De la mano con el arribo de la letal pandemia de coronavirus COVID-19 en Estados Unidos se desplomaron varias certidumbres. A mitad del siglo XX la eficaz propaganda oficial proyectó al mundo la percepción de que los estadounidenses eran paradigma de la boyante clase media semi-ilustrada y tenaz defensora de libertades civiles. La crisis de 2008 rebatió esa versión y la pesadilla se desató en febrero pasado, cuando murió en Santa Clara, California, el paciente cero.
Ante esta pandemia Donald John Trump, magnate-presidente y Comandante en Jefe de una superpotencia que posee el arsenal más letal en la historia humana, ha sido incapaz de resolver la ecuación: capital o salud, para garantizar la vida de sus conciudadanos. “No asumo la responsabilidad de nada”, declaró tajante Trump a críticas de sus errores desde el Jardín de las Rosas el 13 de marzo.
Ese día el coronavirus había quitado la vida a más estadounidenses que los ataques del 11-S; a la primera semana de abril, habían perecido más que en cualquier batalla de la Guerra Civil. En Pascua, los decesos superaban a las bajas de Estados Unidos en la Guerra de Corea y hacia fines de abril la suma de víctimas letales en ese país superaban a las bajas en Vietnam. Sin embargo, Trump sostiene que habrá realizado un buen trabajo si los fallecimientos se mantienen por debajo de los 200,000, reprochó el autor de Trumpocalipsis y columnista de The Atlantic, David Frum.
Un mes después, Trump optó por la estrategia de culpar de la crisis sanitaria a China y castigar a Naciones Unidas. Así que anunció el fin del financiamiento a la Organización Mundial de la Salud, que había suspendido meses atrás.
Y el 23 de abril, cuando la cifra de contagios en su país rebasó los 957,000 contagios y 47,000 muertos, el neoyorquino sugirió su método para acabar con el patógeno en pacientes enfermos. Si golpeamos el cuerpo con una luz tremenda, ultraviolenta o muy potente. Y supongamos que puedes meter luz en el cuerpo, a través de la piel u otra manera. Creo que vas a querer probarlo, dijo en público a la Coordinadora de Respuesta a la pandemia, Deborah Birx.
Lo que veo es que el desinfectante mata –al virus– en un minuto ¡en un minuto! Igual hay forma de hacerlo así, inyectándolo en el interior, casi como una limpieza; porque como pueden ver, el virus penetra en los pulmones y tiene un efecto enorme. Sería interesante probarlo. Habrá que usar médicos para hacerlo, pero me parece interesante, concluyó.
Y muchos lo siguieron. Poco después el Centro de Control de Envenenamiento de Nueva York reportó decenas de llamadas por exposición a los desinfectantes Lysol y otros. Más de un centenar de intoxicados fueron atendidos de urgencia en hospitales por ingerir esas sustancias y en 18 horas escaló la cifra de búsquedas en línea de: “cómo inyectar desinfectante”. La fábrica del producto tuvo que advertir que sólo debe usarse según las pautas.
Días después, cuando la prensa preguntó si se responsabilizaba por el aumento de quienes usan desinfectantes de forma inadecuada por su sugerencia, un Trump sin empatía respondió “No, no lo hago”. El magnate inmobiliario no es el único con ideas muy suyas sobre la pandemia, también el vicepresidente Mike Pence.
Cuando la Universidad Johns Hopkins refirió que Estados Unidos superaba el millón de casos confirmados y más de 58,000 decesos, Pence visitó a pacientes en la clínica Mayo de Rochester sin usar mascarilla, y cuando fue cuestionado argumentó que no la utiliza porque no está contagiado y continuamente se hace la prueba.
Es obvio que no todo son faltas de Trump aunque él no ayuda mucho, afirman Quinta Jurecic y Benjamin Wittes en The Atlantic. Su análisis indica que no hay forma de comparar en el tiempo si otro presidente manejó una crisis semejante. En cambio, sí es cuantificable el recelo al apremio del huésped de la Casa Blanca por reabrir negocios y “reactivar” la economía.
Constitucionalmente, Trump no tiene autoridad para ordenar a los estados esa reapertura, asegura el analista Brian Naylor. Por el contrario, el magnate afirma que en la Carta Magna hay “numerosas provisiones” que lo facultan, aunque no dice cuál. Y el 14 de abril espetó: “Cuando alguien es el presidente de Estados Unidos, la autoridad es total”.
En el diálogo virtual que para tal efecto mantuvo con los gobernadores, ninguno respondió a su sugerencia. Otros conservadores también se oponen, como la columnista de The Washington Post, Kathleen Parker, que escribió: “Muchos no quieren regresar a la normalidad sin importar lo que digan los políticos. Yo soy una de ellas”. Un sondeo de la Universidad Quinnipiac, Connecticut, mostró que 80% de estadounidenses están a favor de seguir el confinamiento; de ellos, casi 70% son republicanos y 9% demócratas.
El ejemplo más dramático de un pronto levantamiento de la cuarentena ocurrió el fin de semana en los condados conservadores de Orange y Ventura de California, que abrieron Newport Beach y otras playas que colmaron hasta 40,000 bañistas. Pasmado, el gobernador demócrata Gavin Newsom criticó: “Este virus no se quita los fines de semana” y aseguró que ese comportamiento hará más lenta la reapertura económica.
El pronóstico reservado del futuro próximo, se hace más incierto en cuanto a la posibilidad de que Donald Trump se reelija en noviembre. Un sondeo de Civiqs, en diciembre pasado, reveló que 19 estados (32%) aprobaban el trabajo de Trump. El 30 de abril, el sondeo del medio FiveThirtyEight sobre la respuesta presidencial a la pandemia mostró que 49.8% desaprueba y 44.4% la aprueba.
Quizás el estudio de opinión que más ilustra el futuro político del magnate sea la encuesta WalletHub, centrada en el nivel educativo de los estados. Con Massachusetts el primer lugar y Mississippi el lugar 50, la media del electorado se sitúa Nuevo México, Louisiana, Mississippi, Texas y California. Si la pandemia de COVID-19 logra detenerse, Trump volverá a hacer su campaña en esos estados.
Hay más de 42 millones de estadounidenses pobres en una población de 327 millones de habitantes, afirma el Estudio de Comunidades Estadounidenses del Censo. Eso significa que en el país que hoy preside Donald John Trump, se da la mayor brecha de desigualdad en 50 años. La pandemia también trajo el fin de la creencia ciudadana en la infalibilidad de sus gobernantes.
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