Música para nuestra historia (Tercera y última parte)

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En la primera y segunda parte de esta columna he planteado algunas ideas que nos permitan apreciar los fenómenos musicales desde su dimensión histórica y su utilidad política.

La escala que diferencia al ser humano del resto de la naturaleza comienza desde lo que podamos englobar dentro del concepto de cultura. La lingüística ha logrado mostrarnos que la odisea de nuestra historia comenzó con el surgimiento del lenguaje, con la capacidad de nombrar al mundo, de representarlo y recrearlo.

La voluntad que nos vuelca a construir constantemente nuestra realidad es el impulso de afirmarnos en todos los ámbitos de nuestras percepciones. Las creaciones humanas a las que otorgamos la categoría de arte se despliegan primordialmente en el espacio simbólico de nuestra conciencia, en la tensión que hay entre lo que existe en la realidad y lo que habita en nuestra imaginación.

El poder de manipular el sonido creando efectos conmovedores, prueba la posibilidad de orden y control sobre lo que es caótico.

Es una poderosa sugestión capaz de hacernos experimentar la vida de un modo más intenso. Por medio de este arte podemos magnificar nuestros sentimientos, sea para multiplicar nuestro goce o exorcizar nuestros dolores y sufrimientos. Por ello afirmo que la música es un fármaco a base de ruidos.

Este poderoso medio de comunicación es un efectivo transmisor de actitudes y emociones, capaz de desatar un torrente de signos de una inmensa capacidad interpelativa y terapéutica. Los fenómenos acústicos no pueden manifestarse en el vacío puesto que el sonido se propaga a través de la atmósfera y no hay modo de evadir su presencia ni anular sus efectos sobre nuestro cuerpo.

La masividad y popularidad de la industria que gira en torno a la música, revela una faceta humana en la que se ligan, sutilmente, las pulsiones estéticas con las prácticas y costumbres que distinguen a los miembros de una sociedad.

Los géneros y estilos musicales siempre están asociados a estereotipos que delimitan las fronteras de nuestra identidad; a veces nos permiten colocarnos en una escala social, a veces nos identifica con algún grupo social, e incluso pueden definir nuestra nacionalidad.

Durante la segunda mitad del siglo XX se manifestó la radicalidad del uso político del sonido en relación a las situaciones y utopías, condiciones y esperanzas de los sectores sociales históricamente marginados. Sin embargo, la rebeldía juvenil, las reivindicaciones raciales, económicas, de género, de territorio y cultura, han sido fácilmente asimiladas y desvirtuadas por el capitalismo en la sociedad consumista.

Los pensamientos libertarios fueron despojados de sus ruidos; por eso el jazz, el blues, el reggae, el rock, la salsa o el rap, han tenido derivaciones contrarrevolucionarias en la industria cultural en la era de la reproductibilidad técnica, en la red donde domina la repetición, y en la que la música está atrapada en la economía política.

Cuando América Latina, en las primeras décadas del siglo XX, entregó al mundo el resultado de algunas de sus transculturaciones, como el tango, el bolero, el son y la samba (géneros que nutrieron enormemente el desarrollo de la música en el mundo occidental) comenzaron a proyectarse los perfiles acústicos de nuestras sociedades, por medio de los cuales se fueron inventando los estereotipos del “latino”.

Hoy existe mucha música contemporánea que se clasifica como fusión, y se define por la mezcla de tradiciones y estilos musicales distintos.

Esto oculta el hecho de que toda la música contemporánea, desde las academias europeas hasta los barracones reggaetoneros, se desarrolla sobre la integración de sonoridades que resultan efectivas por su valor de uso, y/o negocio por su valor de cambio. Es un fenómeno de transculturación global de los ruidos.

En esas sonoridades podemos palpar incluso los más remotos orígenes culturales que nos emparentan, desde los cordófonos norafricanos y árabes devenidos en laudes, guitarras y arpas que privilegiaron las escalas que sintetizaron los griegos y posteriormente los ilustrados europeos, hasta las percusiones e idiófonos subsaharianos, mesoamericanos, caribeños y andinos, sin olvidar las flautas indígenas y las trompetas chinas. Algunos de estos instrumentos, como las maracas y las claves, llegaron a ser integrados a la batería del instrumental sinfónico.

Pero el espíritu universalista de la visión imperial “rescató” los “elementos interesantes” de los nativos conquistados sólo para probar una supuesta superioridad cultural. La integración de formulas rítmicas, armónicas y melódicas de tradiciones nativas o en diáspora que habían sido desdeñadas por el orden academicista de la música llamada “culta”, fueron comúnmente vaciadas de sus cargas históricas, blanqueadas y etiquetadas como “folclore” para su uso como un pasatiempo exótico, como un escape populachero que relajara la acartonada estética burguesa que ya no lograba mostrarse tan vital -y mucho menos superior- durante el periodo de entreguerras y, después, durante los procesos de descolonización del tercer mundo.

Nos ha faltado comprender que la promiscuidad de las formas artísticas nos revelan el impuro génesis de nuestras culturas y son el anuncio de un destino al que nos hemos negado, luchando contra nosotros mismos, socavando los impulsos que nos permiten ser empáticos y constructivos, retrasando el nacimiento de un mundo donde caben muchos mundos, postergando el prodigioso concierto donde todas las voces suenen mutuamente acompañadas. Después de todo, la vida está llena de ruidos y, como bien dice Attali, el silencio debe ser lo más parecido a la muerte. Pero los monólogos compulsivos en altavoces sin control son lo más parecido al silencio, al vacío.

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