Nadie habría imaginado, en 2014, que la crisis de Ucrania entre Rusia, la Unión Europea (UE) y Estados Unidos evolucionaría hasta ser el Waterloo de Donald John Trump cinco años después. La disputa geopolítica entre Occidente y el Kremlin por ese país eslavo, el más poblado y atractivo mercado para la quebrada alianza europea, transitó del conflicto político-bélico a las sanciones contra Moscú, y hoy detona en un escándalo que amenaza con el juicio político al magnate.
Arrogante, el mandatario estadounidense maniobró ante Kiev para dejar fuera de la elección del 2020 a su rival demócrata, Joe Biden. Su error consistió en olvidar que la Comunidad de Inteligencia (CI) de su país no perdonó sus desaires y decidió divulgar su ilegal injerencia en otro Estado, de la mano de la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes.
Un miembro de la CI reveló esa presión político-militar de Trump, quien retuvo 400 millones de dólares en ayuda militar para presionar a Ucrania a investigar –y, eventualmente publicar, cualquier anomalía– los negocios de Hunter, hijo del expresidente Biden en aquel país. A la par, denunció el encubrimiento de la Casa Blanca de ese hecho.
No es que a la clase política estadounidense le quite el sueño la abierta injerencia de la Casa Blanca en la política interna de terceros países, ésa ha sido la histórica actitud de la superpotencia militar mundial para lograr sus intereses. Lo que escaló la crisis es que trascendiera al mundo el rupestre modus operandi del Ejecutivo.
Y ésa fue la ansiada oportunidad de los demócratas para consumar su revancha política contra el republicano. Tras fracasar con su trama del Russiagate (la supuesta intervención rusa en la elección presidencial del 2016), jugaron en la Cámara de representantes hasta iniciar la investigación del juicio político (Impeachment). Sin embargo, será el Senado, con dominio republicano, el que decidirá.
Proceda o no el Impeachment, ese debate político en la superpotencia impacta en México y el mundo, pues coincide con dos momentos clave en nuestra relación bilateral. Uno, que presionado por la amenaza de Trump de imponer de aranceles exhorbitantes, el Gobierno Federal nos convirtió de facto en el “tercer país seguro” al trastocar drásticamente su política de apertura a la inmigración de Centroamérica, severos vetos bajo custodia de la Guardia Nacional. Y el otro, es el futuro del T-MEC; que en el mejor pronóstico sería confirmado por los demócratas o, en caso contrario, enrarecería más la relación justo en un año electoral cuando se anticipa la reelección del multimillonario neoyorquino.
Quizás esa certidumbre es la que llevó a Trump a confrontarse con sus aliados europeos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, un bloque que cada vez muestra más fracturas que coincidencias. Además de las diferencias por las cuotas económicas para mantener ese bloque, escalan sus discrepancias por la estrategia ante Rusia y China.
El asunto no es menor, pues lejos de la rivalidad intracapitalista global, China y Rusia cimientan el Siglo Euroasiático con su estrategia multidimensional. Washington teme el poder, control e influencia que derive del juego geoestratégico de estas potencias. Sabe que la cooperación energético-financiera de ambos colosos definirá el orden económico y la tecnología 5G plasmará el futuro de las telecomunicaciones del siglo XXI. Ése es el trasfondo real de la mal llamada ‘guerra comercial’ de Estados Unidos con China.
Ante ese desafío a su hegemonía en Occidente, resulta incomprensible que Donald Trump se confronte con sus aliados en la Unión Europea, cuando ésta se atomiza. Así quedó de manifiesto con la incapacidad de Boris Johnson para concertar el Brexit con la UE y mantener satisfechos a los conservadores escisionistas británicos.
Esos desencuentros intra-capitalistas impactan en favor de la alianza Beijing-Moscú. En Londres y Bruselas se recibe a los chinos con alfombra roja, en espera de dinamizar su economía con los planes de infraestructura y comercio de la Faja y Nueva Ruta de la Seda. Y en cuanto a Moscú, la deprimida Europa no está para desdeñar sus exportaciones energéticas.
Y aunque el mundo parece optar cada vez más por un nuevo orden multipolar, esa transición se traduce en complejos fenómenos socio-políticos en América Latina. Las ultraderechas se reposicionan, cada vez con estrategias más efectivas y se afianza el poder militar, advierte el científico político de la Universidad de Notre Dame, Aníbal Pérez-Liñán.
Atestiguamos la represión a protestas antigubernamentales de los Ejércitos de Perú, Ecuador, Chile y Bolivia, donde se profundizó la crisis política. Tropas peruanas respaldaron la disolución del Congreso, soldados ecuatorianos atacaron a civiles y sus colegas chilenos dejaron ciegos a tres centenas de manifestantes. Al más puro estilo de la contra-insurgencia del siglo XX, los militares bolivianos reprodujeron la fórmula del golpe de Estado e investidura de poderes civiles afines. Esa reedición del poder militar confirma que los Ejércitos son hoy “el dique que protege a los gobiernos o permite su hundimiento bajo la marea opositora” señala Pérez-Liñán. Pese a este juego de potencias, la acción ciudadana también tiene impacto geopolítico.