Mis apellidos y mi cara de cedro libanés perdido en el desierto de Lut, en combinación con mi pasaporte mexicano, han generado toda clase de situaciones en los aeropuertos internacionales, sobre todo en los del país vecino. Perdí un vuelo sentado en un túnel junto a contrabandistas tunecinos en París, porque los agentes no creyeron que nadie me había ayudado a la hora de hacer mi maleta; cuando la mamá de un amigo me pidió que llevara un violonchelo no pudo imaginar que en la escala de Nueva York, la brea del arco me relacionara con el tráfico de drogas; y, en España, un agente migratorio luchó con la idea incomprensible de que un Azar Manzur tuviera un pasaporte mexicano, discusión que sólo pudo detenerse cuando me inquirió si no traía bombas y le pedí que me revisara, incluso las muelas. Dicha respuesta lo convenció de mi nacionalidad. En Nueva York tuve que ir a rasurarme al baño de la terminal aérea ante el convencimiento del agente migratorio de que yo no era el mismo que aparecía en el pasaporte. En Frankfurt, los integrantes de la compañía de teatro con los que iba apostaban para ver si me detenían en alguna revisión aeroportuaria y a mi hermana, en Atlanta, sin que yo viajara con ella, la detuvieron y, en el cuartito de los acusados, le preguntaron por qué yo no me había casado.
Mi relación con los aeropuertos ha sido una mezcla de una película de Peter Sellers (entre Dr. Strangelove y What’s up Pussycat) y El expreso de medianoche. Sin embargo, después del 2001, más bien siento que me persigue Jack Bauer cada 24 horas. Si antes de la caída de las torres gemelas, pude detener la discusión con el agente aduanero que quería saber por qué era yo estudiante con un “para no ser agente aduanero”, me queda claro que dicha respuesta hubiera dado lugar a una ida al cuartito después del 2001. Si antes de ese 11 de septiembre podía compartir la mesa de comida con la esposa de un primo, después, ella no tardó en anunciar que me bajaría del avión si nos encontráramos ahí.

Pero más allá de esta perorata lastimosa de mi relación personal con los aeropuertos, la relación de todos con la seguridad ha cambiado. Acabamos de cumplir 17 años del día que acrecentó nuestro miedo y que puso un punto y aparte en las relaciones internacionales. A medida que se ha hecho más sencillo moverse por el mundo, más sospechosa se ha convertido nuestra convivencia. Esta paradoja se vuelve más profunda cuando tratamos de saber si luego de la caída de las torres gemelas hemos sido capaces de sentirnos más seguros. No. ¿Nuestras políticas de contra el terrorismo han logrado menguar su mensaje y su fuerza? Tampoco. Si bien los escritores se lanzaron inmediatamente a tratar de darle forma a la tragedia (gran ensayo el de Martin Amis e inolvidables novelas las de Safran Foer, de Don DeLillo y de Frédéric Beigbeder), las políticas se han enredado en fracasos y en radicalismos que impiden proceder a encontrar una solución.
Se sabe que el terrorismo no sólo no se ha controlado, sino que ahora es más fuerte, aunque la mayor parte de sus ataques se concentren en los países de origen, como Siria y Afganistán. En 2002 se había capturado un tercio de los líderes de Al Qaeda y, aun así, su presencia ha crecido. Si oímos los discursos de los grupos terroristas actuales, notamos cómo se han radicalizado y cómo dicha radicalización ha encontrado eco en muchas personas. La guerra contra el terrorismo es un boxeo de sombra contra un enemigo disperso alimentado de valores trastocados que puede ser nuestro vecino. Bombardear los países de origen como respuesta a los ataques terroristas ha dado el mismo resultado que el de tratar de apagar un incendio con gasolina. Más allá de las teorías de conspiraciones incapaces de aceptar que en la vida hay circunstancias y casualidades, estos 17 años han girado el curso de la historia.
Sin embargo, los resultados electorales de los últimos años y los discursos políticos que han tenido eco en los votantes no parecen indicar que éste sea el momento de cambiar el curso de las políticas. Quince años después del final de la Primera Guerra Mundial subió Hitler al poder. Quince años después del 2001, los discursos radicales llegaron al poder. ¿Tendremos tiempo?
muy divertido texto. y muy cierto: no nos sentimos más seguros.
Tienes razón
A los que nos vemos diferentes siempre nos ha sido complicada la onda aeropuerto. Pero si además usas barba,-siendo hombre-, y tu nombre te pone en evidencia, ya valió el asunto.
No sé si estemos más o menos seguros, a nivel mundial, que acá en México la respuesta es obvia.
Pero estamos más informados, nos ahogan las noticias.
Tons, nos sentimos inseguros.
Y por eso llegan al “poder” quienes llegan por voto ciudadano.
Buena estrategia.