París es precioso en todas las épocas del año, el otoño no es la excepción. Sus lluvias pertinaces y refrescantes no impiden si se está preparado, pasear bajo su manto húmedo y contemplar sus vistas siempre seductoras que revelan desde el gris que se instala, perspectivas que hacen vibrar la siluetas de los edificios públicos y civiles. El frío que comienza permite jugar con el vestuario, los abrigos se justifican, pero no se abotonan aún.
La economía parece ir mejor, hay menos manifestaciones, menos quiebra de empresas y el nivel educativo aumenta según informa el ministro Blanquer. Pero en el orden político las cosas están revueltas, el antiguo Frente Nacional sigue avanzando ahora como Rassemblement National, una especie de nueva versión del fascista Rassemblement National Populaire de los años 40. La prensa anuncia que, si hoy fueran las elecciones, este partido las ganaría, por poco, pero las ganaría. Macron sigue con su visión de una Europa en revisión y reestructuración frente al Brexit desde luego, pero también frente a las presiones de Albania y Macedonia para entrar en la Unión. Mélenchon y su Francia insumisa, siguen siendo un bastión de inteligencia de izquierda y preparan sus baterías para la elección municipal en 2020.
Pero lo mejor de París en el otoño está en la abundancia de exposiciones significativas, Degas en el Orsay, Greco en el Grand Palais, Da Vinci en Louvre, la colección Alana (Chile) de arte renacentista en Jacquemart-André, la pintura inglesa en el Musée du Luxembourg, y la exposición faro del otoño, Francis Bacon en el centro Pompidou.
Doménikos Theotokópoulos
El Greco nos hace recorrer sus tiempos florentinos, toledanos y romanos en esta exposición curada por Guillaume Kientz, un joven alsaciano, historiador de arte y autor del libro México en el Louvre, obras maestras del s. VII. Especialista en pintura cardenalicia italiana, arte español portugués y latinoamericano, fue conservador en el Louvre y ahora curador de arte europeo en el Museo de Arte Kimbell de Fort Worth en Texas, uno de los más grandes expertos mundiales en Velázquez y en El Greco. Nos regala con esta exposición en que el griego, Doménikos Theotokópoulos se presenta como un autor desinhibido extrañamente moderno, que se tutea con los artistas contemporáneos, un hombre que pinta a penas medio siglo más tarde que Leonardo y rompe moldes como nadie se atrevió en su tiempo, para inspirar siglos más tarde a Picasso, a Delacroix (retrato de Chopin), a Modigliani, Cézanne, entre muchos otros.
La exposición cuenta con un trabajo académico en sus retratos, sus estudios de forma como el manto de cristo, la pasión, la crucifixión, la Asunción o la anunciación; al igual que Leonardo, hay en su propuesta artística una perspectiva religiosa en que se da vuelo para encontrar los rostros de Jesús, de María, o de Pedro el apóstol.
Su trabajo delicado y técnico para encontrar la humedad de la lágrima me parece extraordinario igual que su manierismo para dibujar el cuerpo yacente de Jesús en el regazo de María. ¿Defecto de visión o propósito? Sus rostros alargados y únicos, sus pliegues estridentes en mantos de imaginados y probables, hacen del Maestro la referencia en el uso de colores y de juegos de luz que despiden el arte renacentista y saludan al siglo de oro y otras modernidades entonces impredecibles.
La exposición de unas 70 obras permanecerá abierta, resintiendo la ausencia de algunas realizaciones mayores del pintor, que El Prado decidió en el bicentenario de su fundación (noviembre 1819) conservar en su recinto. La exposición estará abierta al público hasta febrero de 2020.
Leonardo
Da Vinci es el cuatrocentista Verrocchio en sus primeros años formativos. Se hace clara su disciplina en el trabajo académico en que dedica años al estudio de la luz y de la forma, trabajando mantos y pliegues, rostros, anatomía, detalles, detalles invisibles que hará aparecer maás tarde en sutiles referencias encarnadas.
Me gusta imaginar por las calles de Florencia, durante días, un Leonardo obsesivo, observador, tratando de encontrar al Ángel de la Anunciación y a la Virgen, justo niña antes del “Momento”. Encontrarlos, el gusto de hacerlo y llevarlos al carbón primero y al pincel luego.
Ángel adolescente que “sabe” ya y que, con respeto, sorpresa devoción, espanto también, profiere espiritual:
—Te saludo María, tan llena de gracia.
El Señor es contigo, bendecida has sido
entre todas las mujeres…
Asciende la mirada desde su humildad y la eleva hasta el contacto con quien no le mira, tan grande es su sorpresa y su certeza. La mano virginal recorre la escritura sagrada, y la mirada se pierde en un no lugar, por saberse ella, en sitio inenarrable, íntimo y perfecto como aquél que describe Juan de la Cruz:
Entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo.
Toda ciencia trascendiendo…
Al otro extremo, la belle ferronière, sabida amante del rey François I, de Francia, obsequia una mirada de escrutinio, a quien la pinta, a quien la verá desde la historia, un dejo de orgullo y otro de repudio, el discreto tocado y la perfección del vestido y el peinado contrastan con la soltura, la libertad, la desafectación serena, la ausencia, de la Anunciación.
