuerza la relación militar con el vecino del norte. Por el otro, el gobierno entrante menosprecia el perfil de las amenazas y apela a un discurso de austeridad que empieza por la máxima figura individual de la administración pública, es decir, el presidente. Ernesto López Portillo, Secretario Técnico del Foro Mexicano para la Seguridad Democrática de la Universidad Iberoamericana, lo observó con claridad: “hay dos narrativas ambivalentes sobre un mismo problema”. Son, además, dos interpretaciones diferentes –aunque implícitas– de la seguridad nacional. Por un lado, armarse hasta las costas en función de un enemigo ambiguo y una estrategia fracasada. Del otro, bajar la guardia hasta en la cocina de la presidencia y confiar ciegamente en el “pueblo amigo”, figura ciertamente igual de ambigua. La crítica, aquí, es que la estrategia es ingenua.
No es que las dos visiones mientan deliberadamente, ni que una esté correcta a costa de la otra (o al menos no necesariamente). El tema es más complicado porque ambas narrativas tienen una poderosa función simbólica: ofrecen una explicación y una perspectiva, es decir, construyen discursos. En ese sentido, quizás no importe tanto que los misiles sean la compra más inteligente, o que la seguridad personal de AMLO sea la más eficiente en la historia del país. De lo que se trata es de transmitir un mensaje político a partir de símbolos. Ciertamente son visiones diametralmente opuestas. En todo caso, el ánimo mexicano está con relativa apertura para probar alternativas. No es para menos, la sangría ha sido inmensa en los últimos años. En todo caso, conviene que la ingenuidad del próximo presidente mexicano encuentre algo de razón.