Es un desafío analizar el colonialismo desde el siglo XXI. Hace 500 años comenzaba el proceso de ocupación militar, dominio político y explotación económica de territorios, sustraídos a una población originaria más numerosa –catalogada inferior por esa concepción de biopolítica asociada al racismo que citaba Michel Foucault‒, por una minoría extranjera. Pese a sus múltiples rostros, el objetivo del colonialismo era obtener del territorio colonizado todo el beneficio económico, militar y político, mientras se crea la percepción entre los colonizados, que el colonizador es indispensable para su supervivencia. ¡Y claro que ninguna entidad se disculpó por lo que estimaba era casi su “destino manifiesto”!
Se pensaría que el mundo tiene una distinta visión geopolítica en este 2019 y, por tanto, que serían menores los resabios del colonialismo y neocolonialismo. Pero no es así. Hoy potencias y Estados ya no colonizan territorios. Lo hacen las corporaciones que, con visión geopolítica, desarrollan estrategias para controlar espacios y ello se traduce en monopolios de rutas, transportes, mercados, mercancías y precios.
Es decir, que el poder se expresa en forma tridimensional: es estratégico, económico y político, por lo que la dependencia de los territorios no soberanos es política-financiera-tecnológica. Cuando las resistencias locales apelan a la Justicia para exigir retribuciones, los depredadores apelan o rechazan cumplir las sentencias
Ésa es la amarga experiencia de 30,000 mil miembros de las naciones Siona, Siekopai, Kofan, Kitchwas, Waorani y Shuar en la amazonia ecuatoriana. El 3 de noviembre de 1993 (hace 25 años), demandaban a la petrolera estadounidense Chevron por la devastación ambiental que ocasionó en sus tierras.
En agosto de 2002 la Corte de Apelaciones de Nueva York remitía el caso a Ecuador; hasta 2011 la Corte de Sucumbíos fallaba contra Chevron y la sentenciaba a pagar 9,500 millones de dólares. Chevron apelaba en 2012 y en 2013 se ratificaba la sentencia; pero en 2018 el Tribunal Arbitral de La Haya daba la razón a la petrolera que se niega a pagar. ¡Cosas de la extraterritorialidad y del mundo trasnacional!
Aunque prosigue la competencia por recursos y mercados entre potencias, ha cambiado la forma de obtenerlos. Las disputas ya no se libran como en el colonialismo, cuando los contendientes se veían cara a cara; todo cambió en 2001 con la operación Tormenta del Desierto contra Irak con los ataques aéreos. Ahora vuela sobre Medio Oriente el F-35 Lightning II (Adir, en hebreo), el más avanzado avión de combate por su capacidad ofensiva, sigilo e interconexión con otras naves para compartir información. Es decir, las guerras son de inteligencia artificial como los muy fieros robots-soldados y drones para cumplir a cabalidad el objetivo de succionar el petróleo, extraer el coltán o dominar los choke points del planeta.
Y paradójicamente en esos pasos estratégicos se sitúan excolonias británicas, españolas y francesas. Haití, las islas Malvinas, Guyana, Caimán, Palestina, Martinica, Turcas y Caicos, Gibraltar y Bermudas, tienen en común que son producto del colonialismo europeo; aunque hoy que se administren por acuerdos entre la población local y las ex-metrópolis.
Puerto Rico es un caso de neocolonialismo olvidado por analistas, humanistas y periodistas. El analista Luismi Uharte describía así al Estado-Asociado de Estados Unidos en marzo de 2018: “Puerto Rico, el último país del continente americano de habla castellana pendiente de independizarse, se encuentra sumergido en una crisis económica descomunal, donde se combinan bancarrota, deuda impagable y una absoluta falta de soberanía económica”.
No sólo la superpotencia tiene grandes deudas con sus neo-colonias; también las posesiones galas padecen el lastre colonial. “Vestigios de un pasado imperial, los departamentos y colectividades de ultramar han otorgado a Francia una posición geoestratégica envidiable a lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, en el ámbito socioeconómico siguen muy lejos del nivel de la metrópoli, su auténtico sostén. Por eso las manifestaciones de descontento social brotaron en varios departamentos en el pasado, el más reciente serían los graves disturbios en la Guyana”. Así las retrataba en agosto de 2017 el especialista en Estudios Euromediterráneos, Pablo Moral, en “Lejos de la grandeur: los territorios franceses de ultramar”.
Y ahora, como hace 500 años, la nación indígena Wayuu de la Guajira colombiana, protagoniza una resistencia anticolonial por la impune ocupación-contaminación-desecación de su territorio, hoy expropiado por la minería multinacional. En consecuencia, al trastocarse su medio ambiente se ha alterado la forma tradicional de alimentación de esa comunidad, que al tiempo que llora la pérdida de 26 fuentes de aguas, enfrenta amenazas de muerte para desalojar la zona. Ése es el neo-neo-colonialismo que es igual al colonialismo clásico y por el que, naturalmente, ninguna entidad o persona se ha disculpado.