A Mayra Inzunza,
gracias siempre.
Ser dual, encarnación de la ambigüedad, de la doble, y contradictoria, condición con que lo humano dota a tantas cosas que le desconciertan y causan repulsa a la vez.
Se atribuye a Aristóteles el inicio del estigma sobre las salamandras. Fue él quien dejó plasmado que eran capaces de caminar sobre el fuego sin que les pasara nada.
Animal mítico y real, fantaseado y conocido, encarnación de maléficos dones en otras épocas, anfibio inofensivo, testimonia la ciencia.
Los señalamientos sobre los poderes sobrenaturales de la salamandra siguieron por muchos siglos. La Edad Media recogió de Plinio El Viejo, la firme creencia de que la saliva de la salamandra era capaz de secar un árbol.
El genio del gran Leonardo la hubo de ubicar también en esa zoología fantástica que cruza los siglos, al asegurar que la salamandra no tenía órganos de digestión, lo que explicaba por qué se alimentaba sólo de fuego.
Mas no todo es sombrío en la larga historia de las figuraciones que acompaña a la salamandra. Lo que es una cosa, es la otra también. Y así como se le señaló de resistirlo todo, ello le llevó a ser emblema de escudos y símbolo guerrero.
Del fuego le viene también, pues, la valoración que su ideación ha tenido durante siglos. A ellas, a las salamandras, corre la especia en sentido contrario a la maldición, debemos los humanos el fuego que portó Prometeo.
Según una versión del mito, fueron salamandras, ni más ni menos, las que portaron desde las profundidades el fuego que simboliza el saber, para entregárselo al héroe y que éste a su vez lo entregara a los humanos.
Anfibia, contradictoria a cuál más, protagonista de leyendas y maldiciones, portadora de historias fantásticas, la Ciudad de México es a su modo una salamandra que resiste y pervive entre descripciones radicalmente discordantes.
Ya en la superficie, ya entre las profundidades, avance y retraso, hazañas tecnológicas y obscenos arcaísmos coexisten en la ciudad capital, como si fuera posible no inmutarse por ello.
En una misma esquina una cámara monitorea en tiempo real con conexión a un centro de comando y vigilancia, y de modo simultáneo una luminaria, simple foco, se diría, hace meses que no sirve.
Luego, si se desciende, el Metro, esa proeza de otro siglo, ofrece wifi gratuito, y funciona, mediamente, pero funciona, sólo para que pueda mandarse un WhatsApp avisando a casa que las escaleras eléctricas siguen sin servir.
Una oruga gigante, hecha de tecnología pura, se escabulle entre los túneles que contienen el lodo de los siglos, restos del lago de origen.
Los túneles no ceden, pero entonces el lago, agua inquieta, vuelto mar de goteras, se hace presente desde la superficie e inunda por completo la estación.
¿Cómo puede ser que un usuario, el mismo usuario, digamos, un hombre mayor, pueda ir a bordo de un tren mirando en su celular un partido en vivo que en ese momento ocurre en Ucrania, y al descender deba enfrentar subir más de 100 escalones sin más ayuda tecnológica que un bastón?
La brecha tecnológica no corresponde, entonces, sólo a las diferencias entre personas y su grado de competencia para manejar dispositivos, a la manera esquizoide en que en un mismo espacio un servicio público puede ser tan portentoso y tan deleznablemente omiso con sus usuarios.
Del papel, de la planeación, de la imaginación de lo que será una administración a la dura realidad con sus amplias franjas de primitivismo en todo su (no) esplendor.
Porque una cosa es que quien aspira a gobernar lance como eslogan: Innovación y esperanza para la Ciudad de México. Y otra es que ya convertido en gobernante, los ciudadanos aspiren ya ni siquiera a que la innovación se refiera a lo nuevo, sino que se componga lo viejo.
O dicho de otra manera, que entre esas zanjas de lo inservible, la promesa de innovación, de instaurar lo nuevo, sea componer lo viejo, antes que crear, sobreponer, anunciar, fundar… lo nuevo sobre lo que no funciona.
Es de temer, dada la rapidez con la que crece y expanden las zonas de lo inoperante, que al final del día, los ciudadanos en efecto alberguen una esperanza: ya no innoven, hagan que sirva lo que servía.
¿Puede no haber wifi gratuito dentro del metro? Claro que puede no haberlo. Siempre será deseable que lo haya, pero lo indispensable no pasa por ahí. Lo indefectible es la dignidad de las personas.
Que a las y los ancianos se les resguarde de la indignidad de quedarse 15 minutos, recuperándose el resuello, en el rellano de una escalera automática que hace 5 meses no funciona.
Entre las muchas cosas que se les han endilgado históricamente a las salamandras está el que envenenaban, emponzoñaban, se decía, ríos, estanques, manantiales, incluso.
Un valle entero, se podría decir ahora. El ánimo y paciencia de los habitantes de una ciudad que no funciona.
No hay ser que pueda andar sobre el fuego y que no le ocurra nada.
No es mito.