En La isla de la pasión, su primera película, Emilio Fernández, El Indio, dirigió una escena que siempre me ha parecido un retrato del alma nacional: Julio, interpretado por David Silva antes de que lo encasillaran como boxeador, está picando piedra en el calor insoportable de la isla. La cámara se retira para recibir a Lolita, la esposa, interpretada por Isabela Corona. Al verla llegar, Julio lleva a cabo dos acciones para permitir que ella lo encuentre: deja el pico y se seca el sudor. Ya la escena va tomando el ambiente de dolor necesario. Ella lleva un paliacate en la cabeza, lo que le permite llevar con la dignidad necesaria la canasta de comida para su marido. Cuando Lolita llega, Julio, acorde al ambiente creado, le lanza la pregunta más intensa que alguien puede arrojar: “¿qué me trajiste de comer?”. Ante tal inquisición y sin perder el ánimo creado, ella aspira con fuerza, enarca las cejas, al mismo tiempo que encorva los labios para contestar algo inesperado, doloroso, inolvidable: “Paaaato”. Así es, “¿qué me trajiste de comer? Pato”, un diálogo esencialmente inocuo logró generar una escena altamente melodramática.
El melodrama es un género dramático que se comunica con facilidad. Plantea personajes planos y esquemáticos, el bueno contra el malo, un bueno que roza la estupidez y un malo tan malo que se convierte en Balvado (es preciso pronunciar esta palabra de la misma forma que Isabela Corona contestó “pato”, para así descubrir que el Balvado resulta mucho peor que el malvado); se construye alrededor de estructuras sencillas, de preferencia una curva lineal que no complique mucho; como apela a sentimientos primarios las exigencias actorales no son mayúsculas y fácilmente se acude a actuaciones cliché (como taparse la cara para indicar sufrimiento); no deposita grandes dudas en nuestro interior, es predecible, y como envejece pronto, da lugar a repetirlo para que las nuevas generaciones se relacionen con él.

Por supuesto que no es el mismo melodrama aquél que abusa de los crepúsculos mientras los personajes corren por las praderas y se abrazan en la cúspide, que aquél en el que se quema El torito mientras los gritos de Blanca Estela Pavón retumban en nuestra memoria. No es lo mismo creer que nos convertimos en el Almodóvar mexicano que llevar diez años contabilizando los milagros de la Virgen de Guadalupe.
El jeroglífico del alma nacional se diluye en los dilemas del melodrama. Nos sentimos muy cómodos frente a las telenovelas, adoramos las noticias que vienen revestidas de sensiblería y no estamos plenamente contentos con el atleta que acaba de ganar una medalla olímpica, hasta que llora porque lo comunicaron con la tía que le regaló sus primeros tenis y con la abuela que lo llevaba a entrenar. Preferimos contar la historia patria como una confrontación de buenos contra malos en la que “el público, el público, el público”, como le dijo García Lorca a Margarita Xirgú, además, siente una simpatía por los personajes derrotados. Para nosotros los procesos históricos se reducen a eso. Cuando Julio Valdivieso, el personaje principal de El testigo de Juan Villoro, vuelve al país tras 20 años de exilio, lo hace porque lo invitan a escribir un guion para una telenovela acerca de la Guerra cristera. Villoro acierta en eso, porque hemos preferido trivializar nuestra historia para no preguntarnos mucho sobre ella y tener la posibilidad de entenderla de una sola forma. Por esa razón, tenemos Balvados que quisiéramos borrar de nuestra historia (resulta indisociable el nombre de Victoriano Huerta con el sustantivo “usurpador” que lo precede) y somo incapaces de poner en duda a los buenos porque eso sería tan oprobioso como hablar mal del jaguar, del ahuehuete o del lago de Pátzcuaro.

Preferimos contar así las cosas porque no nos obligan a profundizar; optamos por gritar a los cuatro vientos en lugar de entender los procesos de la lucha política. A medida que nuestras circunstancias políticas se asemejan más al teatro del absurdo (o al realismo mágico), elegimos la narración melodramática porque es más simple, sobre todo ante los argumentos irrecusables de “así ha sido siempre”, “todos sabemos” o de “se los dije” con la condescendencia del dedo flamígero por todo lo alto.
Y nos está pasando de nuevo. Los discursos esperanzadores envueltos en la bandera de Juan Escutia frente a los psicodramas en las redes sociales que se asemejan a los gritos de la esposa del reverendo Alegría demuestran que no estamos a la altura. El momento que vivimos exige de nosotros algo más que el discurso maniqueo, por cierto, tan apreciado por los políticos. Transitar este episodio por medio de las características del melodrama nos ubica en una situación artificial, por cierto, sin la belleza del artificio escénico. Me parece que es nuestra obligación.