Disrupción. La palabra no es nueva, desde luego. Sucede así con los conceptos. No significan la invención de un término sino su resignificación. Recolocarlo al servicio de comprender.
Quien los toma, comprende y actúa. Quien no lo toma, no comprende y sigue actuando, de acuerdo con el modelo mental anterior; ése que refleja el mundo que le es propio y desde el cual resiste el cambio.
Disrupción proviene del latín disruptus. Es decir, lo que rompe, lo que separa. Lo que de forma ruda aparta en varias partes aquello que antes, al menos en apariencia, semejaba una sola cosa.
Por supuesto que en su raíz se adivina el elemento de ruptura, ruptus. Añadiéndole el prefijo dis, la condición de las varias vías, de la multiplicidad.
A fuerza de exagerar, bien podría decirse en la historia que cuenta el modo en que ciertas palabras han sido comprendidas y aplicadas, se halla comprimida la propia historia del cambio de mentalidades y con ésta la historia misma del mundo.
Durante años, siglos, ha de insistirse, lo disruptivo, los disruptivos, fueron mirados como conductas, que merecían tanto más que sus portadores, la reprimenda y la abierta exclusión.
A la par del advenimiento de la Tercera Revolución Industrial a finales de los años noventa, sin embargo, esta noción en torno a lo disruptivo como negatividad, a la que había que cercenar, dio un vuelco.
Entonces, lo disruptivo pasó de ser una manera de nombrar a las niñas y los niños problema de clase, a convertirse en el adjetivo idóneo para describir la nueva tecnología y su llamado a la innovación ininterrumpida.
Pronto, la idea de generar disrupciones en lo que antes fue visto como procesos graduales de consolidación, se fue extendiendo hacia las áreas de investigación y desarrollo de proyectos de muchas compañías.
El resultado de esta expansión fue una creciente propuesta de productos y prácticas que implicaban, claro, una ruptura para la que no había vuelta atrás en relación con lo anterior.
Como se sabe, debemos a Clayton M. Christensen y su artículo de 1995, Disruptive Technologies: Catching the Wave, el haber acuñado y popularizado el término de tecnología disruptiva.
Dos años después, en 1997, el propio Christensen ahondaría en su idea inicial en el libro The Innovator’s Dilemma, instalándola en un horizonte más amplio, el del desafío que implica innovar de forma continua.
Christensen se percata de lo que está por delante y describe lo que será un largo ciclo económico de prosperidad para algunos modelos de negocio en los años posteriores.
Dirigidas a los consumidores de una gama media y media baja, las tecnologías disruptivas, se sostiene, se probarán, por así decirlo, en un mercado que no se caracteriza precisamente por su alta exigencia.
Poco a poco, los beneficios que produce el alto consumo de estas tecnologías posibilita extender sus beneficios, mejorados, a productos que puedan cumplir con estándares de mayor exigencia.
El ejemplo que suele ponerse para explicar este proceso es de la fotografía digital. Hoy, dueña de todo el mercado, y responsable del cambio más dramático en materia de prácticas y usos, es decir, mentalidades, desde la invención misma de la cámara fotográfica.
Al comienzo, las fotografías digitales eran notablemente más malas que las fotografías convencionales. Al contar con pocos pixeles, su resolución era más bien pobre.
Esta tecnología tenía, sin embargo, un as bajo la manga: el costo. Valiéndose del sentido de novedad y siendo radicalmente más barata, a la corta y a la larga, que el modo antiguo de tomar fotografías, paulatinamente fue ampliando su mercado, al tiempo que su resolución mejoró a pasos agigantados.
El resultado lo conocemos todos. Kodak, ese formidable y gigantesco animal, tan fuerte como lento, fue incapaz de mirar la dimensión de la ola que se le venía encima.
Las transformaciones de los conceptos, cual si fueran polen que viajara en el viento, son irrefrenables y acaba por polinizar todos los ámbitos de la vida social.
Durante la última década, quizá década y media, la época ha visto cabalgar con éxito líderes políticos que han tenido en la disrupción su principal capacidad.
Discursos políticamente incorrectos, conductas aparentemente irracionales, reacciones sorpresivas frente a ciertas coyunturas han colocado a personajes como Putin, Bolsonaro, Trump o Johnson en el poder.
La disrupción como estrategia política, como discurso y como forma de acción pública en la que la respuesta de los adversarios acaba pareciendo demasiado a la vieja usanza, explica buena parte de la aceptación de políticos que a primera vista parecían fuera de lugar.
El gran reto, sin embargo, y así lo plantaba ya Christensen antes del cambio de siglo, no es si seguirán rompiendo patrones, tal cosa se da por descontado, sino si tal capacidad de ruptura, de provocación, de desviar la atención o sorprender, será suficiente frente a la complejidad de un tiempo marcado por una emergencia sanitaria a nivel global.
Es decir, de si serán capaces de reinventarse, aun a costa de lo que ha construido como personajes.
O bien, si no al romper antes han llegado al límite de su capacidad de disrupción.
Ellos mismos.
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