La exposición es extraordinariamente didáctica y nos lleva a reflexiones que van desde el estudiante de la academia del Verrocchio, hasta sus años finales en Amboise, el palacio habilitado por el rey de Francia para disfrute del Maestro.
Los comisarios Vincent Delieuvin y Louis Frank, son jóvenes y al tiempo que toman sus riesgos que les hacen usar de la tecnología para penetrar en las entrañas de la obra a través de la fluorografía, e invirtiéndose largos años en el trabajo, logran esta exposición referencial para celebrar los 500 años de la muerte del Maestro.
Francis Bacon
Penetrar el mundo de Francis Bacon es asumirse en esta epoca donde lo que priva es una forma de visión del mundo, el espejo, la dislocación, la transparencia y el valor del gesto, la infinitud del análisis del cotidiano.
Bacon es teórico y brutal en su percepción del mundo. Lo es en su condición de artista mayor del linaje irlandés en que se reconoce junto a Hockney o a Joyce. Crea su propio ecosistema de sensibilidades sin distingo de origen; por eso las lecturas de Bataille, Nietzsche, Esquilo o Conrad, entre otros.
Bacon lleva su plástica a todas sensibilidades, su pintura no está hecha para satisfacer los gustos mundanos sino para desajustar a quien mira su obra siempre espejo de una realidad en busca de enfoque.
En el panteón de los espíritus finos, Bacon, Leonardo y Greco se tutean y divierten. Les mueve la misma motivación, la luz. Lo humano… junto con otros pinceles y otras colecciones, París se muestra ufana de sus exposiciones, nos lleva de la mano de una a otra y el tiempo deja de existir. Hace unos meses hablamos aquí de la prehistoria como una ciencia y un arte modernos, hoy en cambio, recorremos entre saltos cinco siglos.
En el arte todos nos volcamos y rendimos a la evidencia de nuestra condición, humana a veces y animal también. Nos mueve los sentidos la belleza, la interpretación de la luz, las sutiles capas para lograr un sfumato perfecto como los de Leonardo, que nos acerca a la realidad de la anti-línea que aparece sólo en la revelación del dibujo primigenio.
Acompañar a Bacon en sus lecturas disertaciones, conjeturas, declaratorias y realizaciones es un poco estar ante el analista. La búsqueda del instante perfeccionado en una anunciación improbable en Leonardo y Greco o en un lavabo baladí que refleja el universo. Un rubor virginal y un pedazo de carne humana ensangrentada a “lo Bacon”, todo luz, todo transparencia y brutalidad. Son caminos del arte, todos inaugurados por el artista verdadero, que asume la misión de hacer transparente el sentimiento y asume la luz como materia.
Tres exposiciones, perfectamente distintas y terriblemente iguales en su provocación. La ciudad de París las recibe como a muchas otras, con sus interminables filas de espera y sus sistemas de reservación eficaces.
Suelo ir a estas exposiciones proveído de un cuaderno y mi móvil para tomar algunas imágenes de eso que me hace entender mejor. A veces una mirada, una proporción, una forma de dibujar la nariz, esa idea de no asociar la dirección de la mirada con la dirección del torso, tan presente en Leonardo. La mirada y los ojos extraordinariamente en medio de ese semicírculo que es la cara. Las complejidades de un gesto simple. La libertad de una boca, la rebuscada perfección del pliegue en un manto. Los pies siempre individuados, fuertes o improbables, las manos tan significantes y en ocasiones disociadas del cuerpo que las contiene.
Las motivaciones de pintar las capillas de Andahuaylillas, la Sixtina o el templo de Bonampak que con tanta maestría copió Rina Lazo para que podamos admirar en el Museo Nacional de Antropología, son todas motivaciones estéticas.
Las cuevas como Altamira, Lascaux, Font de Gaume, testimonian que el mayor primitivismo americano es posterior. Y veo tan cerca esos 30 mil años que nos distancian de esas formas perfectas. Sólo 300 siglos para caminar desde Europa por las estepas asiáticas hasta Australia o Bering. Todo esto evidencia la circunstancialidad del ser humano en el planeta, hecho que hizo patente la exposición “Prehistoria” en el mismo Pompidou, hace unos cuantos meses, nos asegura que, si por algo trascenderá nuestra especie, es por el hecho artístico, por un sonido, por un trazo, por una forma única en el universo.
Pienso en nuestra educación estética en México, tan pobre y con tanta abundancia de riqueza en muros, en edificios enteros, en telas. La asociación con Egipto y Mesopotamia en el trabajo de los frescos que no seccionan como las escuelas europeas que usan la geometría del caballete o el cuadro, es natural. Pienso en la capilla de San Miguel en Ixmiquilpan de Hidalgo, con su trazo prehispánico al servicio de la colonia en un encuentro extraordinario bien estudiado por Serge Gruzinski. Pienso en el calmécac mexica o en las escuelas de escribas y sacerdotes. En la belleza de guerreros y danzantes esbeltas en los salones sofisticados de la antigüedad americana, fundidos hoy en danzas, muchas de ellas inhibidas o afectadas por una interpretación angular, por la falta de libertad, pauperizadas a través de cinco siglos de historia. La estética mexicana es un trabajo social, político, comprometido, una tarea por emprender y en que la 4T ha dicho muy poco, muy, muy poco, no se escucha…