Ninguna era tiene fecha de inauguración cual si fuese un supermercado. Pero sí fulgores que anunciaron su advenimiento.
Resulta notable que Descartes se valga, justamente, de una metáfora, la del árbol. Por supuesto, para resumir su noción del nuevo tiempo, “el árbol del conocimiento” le llama.
Más allá del orden que el árbol de Descartes da a las ciencias para anunciar a la filosofía como el punto más alto, el ramaje frondoso de ese árbol, presenciamos en tal momento la fijación de una imagen, una metáfora, que acompañará toda una era.
El árbol es esa metáfora, fiel y constante, que ha acompañado, que ha hablado en silencio, como dijera el poeta polaco Czesław Miłosz, a lo largo de un camino que se prolongó por cinco siglos.
Hoy mismo, nuestro tiempo vive un periodo que bien podría ser nombrado un mundo de entremundos, al modo que proponía el filósofo alemán Ernst Bloch para los periodos en los que se sobrepone lo que aún no ha terminado de irse con aquello que no se generaliza por completo todavía.
Si nos permitimos tomar como punto de partida, al menos como uno de los puntos de partida, la metáfora del árbol del conocimiento planteada por Descartes, podríamos preguntarnos hoy: ¿existe una nueva metáfora para la nueva era?
Por supuesto. Y no necesito ser yo quien la enuncie. Todos ustedes la conocen, la usan, la vivimos cotidianamente.
Nos hemos apropiado tanto de ella que terminará por apropiarse de todo: la red.
Así, la red para nuestra época. Así, el árbol lo fue para la época que precedió a nuestro todavía incierto presente.
Antes que la descripción de los procesos en los que los servidores se interconectan, antes que dar cuenta de un mapa de millones de delgadísimas líneas que salen de Facebook hacia todos los rincones del planeta, la red es una metáfora que anuncia lo que ya es, como ya actuamos, como ya nos concebimos.
No es casual, por ejemplo, que el estudio del cerebro, de las redes (ahí está la metáfora) neuronales y sus todavía no descubiertos del todo mecanismos y explicaciones, nos resulte tan particularmente fascinante.
O que bajo la idea de una red, la cual por su propia naturaleza carece de centros inamovibles, pues el centro se desplaza conforme la red crece.
O que hoy hablemos de las difusas fronteras de las disciplinas o reconozcamos fronteras que se desplazan, del mismo modo que una red lo hace al expandirse o contraerse.
En los años 90 del siglo pasado, las ciencias sociales estuvieron permeadas por lo que en ese entonces identificamos como el pensamiento posmoderno.
Llamado también postestructuralismo, Gilles Deleuze resultó ser uno de sus más prolíficos y originales representantes.
Deleuze se vale de una denominación traída del orden vegetal y, como el árbol, la coloca como representación visual de lo que considera “el mundo que asoma”. Atina.
Rizoma son la papa, el jengibre, el lirio, el pasto.
Una red, una estructura que se expande, no a la manera del árbol que no tiene centro, que no comienza en ninguna raíz ni acaba en ningún fruto, y que, a diferencia de la mítica imagen de la semilla de la que el árbol y todo lo demás brota, el rizoma ha de poder ser cortado en cualquier parte y reimplantado en otro lugar para que desde ahí crezca, se expanda.
El rizoma de Deleuze cede su paso, me parece, a la emergencia de una metáfora que de alguna manera es la evolución de ese planteamiento original.
Si Deleuze habló en los 90 del mundo como rizoma, toca hoy, sostengo, hablar del mundo y nuestra existencia en él, como colmena.
Red también, la colmena es hábitat que cuidar, refugio contra los fundamentalismos que fortalecer, espacio para producir de modo distinto que promover, comunidad y comunidades que restaurar.
Cual si pensáramos en un árbol al que lo fue cubriendo una enredadera hasta que, vivo pero por debajo de ella, lo que hay a la vista es cada vez más la enredadera misma. Así, nuestro salto de era.
El humanismo es ese árbol que hoy se ha tornado colmena. Colmena de lo humano y para lo humano integrado, extendido en, sobre, a través, dentro del entorno de lo natural donde nada nos es ajeno, ni nada está desvinculado.
Repensar el humanismo es el llamado, sobre todo a los más jóvenes, a no cejar en edificar esa colmena que sea y represente, en el poder de lo que las metáforas instauran, representación y reflejo de un mundo humano y natural signado por lo colectivo, lo horizontal, lo colaborativo. La gran palanca, lo digital.
Siempre y cuando comprendamos cabalmente que lo digital no son ni los aparatos, ni las antenas, ni los cables.
Lo digital es la posibilidad de construir, colectiva y horizontalmente, a modo de colmena, una experiencia de lo humano en que el centro de la tecnología esté al servicio de las personas, de sus emociones y de su capacidad para comprender con empatía y solidaridad a los demás.
Tal es el desafío.
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Una versión más extensa de este texto, fue leída por el autor el pasado 21 de octubre, como Conferencia Magistral en la Universidad Autónoma de Chihuahua.
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En el artículo se lee “Hoy mismo, nuestro tiempo vive un periodo que bien podría ser nombrado un mundo de entremundos, al modo que proponía el filósofo alemán Ernst Bloch para los periodos en los que se sobrepone lo que aún no ha terminado de irse con aquello que no se generaliza por completo todavía”.
Algo muy parecido dice San Agustín en la Ciudad de Dios, que era un libro de cabecera y muchas veces leído por don Benito Juárez y del cual extrajo su multicitada frase del Respeto al Derecho Ajeno.