Internet en bicicleta

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Rondaba el medio siglo. El mundo carecía de la sincronía que presume ahora. Dos años después de su premier, porque así se usaba antes, la película fue estrenada en nuestro país. El 6 de diciembre de 1950 fue la primera vez que Ladrón de bicicletas se presentó en México.

Joya del neorrealismo italiano, Ladrón de bicicletas, es un impecable y hondo retrato de una sociedad que, tras la guerra, debe restañar las heridas. Las sociales, las económicas, las personales e internas.

El argumento sobre el que el genio de Vittorio De Sica, el legendario director de Ladrón de bicicletas construye su laureado filme, toma como punto de partida un hecho nimio. Al personaje principal le roban la bicicleta con la que trabaja.

En tiempos en que las bicicletas se encuentran en las calles de las grandes ciudades y se pueden rentar por medio de una aplicación en el celular, el asunto puede parecer incomprensible en términos de lo que desata y significa.

Mas, puesta en el mundo donde ve la luz, una de las más bellas y conmovedoras películas filmadas jamás, logra dar con el entrecruce de toda historia inolvidable: lo cotidiano, que forma parte del universo absolutamente particular de los sujetos, y lo social, que entrelaza los destinos únicos a un gran destino colectivo.

Alguna vez, aunque pueda sonar extraño para quien nació cerca de este siglo, el adjetivo “bicicletero” era una forma de llamar despectivamente a los lugares donde el “progreso automovilístico” no había arribado plenamente.

"Ladrón de bicicletas"
Fotograma de la película “Ladrón de bicicletas” (Vittorio De Sica, Italia, 1948).

Entre el mundo de la película de Vittorio De Sica y los tiempos de los carriles confinados para ciclistas y los políticos ansiosos de que los fotografíen en ellas salvando al planeta, la bicicleta, sin quererlo, claro, simbolizó a finales de los años ochenta del sigo pasado, los excesos de un proyecto económico convencido de que el Estado debía contar con empresas propias al por mayor.

Bajo el nombre de Accesorios Tubulares Integrales, el Estado asumió que la producción de bicicletas y sus partes, como reza su descripción técnica, formaba parte de una estrategia de desarrollo. Al lado de instituciones bursátiles (Somex), líneas aéreas (Aeroméxico), producción y distribución de fertilizantes (Fertimex) o constructoras de camiones (Dina), se colocó a las bicicletas.

A la postre, cuando se vino el periodo de desincorporación de esas empresas, Accesorios Tubulares Integrales, es decir, la fábrica de bicicletas que “pertenecía a todos los mexicanos”, para decirlo en la retórica de aquella época, pasó a manos de la CTM.

En días recientes, desde la más alta responsabilidad pública del país, se ha expresado la posibilidad de que el Estado funde una empresa, paraestatal, desde luego, para hacerse cargo de los servicios de telecomunicaciones, particularmente, lo que tiene que ver con asegurar la conectividad en todo el territorio nacional.

En sentido inverso a las estrategias exitosas en el mundo en las que se privilegia incentivar la inversión, por encima de “poseer” empresas que históricamente han derivado en estructuras costosas e ineficientes, en México se vuelve a hablar de paraestatales. Extraño, sin duda. Por no decir, anacrónico.

Y no se trata de que el Estado no tenga responsabilidades que cumplir. Particularmente en materia de telecomunicaciones. Ámbito absolutamente estratégico, hoy, por donde se le vea.

Mas, está claro que plantear un esquema de control mediante una empresa paraestatal a la manera en que el país produjo bicicletas “nacionales” hasta los años ochenta, pasa por alto, al menos, dos consideraciones esenciales para nuestro tiempo.

La primera, ampliar la conectividad, “llevar Internet a todos los mexicanos”, como se ha dicho desde la más alta responsabilidad gubernamental, parece loable, pero es riesgosamente insuficiente.

"Ladrón de bicicletas"
Fotograma de la película “Ladrón de bicicletas” (Vittorio De Sica, Italia, 1948).

Conectar a las comunidades de más difícil acceso, no garantizará ni los servicios de calidad que la ley confiere como derecho de los usuarios, ni mucho menos fortalece, por sí misma, la obligación constitucional del Estado de robustecer a su órgano regulador constitucional autónomo.

Sobresale como una contradicción flagrante que, por un lado, desde el actual gobierno se hable de ampliar el acceso de Internet como derecho y, por otro, se pase por alto la necesidad de contar con un regulador que pueda crear mejores condiciones de inversión, competencia y servicio.

La segunda consideración vincula el ámbito privado con el social. France Telecom, convertida en el gigante Orange, tiene una estructura en la que el Estado cuenta con un poco más de 25% de las acciones, nada más. Y aunque su presidente lo nombra el Consejo de ministros, sus decisiones corporativas no pasan por el Palacio del Eliseo, por supuesto.

México tendrá éxito en ampliar su red de conectividad en la medida en que sea capaz, desde la responsabilidad del Estado de incentivar inversión, sí, pero a la vez, de acoger e impulsar proyectos sociales que, desde ya, están surgiendo y multiplicándose desde las propias comunidades.

Expandir con eficiencia y eficacia la conectividad no es producir bicicletas; y aunque lo fuera, ya se sabe cómo terminó aquella historia.

Recordatorio, punzante, de que como se dice en algún momento de la obra maestra de De Sica, hay cosas para las que ni siquiera los rezos de una madre pueden ayudar.

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