“¡Paren el mundo, que me quiero bajar!” es una frase que describe la compleja escena internacional de estos días y que tomamos de la cinta musical de Philip Saville (1966). Y es que al no ceder ante el naciente multilateralismo, las hegemonías trastocan los cimientos del orden internacional e insisten en imponer su visión del mundo aunque sea una flagrante transgresión de la geopolítica.
Analizar lo que ocurre a nivel planetario, nos conduce al filósofo croata Danilo Zolo, quien apunta que la geopolítica de la crisis confirma la disputa de proyectos dos estratégicos: multipolarismo y pluriversalismo. El pluriversalismo definiría un mundo donde las interacciones e interdependencias son profundas y se extienden a una escala global tan profunda y extensa, como la complejidad de los fenómenos por analizar.
Y así es de complejo, profundo y extenso el escenario global en estos días. Apenas el 23 de enero el presidente estadounidense, Donald John Trump, inauguraba la modalidad de reconocer a un gobernante extranjero vía Twitter, al dar su visto bueno al autoproclamado presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó. Para los críticos de ese respaldo político se trataría de una “democracia fake” y para sus partidarios, sería un acto eficaz.
Y mientras los estrategas estadounidenses idean cómo socavar la lealtad de las Fuerzas Armadas venezolanas, es necesario reconocer que a Nicolás Maduro se le agotan las opciones y necesita el diálogo. En estos momentos, el peor escenario sería el retorno de los Golpes de Estado (militares o constitucionales) de nuestra región y todos en nombre de los buenos principios.
Paradójicamente, en ese entusiasmo por la democracia sudamericana del magnate neoyorquino lo acompañan los mismos sectores estadounidenses que, desde que ganó la elección de 2016, han cuestionado la legitimidad de su presidencia.
También lo respaldan la Unión Europea (UE) y Canadá, con los que ha chocado política, ambiental y comercialmente. Ése es un éxito para quien como candidato ofreció “dejar de inmiscuirse en las políticas de otros países para conseguir cambios de gobiernos”.
Y tras superar el más largo cierre administrativo porque los demócratas le regatean dinero para el muro fronterizo, en su discurso del Estado de la Nación el presidente más poderoso del planeta anunciaba desafiante: “¡Lo haré construir!”.
Y tras la ovación de sus partidarios en el Capitolio, el 5 de febrero, el empresario inmobiliario afirmaba que en el siglo XX Estados Unidos “salvó la libertad, transformó la ciencia y redefinió el estándar de vida de la clase media para que lo viera todo el mundo”.
Muy lejos de ese triunfalismo ‒a 6,218.2 kilómetros‒ estaba Bruselas, sede de la Unión Europea (UE), humillada por el Brexit decidido en el referéndum de 2016 y que constituye el mayor suceso histórico-político en Europa, desde la caída del Muro de Berlín.
El divorcio lo pidieron multimillonarios, conservadores y separatistas en nombre de la independencia; su exitosa campaña mediática sumó a tres millones de indecisos que denunciaban el poder extraterritorial de la “euro-burocracia” y la falta de democracia del bloque. Si el 29 de marzo se concreta el retiro británico, el bloque comunitario espera penalizar de modo ejemplar a Londres para que ningún otro miembro lo imite.
Al acercar la lente al mapa global encontramos que, hace más de 100 días que en Francia los ciudadanos exigen decencia en la conducción de los asuntos públicos y que el gobierno de Emmanuel Macron cambie su política económica.
Contra todo pronóstico esos franceses, agrupados en el movimiento “Chalecos Amarillos”, se mantienen luego de tres meses y de 11 víctimas mortales ocasionadas en los choques con las fuerzas del orden.
Y mientras desciende la popularidad del mandatario francés, él concibe de modo distinto la apertura democrática y ha decidido respaldar la iniciativa de ley que frene las protestas de “los Amarillos” por su política económica.
Sin embargo, otra es la idea de apertura cívica que detenta la comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Dunja Mijatovic, quien ha anunciado que estudiará las “posibles vulneraciones a los derechos humanos” en esas manifestaciones.
A 2,401,1 kilómetros de París, la democracia participativa-electoral sufría un fuerte golpe cuando en Kiev, la justicia ucraniana impedía al líder de izquierda, Petró Simonenko, presentarse a la elección presidencial del 31 de marzo. Eso sucedía al mismo tiempo que en Berlín la plana mayor de la política alemana, encabezada por el presidente Frank-Walter Steinmeier, conmemoraba el centenario de la asamblea constituyente de la que nació la República de Weimar (1919-1933), con un llamado a defender la democracia ante sus enemigos.
Y precisamente en nombre de la democracia en Madrid, a unos 2,320 kilómetros de Berlín, se desataba una intensa tormenta política en el gobierno español por la “cuestión catalana”. Y es que, a petición de independentistas y euro-fóbicos de Cataluña, Madrid aceptaba la figura de un relator en el diálogo entre partidos. En reacción, la oposición de derecha acusaba al Ejecutivo socialista de “traición” y convocaba a protestar contra la decisión.
Las formas de gobierno que se han dado en los Estados del planeta confirman que son todo, menos aburridos.
Excelente artículo, muy revelador de nuestra realidad actual y con referencias claras y educativas sobre distintos puntos en la historia en los que estos intentos han sucedido. Es excelente siempre recordar “experimentos” (desgraciadamente aplastados) como el de la República de Wiemar que nos recuerdan el valor de la libertad frente a la “propaganda”, entre otras cosas. Efectivamente el mundo parece estar al revés… Me quiero bajaaaaar!
Agradezco su inteligente contribución. Efectivamente, resultaría muy positivo traer al presente las lecciones que dejaron a millones de personas, intentos tan valiosos como la República de Weimer. Saludo cordial