Deshumaniza todo lo que está en torno a sí; aplasta a quien se encuentre en su camino, crea enemigos imaginarios, arrasa con ellos, sin importar las consecuencias. No se detiene, persiste en la ideación paranoide de que nadie lo entiende, que los demás son sólo aprendices en comparación con él. Valida su comportamiento grandilocuente, antisocial y hostil en base a hipótesis alucinatorias, rebuscadas, carentes de todo fundamento lógico. Construye círculos de confianza funcionales, manipula y empodera a admiradores serviles, los hace sentir importantes, les otorga un falso poder, los utiliza y exprime, para luego dejarlos caer. Se autoengrandece, se insufla halagos, se llena de adjetivos calificativos que reafirman, hasta el infinito, justamente todo lo que no es.
Vive en modo complot, todo lo que se opone a sus deseos es una conspiración, una amalgama de teorías que justifican su odio y su profundo desprecio por todo y por todos. Si no es capaz de comprender algo, lo degrada, lo ridiculiza; jamás admitirá que no sabe. Antes que asumir un fracaso o una derrota se victimiza, él no ha perdido, ha sido vencido por una conjura. Sus distorsiones cognitivas dan forma y sustento a un discurso carente de toda empatía. Las palabras son funcionales a sus propósitos. Todo acto, todo gesto, hasta el menor detalle en su comportamiento opera siempre en su propio beneficio. La generosidad y la compasión se exhiben en la medida que refuerzan la estrategia comunicacional de turno.
Parejas, amigos, familiares y hasta los hijos, desfilan por su vida. El afecto por ellos oscila, como estados de ánimo; nada es permanente, los vínculos se construyen sobre su entusiasmo, el cual es siempre transitorio. Su único compromiso es con sí mismo. La incondicionalidad y la lealtad son, en su caso, caminos unidireccionales, es decir, apuntan a su propio interés. Crea dependencia, le fascina que le deban; genera culpa en todos sus cercanos y cobra con intereses usureros cualquier favor o ayuda que haya dado. No hay sentido de justicia, equidad, ni ecuanimidad en ninguna de sus acciones, o más bien la hay, siempre y cuando él sea el juez y determine cómo la disputa en cuestión puede favorecerlo de mejor manera. Frente a cualquier reproche, echa a mano a cualquier detalle para desviar el foco de atención, buscando justificar sus errores con argumentos infantiles.
Tuerce la realidad, la distorsiona, la amolda, la manipula y la pervierte. Su discurso divide y genera miedo, azuza al rencor y la envidia; invita a la discriminación, al odio y a la aniquilación. Construye muros y segrega; no tolera la diferencia, persigue las ideas y seduce a sus seguidores con promesas de redención y validación social.
El narciso maligno hipnotiza a millones en el planeta. Boquiabiertos lo ven como un iluminado, un sabio, el conductor hacia un tiempo nuevo, un horizonte mejor en que los elegidos gobiernen y se vuelva al “orden natural”, al del racismo, el de las capuchas blancas y las antorchas encendidas, al de los hornos crematorios, machismo recalcitrante, misas en latín, partido único y campos de concentración. Él se deja querer y ojalá venerar, potenciando los dolores y miserias de sus seguidores. Les promete lo que ellos quieren escuchar, los amenaza si lo abandonan. La estrategia es primaria, pero efectiva: la culpa. Hagan lo que hagan, nada será nunca suficiente, lo “decepcionarán, desilusionarán y harán sufrir”; entonces, luego de humillarlos y hacerlos sentir miserables, les dará una nueva oportunidad, en la medida que hagan lo que él sabe que es mejor para ellos: servirle.
Una democracia fracasa cuando permite que una psicopatología se legitime.
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