Música: un fármaco sonoro

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En todas las artes existe una dimensión política que les otorga un espacio o función histórica. A veces, ingenuamente, se les considera simples actividades recreativas sin apreciar sus implicaciones sociales. Quizá con excepción del cine, la música es el arte más popular que pueda haber; mientras que el público de las artes visuales, la literatura, la danza y el teatro es escaso, muy poca gente no escucha y consume música.

El control y codificación del sonido ha estado inmerso en la racionalidad técnica como dominación de lo natural y de lo social. Canalizadora de instintos y violencias, creadora de sentimientos de pertenencia a una comunidad, la música es desde su origen comunicación política. Al ser escuchada, apreciada o despreciada, provoca consensos y diferencias, formas de entender, aceptar o rechazar el mundo: es un manantial de identidad.

También es una forma de conocimiento, un método para develar la realidad e intervenirla; prueba la posibilidad de orden y control sobre lo que es caótico. Aunque los signos musicales carecen en sí mismos de semántica, el juego musical no es pura sintaxis, pues como bien señala Jacques Attali en su libro Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música, “su funcionalidad fundamental es ser orden puro. Originalmente, y no accesoriamente, sirve para afirmar en todas partes que la sociedad es posible.”

Aún cuando se acompañe o surja de una narrativa que la dote de algún significado, el lenguaje de la música es emocional; la escuchamos y bailamos principalmente por la empatía que nos provoca. Para Aaron Copland, el modo más sencillo y pobre de escuchar la música es hacerlo por el puro placer que produce el sonido mismo, sin pensar en ella ni examinarla en modo alguno. Considero, contrariando a Copland, que este nivel de apreciación sensual es importantísimo por ser la forma más primaria y vulgar del consumo musical y es donde se evidencia su valor como fármaco. Dime que oyes y te diré qué sientes.

Si el arte suele utilizarse como un medio para exorcizar los dolores colectivos o personales y es un recurso efectivo para aliviar algunos desordenes psicológicos, también puede servir para contrarrestar la cultura del miedo en los regímenes autoritarios y como antídoto estético contra la guerra y sus secuelas. Esta utilidad terapéutica puede significar una importante herramienta política para proyectar y generalizar valores de interacción social que nos permitan construir comunidades mejor integradas y justas.

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