A propósito de su último informe presidencial, Enrique Peña Nieto ha divulgado sus propios mea culpa. Se trata de breves mensajes difundidos, eso sí, en cadena nacional e Internet. En ellas, el aún presidente explica su visión respecto a condiciones generales del país. Sin embargo, son particularmente interesantes aquellas donde habla en torno a acciones, dichos y decisiones realizadas en momentos políticamente relevantes de su administración. Ayotzinapa, la casa blanca y los gasolinazos son ejemplos al respecto. El tono es relevante: se trata de un Peña Nieto confesado, justificándose a la menor provocación. Son, por decir lo menos, mensajes tardíos.
El contexto también es muy relevante en ese sentido: Peña Nieto adoptó estas narrativas en medio de una transición de gobierno por demás atípica. En su papel de presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, ha tomado las riendas del gobierno de manera práctica y simbólica, aunque todavía no legal. Mientras tanto, el aún presidente en funciones luce ausente, débil y sin perspectivas de incidir en la agenda ni en las decisiones. Por un lado, gobierno que no gobierna, o lo hace pasivamente. Por el otro, gobierno que pretende gobernar sin aval legal, pero con un respaldo político inusual. Es un escenario ciertamente nuevo que, con todo, se acentúa en estas condiciones.
“Pasar a la historia” es una frase que condensa una obsesión frecuente en mandatarios alrededor del mundo. Es como si esa Historia (así, con mayúscula) funcionara como una ambigua mezcla de disciplina y relato. Una extraña encarnación de la jueza final, la ineludible pero también la legítima. ¿De los arrepentidos será el reino de la Historia? Los mandatarios mexicanos no son la excepción en este sentido y parecen valorar el juicio histórico explícita o implícitamente, y en mayor o menor medida. Probablemente López Obrador encabeza a los explícitos contemporáneos: “Quiero pasar a la historia como un buen presidente”, dijo minutos después de ser declarado virtual ganador de la elección presidencial.
Además, el próximo presidente ha sido enfático en “no querer pasar a la historia” como Felipe Calderón o como Vicente Fox. Además, en su caso, ha dado señales de valorar símbolos históricos nacionales, de ahí sus guiños con Juárez, Madero y Lázaro Cárdenas, o también la ya famosa idea de la cuarta transformación. Sin embargo, aunque sus antecesores han sido más o menos explícitos al respecto, ciertamente no omisos a la preocupación del “juicio de la historia”. En un tono más bien implícito, Felipe Calderón estaba particularmente preocupado por no pasar a la historia como el presidente de la guerra contra las drogas y, más precisamente, como el responsable de las políticas que desencadenaron una de las etapas más violentas en la historia reciente del país.
Por su parte, Vicente Fox ha recibido incontables y merecidos reproches por haber derrochado el capital político de la transición de partido político político en el gobierno. Aunque usualmente reduccionista, ese juicio histórico suele traducirse en ejercicios prácticos memoria. En ese sentido, la memoria del gobierno de Peña Nieto está embalsamado por el sello de la corrupción, y eso que el juicio histórico aún no ha empezado. Jesús Robles Maloof, uno de los más aguerridos defensores de derechos humanos del país, lo sintetizó en un tweet; para él, Enrique Peña Nieto “pasará a la historia como el presidente más corrupto. Tres meses más para hacerse publicidad y el resto de su vida para afrontar la verdad”.
En última instancia, la obsesión de gobernantes por limpiar una imagen generalmente refleja lo sucia que llega al confesionario. Se dice que a disculpas no pedidas, acusación manifiesta (locución del latín Excusatio non petita, accusatio manifesta). En este caso, muchas disculpas y rectificaciones se exigieron, y la mayoría de las peticiones se hicieron en tiempo y forma. El silencio y la omisión que devolvieron la mayoría de los funcionarios se tradujeron en falta de justicia. Para muestra un botón. De acuerdo con el sexto informe del propio presidente, el 73.3 por ciento de los mexicanos se sentían inseguros en 2014, mientras que en 2017 la cifra no sólo no descendió, sino que aumentó un punto porcentual. En ese contexto, los mensajes difundidos son inoportunos, publicidad personal para intentar “pasar a la historia” de la mejor manera.