Desde hace meses un jinete del Apocalipsis comenzó a cabalgar por las lejanas tierras de Oriente con una aterradora cauda de muerte y angustia que ha ido, paulatina e inexorablemente, cubriendo, con su macabra sombra, prácticamente la totalidad de la tierra.
La reacción de China, ante el surgimiento en su territorio de un diminuto pero poderoso enemigo, fue ejemplar y, hasta donde se sabe, ha venido teniendo éxito en su contención. No obstante, el desplazamiento del patógeno continúa causando estragos en la salud, en la economía, en la política y, en general, en toda la actividad social en vastas regiones del globo, incluyendo países de primer mundo, cuyos gobiernos se han visto obligados a la adopción de medidas drásticas de control social, sólo comparables con situaciones de conflicto bélico.
La interacción humana, en un mundo global y posmoderno, cada vez más intensa, masiva y vertiginosa, de fronteras abiertas, policéntrica e interdependiente, ha sido, evidentemente, el factor determinante de la rápida diseminación del contagio, particularmente, en estos momentos y de manera alarmante, hacia el viejo continente donde el control de la pandemia se ha ubicado en el asunto preeminente de la seguridad nacional, por encima de temas no menos importantes como la amenaza económica que será potenciada por la crisis sanitaria.
Francia, en voz de su presidente, ha declarado literalmente estar en guerra contra el letal coronavirus, así de grave considera una de las principales potencias, con una real e histórica relación con los más devastadores conflictos armados, la amenaza que se cierne sobre su sociedad y la relevancia que le acredita, como asunto de Estado, a la protección de su población antes que cualquier otro tema.
El presidente de Estados Unidos ha reconocido la trascendencia de la pandemia y sus efectos que ya se evidencian sensiblemente en territorio estadounidense, anunciando medidas políticas, económicas y sociales para su abordaje. De igual manera, países vecinos de Centro y Sudamérica, han anunciado medidas radicales que han llegado al cierre de sus fronteras como medida preventiva, a pesar de los efectos económicos que ello representa.
El fenómeno que se observa de todo esto mueve a la reflexión. Tanto los países que claramente cuentan con una capacidad organizativa e infraestructuras críticas en materia sanitaria, con centros de investigación prestigiados, con economías desarrolladas y robustas se han puesto en acción frente a la circunstancia con medidas extremas, lo mismo que aquellos países que acusan mayores vulnerabilidades en cuanto a sus capacidades materiales, económicas y de atención médica para satisfacer la eventual demanda.
Es natural que en ambos casos se asume la gravedad de la amenaza y la responsabilidad del Estado para enfrentarla en las mejores condiciones y con las menores pérdidas de vidas. En el caso de los países desarrollados otorgando primacía a la vida de las personas a pesar de los costos económicos o políticos. En el caso de los países más vulnerables, como una manera de evitar al máximo que la enfermedad rebase sus limitadas capacidades y se traduzca en una hecatombe que sería inmanejable.
Desde luego, entre estas dos percepciones existen puntos de coincidencia, aunque las circunstancias particulares resulten disímbolas, definitivamente representa, bajo cualquier condición, una amenaza a la seguridad nacional que demanda atención del Estado y de disciplina social, con una fuerte carga de información y decisiones concretas que neutralicen la incertidumbre y generen confianza.
Por lo que se observa, parece que el caso mexicano es sui generis, se ha dicho que todo a su tiempo, que no pasa nada, que el ritmo lo dictará la ciencia y, particularmente un doctor con estadísticas. Paralelamente se inundan los medios con mensajes de medidas domésticas, se autorizan eventos masivos y se ofrecen conferencias cotidianas que nos permiten, como simples espectadores, ver cómo se viene encima, poco a poco, la tenebrosa e incontenible ola, en un ambiente que día con día aumenta su dosis de incertidumbre y miedo, potenciada por la inundación de las eficientes redes sociales, que contribuyen al escepticismo y catalizan la angustia.
Mientras se aguarda la instrucción oficial ciertos sectores públicos y privados, universidades, escuelas de educación básica, empresas, centros de culto religioso, han adelantado sus propias medidas de suspensión parcial o total de labores o de trabajo a distancia, pero ello ha contribuido a la inquietud de quienes esperan señales más claras.
Por fortuna, México es un pueblo de fe y su fe lo sacará adelante. “No pasa nada… todo a su tiempo…”.
Por lo pronto, de manera autónoma, las calles se vacían, el papel higiénico se torna artículo crítico e inusitadamente escasea en los anaqueles.
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