El voluntarismo a toda prueba es descendiente predilecto de la irracionalidad. Ir en pos, así todas las señales de cordura indiquen que no es viable. Aun así. O, precisamente por eso.
La contracorriente como prueba de que la voluntad, por la voluntad misma, lo puede todo. Justo porque supone el irresistible influjo de la sinrazón.
Dislocar, dinamitar, desacomodar, desconcertar, descarrilar nada menos que a esa máquina con la que se invistió, a su vez, la imagen de un mundo en progreso constante.
La voluntad de lo irracional, la irracionalidad como voluntad, por eso, tendrá en la razón y el progreso, como categorías, la representación tangible de su enemigo jurado.
Casi desapercibida, con poca o prácticamente nula atención mediática, ha pasado una exigencia peculiar, aunque en realidad no tanto, entre las muchas demandas de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE): garantizar que en las escuelas bajo su control no haya Internet.
La pretensión no es nueva. Y tiene un contexto que supera, con mucho, la coyuntura y aun a la propia organización gremial y al país mismo.
En la idea de evitar que las escuelas estén conectadas a la red se cristaliza una aspiración vinculada con una idea central: todo aquello que represente la “invasión” del mundo moderno a la comunidad “originaria” y mítica rural, debe ser combatido hasta sus últimas consecuencias.
No es tanto el pasado como pasado mismo, sino el origen, lo que hipnotiza a las mentes que identifican (y combaten fieramente) como enemigo primero y último al progreso, especialmente al de tipo tecnológico.
Con el título de El príncipe y sus guerrilleros, en 2004, José María Pérez Gay, publicó una larga investigación de más de un cuarto siglo sobre las atrocidades ocurridas en Camboya entre 1975 y 1979.
Lúcido lector de los vericuetos de la Modernidad y sus formas, incluidas sus distorsiones más brutales, Pérez Gay empeña más de 20 años para tratar de comprender el contexto en el que Pol Pot fue capaz de llevar a la muerte a un cuarto de la población de su país en apenas cuatro años.
Pensar que aquellos criminales que gobernaron Camboya y llevaron adelante semejante genocidio eran unos locos, equivaldría a excusarles, bajo el epíteto psiquiátrico, de sus barbaridades.
El horror, el mayor horror, como enseñara en su momento Hannah Arendt, no fue que actuaran con locura, sino la racionalidad extrema de sus actos y pretensiones.
Detrás del alma genocida de Pol Pot se halla la construcción de lo rural como fuente de pureza originaria. El afán de dinamitar todo elemento contaminante de esa comunidad intocada, en especial el progreso tecnológico.
La voluntad como triunfo del tiempo original, lo arcaico como territorio en el que lo moral pervive inmaculado. La finalidad es tan necesaria como inevitable, se pregona, aún más: es sublime.
“Se trata de comenzar desde el principio”, escribe Pérez Gay, a las huestes enfebrecidas de anti-progreso tecnológico al mando de Pol Pot, los Jemeres rojos, los impulsa el convencimiento de su “pureza moral” y de la “necesidad histórica” de su acción.
El recuento del intelectual mexicano continúa, “declaran abolidas las formas gramaticales de la cortesía… reescriben los libros de texto… Se prohíben las palabras que evoquen épocas reaccionarias, los nombres de los personajes históricos. Los militantes se obligan a cancelar todo rasgo de carácter personal…”.
Como ya había ocurrido antes con la Revolución cultural china, el pensamiento, los libros, los intelectuales “sabiondos”, toda manifestación del saber no es sino un signo ominoso que habrá que extirpar de la nueva era.
Históricamente, la idealización de lo arcaico ha tenido diversas formas y no pocos promotores. Revestir la violencia “justa” con los ropajes de la “buena causa”. Tornar lo primario, lo elemental en un estado de pureza, en un absoluto a alcanzar.
Una exigencia como la que la CNTE ha reiterado para mantener a las escuelas “libres” de Internet, no es en este marco inexplicable ni una ocurrencia más. No es ni siquiera una demanda entre tantas que a la organización, como estrategia, le gusta presentar.
La uniformidad del pensamiento, o sería más preciso: la uniformidad del no-pensamiento, subyace en un discurso que mira en el avance de derechos, responsabilidades, rendición de cuentas, transparencia y nociones como la de sociedad civil o ciudadanía, un “virus” al que deben enfrentar con fiereza.
La sociedad digital, interconectada, informada, con canales abiertos y acceso al mundo, les es amenazante; no se equivocan, lo es.
Lo digital como forma de organización se erige como universo de las evidencias. El macro espacio donde quedan testimonios, donde los datos se contrastan, donde no es tan sencillo que reine la palabra por la palabra misma.
El postulado no es nuevo. Tampoco pretenden que lo sea. De hecho, la noción de lo nuevo forma parte de ese mundo que se añora con dinamitar.
La pulsión por destruir, el gozo de recontar los escombros no consiste precisamente en edificar lo nuevo, sino en vivir entre las ruinas.
A ras de tierra, como lo hicieran, se supone, los primeros hombres; los puros.