Después de un extenuante traslado de más de 14 horas, llegar a Barcelona despierta suficiente entusiasmo como para eclipsar cualquier jetlag o cansancio acumulado. La oferta cultural de la ciudad, su gastronomía y el entorno urbanístico se suman en esta ocasión a la expectativa del feliz encuentro con nuevas y antiguas amistades. Mientras nos desplazamos del aeropuerto a lo que será nuestro hogar por los próximos meses, mis ojos miran curiosos a través de la ventanilla del auto. El paisaje extrañamente invernal para el inicio de la primavera poco a poco se difumina para dar paso a la colorida visión de calles llenas de vida. Jóvenes con apariencia muy cool en scooters y bicicletas, ancianos paseando a sus mascotas, niños de camino a la escuela, repartidores de mercancías, y muchos, muchos turistas…
Por fin llegamos. Un edificio de cinco niveles bellamente restaurado y ubicado en una zona bulliciosa del Ensanche. La mejor parte es que desde sus balcones es posible disfrutar una vista exclusiva de la obra icónica de Gaudí, el Templo de la Sagrada Familia. Las dimensiones colosales y formas exteriores extravagantes de la basílica son algo intrigantes aún para el espectador contemporáneo, pero no por ello menos mesmerizantes. Un infinito caleidoscopio de formas, texturas, colores y pequeños detalles se desprende de su superficie. Los ojos no se cansan de navegar por las exquisitas topografías de sus fachadas. Me siento privilegiada con la idea de tener como vecina a tan distinguida edificación. Era lo que creí, por lo menos en este momento.
Después de deshacer las maletas y de tomar un breve desayuno, la necesidad de dormir es más fuerte que cualquier intento de adaptarse al huso horario local. Entregada profundamente a los brazos de Morpheus, me despierto de un sobresalto. Un fuerte sonido se propaga por todo el departamento. Poco a poco comienzo a distinguir campanas resonando a corta distancia. Aturdida, me dirijo a los balcones de la sala y al abrir las puertas soy alcanzada por una ráfaga sónica conformada por un registro acústico nebuloso. Como en una Babel moderna, una multitud de turistas hablan simultáneamente sus respectivos idiomas, gritan, ríen, murmuran y se exaltan en un mar de celulares que se mueven en busca de la selfie perfecta o de alguna toma de video con el escenario gaudiano al fondo. Acabo por darme cuenta de que el zumbido de esta colmena humana y las tonadas del campanario conformarán el paisaje sonoro que me acompañará en las próximas semanas.
Cuando el arquitecto Francisco de Paula del Villar y Lozano (Murcia, 1828-Barcelona, 1901) colocó la primera piedra del templo en 1882, jamás se imaginó la magnitud de las transformaciones que sufriría su plan original. Inicialmente concebida como una iglesia neogótica, 137 años después ha terminado por convertirse en uno de los monumentos más visitado de España, no por la genialidad gestada en de Paula, sino por la de su sucesor. Antoni Gaudí (Reus, 1852, Barcelona, 1926) asumiría la dirección del proyecto en 1883 y estaría al frente de la obra hasta su muerte. Éste fue uno de sus trabajos más anhelados y por el cual desarrolló una visión de transcendencia más allá de su persona. Comprendió rápidamente, dada la monumentalidad del proyecto, que se requeriría de un enorme esfuerzo que abarcara el compromiso de las siguientes generaciones para su finalización.
Para los visitantes de hoy, el estar en el interior del templo ofrece una sensación singular en donde la luminosidad filtrada por exquisitos vitrales se combina con las refinadas formas del espacio arquitectónico, suscitando una atmósfera cromática de ensoñación. Bosque acuático sumergido en múltiples prismas flotantes que contrastan con la pesadez de sus columnas. Holograma volátil que se expande hacia la verticalidad de bóvedas estelares. Cargado de una profusa simbología esotérica, cada elemento es concebido de manera minuciosa para forjar una narrativa en piedra, vidrio, metal y luz. Gaudí deseó más que un templo. Pretendió ofrecer una vivencia inmersiva y multisensorial a todo aquél que se adentrara en este espacio singular. Su búsqueda por la totalidad de la experiencia esotérica se tradujo también en una preocupación por el sonido en este entorno. En su proyecto primigenio contempló la posición del coro a una altitud considerablemente más arriba del piso de la nave. De igual manera, cuatro órganos deberían estar en la parte central del edificio y muy por encima del coro. La localización de estos diferentes focos sonoros en las alturas del espacio arquitectónico, proyectarían sus resonancias a través de sus bóvedas en una analogía directa del mundo celestial.
Además del diseño acústico de su interior, Gaudí imaginó el templo como un titánico objeto sonoro insertado en el espacio urbano barcelonés. Sus doce torres están proyectadas para abrigar diferentes juegos de carrillones, transformando todo el conjunto en una enorme caja de resonancia. De acuerdo a la intención inicial de su arquitecto, estas torres deberían albergar siete campanas cada una, conformando un total de 84 cuerpos resonantes capaces de expandir sus ondas vibratorias a partir de cien metros de altura. Cada uno de estos campanarios estaría conformado por pequeñas aberturas que tienen como intención dirigir sus respectivas reverberaciones directamente hacia abajo en dirección a la ciudad. En la actualidad sólo se conserva una de las campanas tubulares moldeadas por Gaudí. Este peculiar y enorme artefacto de bronce se encuentra hoy en día en la torre de San Bernabé, la cual fue finalizada en vida de su creador, siendo una fuerte evidencia de sus experimentaciones acústicas llevadas a cabo durante la primera década del siglo XX.
Mientras la construcción del Templo de la Sagrada Familia no llegue a su término y por lo tanto tampoco la ejecución de su proyecto musical, habrá que conformarse con el repertorio de melodías grabadas que retumban a cada hora, de las diez de la mañana hasta las diez de la noche, poderosamente amplificadas a través de cuatro altavoces ubicados en una de sus torres. A pesar de la potencia del sonido electrónico moderno, éste no logra enmascarar el bullido sónico generado por las inmensas masas de turistas que peregrinan obstinadamente a su alrededor, creando un tejido acústico en que se funden arquitectura y comunidad, y reconfigurando cada día el entrañable paisaje sonoro de la Ciudad Condal.