El documental, producido y dirigido por Gabriel Dombek con el apoyo de la de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito y del Instituto Mexicano para la Justicia, exhibe de manera descarnada la cruel circunstancia de desamparo en que habitan miles de niños y adolescentes en nuestro país. No son las carencias físicas las que nutren la pantalla con su desolación y miseria, sino la orfandad brutal que impone soledad y violencia como normalidad de las familias. La violencia como lenguaje, la violencia como entorno, la violencia como una constante que inocula odio y resentimiento.
Aunque el documental toma la condición desahuciada de Guerrero como objeto de análisis, la radiografía es exportable a todo el país. La invisibilidad de la infancia mexicana en estos núcleos de nuestra sociedad es una herida punzante, que drena la peor materia de nuestras décadas de olvido, injusticia, miopía e inacción. El verdadero naufragio no es, siquiera, la estridente realidad que nos estalla en la cara, sino la ausencia de esperanza y futuro, el fracaso rotundo de un sistema que no tiene nada que ofrecer a los últimos en la cadena de errores y olvido. ¿Qué les decimos a las madres que buscan a sus familiares desaparecidos entre fosas clandestinas? ¿Qué consuelo tenemos para compartirles?
En la ecuación del mal hay muchos ingredientes: la discriminación permanente hacia grupos indígenas; la marginación y sometimiento a las mujeres; un sistema penal y penitenciario podrido; el fracaso grotesco de la tesis de la readaptación social de sentenciados; el castigo institucional a la pobreza; la ruptura de la infraestructura de solidaridad a los invisibles; la intervención desorientada de un ejército asustado que hace uso del único recurso que conoce. La ausencia de amor y cobijo como expresión sutil que reivindique nuestra condición humana. Así se construye esta realidad aplastante en la que se llega a ser nadie, para nadie.
Con la suma de las partes se construye esta única encrucijada para los desamparados: migración o delincuencia. Nuestros niños y jóvenes entregados a los grupos criminales como materia prima; los dispuestos a todo porque no se es nada.
En medio del relato, la soledad de las manos del protagonista buscando un punto de apoyo, un punto de inflexión. El habla y casi no se le entiende. Es un lenguaje distinto, ajeno, construido con otros significados. El idioma del exiliado de una sociedad que, de todas formas, desde hace mucho no lo escucha. Por eso, la aparente falla en el audio no es tal, es una forma elocuente de mostrar que la comunicación, como acto primario de comunión, esta fracturada.
Desde ese lugar, nuestra vehemente condena a los desalmados que violan, secuestran, torturan y matan, pierde entereza. Se desvanece la tesis del criminal que debe ser aislado para siempre de la sociedad, para ser suplantada por ese mismo personaje, 20 años antes, esperando ser abrazado por la misma gente que hoy lo señala y repudia.
La descomposición que Dombek retrata en 40 minutos de imágenes terminan, como todo material fílmico, con la palabra “Fin”. Es el mejor final, pensar que llegamos a ese punto en el que ese país termina para nacer de nuevo. Éste tiene que ser el fin. Porque es una vergüenza dolorosa saberse mexicano en un México así de dividido, así de jodido, así de injusto, así de indiferente y así de ciego.