En la mesa. Es ahí, a ese sitio y ese momento con el que suelo asociarlo. Las llamadas de atención. Las más de las veces silenciosas. Una mirada. Severa, a cual más. Con eso bastaba.
Saber comportarse. Especialmente a la hora de comer. Ser capaz de seguir ciertas reglas, las que sean, pero reglas al fin. Un código. Social. Como cualquier otro. Un principio básico de convivencia.
En sentido inverso de la idea de Freud. La libertad no es hija de la civilización, diría el vienés. Aun más, lo que llamamos civilización es el triunfo del comportamiento sobre el instinto.
Desde luego que no somos la única especie que establece comportamientos aceptables. Y otros que no lo son. Como tampoco tenemos la exclusividad de las reprimendas a quien en le grupo rompe ese acuerdo fundamental y fundante.
En lo que sí nos distinguimos es en la conciencia del acto. Es decir, en la capacidad psíquica de percibir no sólo nuestro acto sino a nosotros mismos en el mundo.
Así pues, comportamiento y eso que denominamos como personalidad, estarán profundamente vinculadas, a partir de un doble nivel de interacción, externo e interno.
Desde hace unos años, alimentada tanto por la relación que las personas guardan con lo racional como con lo impulsivo, las ciencias del comportamiento han encontrado en el diseño de políticas públicas un nuevo espacio de desarrollo.
Ya el estudio sistemático de la economía irracional, que tiene nada menos que al Nobel de Economía 2017, Richard H. Thaler como uno de sus máximos exponentes había sentado las bases de esta expansión.
Thaler, asume que no todas las decisiones obedecen necesariamente a un comportamiento lógico y racional, que supondría prever, esperar, un beneficio.
El también profesor de economía de la Universidad de Chicago, y ahora toda una celebridad, plantea tres factores capaces de torcer la racionalidad de un comportamiento esperado: la racionalidad limitada; la percepción de justicia; y, la falta de autocontrol.
Bajo esta línea, desde 2015 una institución del tamaño y trascendencia del Banco Mundial ha desarrollado un área de investigación a la que denomina Mente, sociedad y conducta.
Esta iniciativa forma parte, de modo simultáneo, de distintas iniciativas que están aplicando los principios de las ciencias del comportamiento al diseño, implementación y evaluación de políticas públicas.
De acuerdo con el último reporte del Banco Mundial, actualmente existen más de 200 entidades públicas, alrededor de todo el mundo, involucradas en esta perspectiva.
La mejora del rendimiento escolar a bajo costo en países tan disímbolos como Perú Indonesia o Sudáfrica, la participación económica de las mujeres que viven en el campo en México o el aumento del cumplimiento fiscal en Guatemala o Polonia, son algunos ejemplos.
Dice el informe mundial de la Unidad de Integración Mente, Comportamiento y Desarrollo del BM: “En el mundo divisionista de hoy, aumentar la empatía y los comportamientos pro-sociales puede ser fundamental para garantizar sociedades y gobiernos seguros, cohesivos y productivos”.
El espacio de trabajo que se abre parece no tener límite, siempre y cuando, claro, exista de parte de los gobiernos la capacidad para aportar de manera amplia y sistemática por este tipo de estrategias.
A su vez, sin embargo, el ejercicio omnímodo del poder público que se extiende como experiencia cada vez más común en el mundo, da cuenta de lo certero de la teoría de Thaler, así sea en su versión casi dramática.
Políticas públicas que son sustituidas por la decisión autocrática a partir de la muy personal forma de comprender lo importante, lo urgente, lo necesario, e incluso lo legal, por parte de quien ejerce una responsabilidad pública.
Servidoras y servidores públicos que, de modo cotidiano, y no intencional, rinden tributo a Thaler al transformar en decisiones de gobierno una evidente racionalidad limitada; una muy personal percepción de justicia; y, una ostensible falta de autocontrol.
El desplazamiento de las políticas públicas por la ocurrencia, el dislate o la franca ilegalidad no obedece, pues, solamente a una cuestión de voluntad y capacidad.
En el comportamiento desatinado de estas servidoras y servidores públicos, de todos los niveles, priva la idea de que su muy personal personalidad es (debe ser) el insumo esencial en la toma de decisiones.
Lo público, por el contrario, demandando de quien lo ejerce como responsabilidad, poner su persona completa, le exige al mismo tiempo, dejar de lado lo personal y dar paso a lo institucional.
Ése es el paso que no quieren o no pueden dar quienes entre la limitada racionalidad, la muy personal noción de justicia y la falta de autocontrol, asumen que gobernar se trata de ellos y no de los que no son ellos.
Desde la más alta constitucional hasta la de menor ámbito. Lo menos que se espera de quien tiene una responsabilidad pública, es que sea capaz ampliar su racionalidad, plegarse a los criterios establecidos de justicia y lograr autocontrolarse.
Saber comportarse. Estar a la altura. Trascender la permanente autoreferencialidad. Entender que no se trata de ellos, sino de los otros.
Porque hay algo, y es mucho; ni hablar, que no son ellos.
Atinado, oportuno, pertinente y preciso como de costumbre, Antonio Tenorio.
Un abrazo.