Cuando el trabajo no existe

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“Y jugar por jugar
Sin tener que morir o matar;
Y vivir al revés
Que bailar es soñar con los pies”

                    Joaquín Sabina, Jugar por jugar

“Al día siguiente permaneció callado, sentado en su mecedora favorita […] fijando su mirada en algo que yo nunca pude ver”

                    David Douglas Duncan, sobre Pablo Picasso

 

La pasaba muy bien. A las mil maravillas. Y de ello dio testimonio fehaciente aquel fotógrafo. El de la lente afirmó varias veces que nunca lo hizo posar: los retratos del artista heredados a la posteridad – al menos los logrados por él durante aquella temporada de Vauvenargues – habían sido realizados en ausencia de premeditaciones, poses o acuerdos.

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David Douglas Duncan. Picasso en la tina

Ya estaba viejo y destinado a convertirse – quizá ya lo era para entonces – en el artista más completo y relevante del siglo veinte. Se disputaba con Braque la invención del Cubismo como corriente estilística. Bueno: en realidad eran los críticos quienes se discutían bizantinamente – no pueden hacerlo de otra forma – si la paternidad del movimiento le correspondía al uno o al otro. Él, el malagueño, ajeno a todo, había seguido su camino. Mucho había sucedido desde que las pinturas del periodo azul habían sido ejecutadas. Muchas cosas más había inventado desde que Les Demoiselles d’Avignon habían marcado un parteaguas en la historia de la pintura. Ahora, a sus setenta y tantos, en la tranquilidad de su casa francesa, gozando del desenfado que proporciona el dinero bien aplicado, se dedicaba de lleno a seguir jugando. A jugar como sólo pueden hacer los niños cuya capacidad creativa no les ha sido amputada por diversos, crueles métodos sociales. Él había escapado a una condena y se había dedicado a hacer de sus días lo que su regalada gana le indicaba.

El fotógrafo no pudo sino sonreír aquella mañana en que, guiado por los ruidos y las risas infantiles, se encontró al artista probándose máscaras en un salón. Los niños, sus hijos, también tenían las suyas. Duncan los retrató a todos. Para los coleccionistas, esos pedazos de papel convertidos en caras torcidas serían piezas codiciadas; para Paloma y Claude, las máscaras creadas por el padre no significaban otra cosa que la felicidad.

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David Douglas Duncan. Pablo Picasso usando una máscara

Otro día, luego de un periodo largo de trabajo, después de haber estado sentado contemplando el infinito (observando cosas que el fotógrafo, según él mismo confesó, nunca pudo ver) y de haber resuelto los trazos finales de la última creación (lo difícil para él no era empezar a pintar, sino eventualmente detenerse), se puso a saltar la cuerda. En el fondo del estudio, la cabeza de mujer – un retrato de su compañera de ese entonces – miraba con ojos desiguales la escena de tres niños – uno de ellos calvo y viejo – brincar la cuerda y bailar como si nadie les viera: así es, dicen, como se baila mejor. Y que Fred Astaire dé fe.

Fue en otra ocasión, terminando un almuerzo improvisado, entre pincelada y pincelada, que tuvo una idea brillante. El esqueleto del pescado frito era la clave. Puso cara de alegría. Abrió grandes los ojos y la boca, como hacía cada vez que la inspiración le iluminaba algún camino. Picasso estaba por inventar, gozando de cada momento, sus propios fósiles de cerámica.

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David Douglas Duncan. Picasso comiéndose un pescado

Habrá sido doloroso para David Douglas Duncan, fotógrafo, dejar aquel oasis donde no existían ni la malicia, ni la desdicha, ni la angustia. Tendrá que haber sido complicado desprenderse (no podía quedarse a vivir ahí toda la vida, aunque seguramente nadie se lo hubiera impedido dentro de ese auténtico castillo de la pureza) de la energía desenfadada de un grupo social que no conocía la obligación impuesta, y cuyos miembros, a pesar de ello, no hacían más que lo que tenían que hacer. Curiosa paradoja. En haciendo lo que le salía de las entrañas, el artista de los mil movimientos cumplía con su misión en el mundo. Seguramente fue al momento de la despedida que el fotógrafo lo pensó. Luego lo plasmó en tinta: -Esta es, quizá, – dijo – la casa más feliz del mundo -.

Lo del toro había venido mucho antes. En algún tiradero se había encontrado las piezas desmembradas de una antigua bicicleta. El andaluz vio de inmediato algo que los demás no habían notado. Ahí no había un manubrio oxidado y un asiento sucio. Ahí estaban la cara y los cuernos de un bonito toro de lidia.

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Pablo Picasso. Cabeza de toro

Preocupado por entretenerse, entusiasmado por la vida, emocionado ante las oportunidades diarias que tiene quien sabe fijarse en los detalles más fútiles, Pablo Picasso jugó y jugó, y sin pensar más que en jugar, fue rompiendo parámetros en el arte, fue transgrediendo cánones, fue haciéndose padre de invenciones geniales e inspiración de generaciones enteras de artistas-admiradores.

Su relato de la anécdota a partir de la cual los vestigios de una bicicleta se convirtieron en una cabeza de toro es digno de ser recordado: el ensamblador arbitrario, que pensaba en todas las combinaciones, se divertía ante la eventualidad de que se consagrara una doble metamorfosis. Él había transformado una bicicleta muerta en una obra de arte viva que representaba a una bestia; pensó en la posibilidad de que un día la pieza se perdiera y fuera dar a un basurero, y le hizo gracia imaginarse que alguien encontrara aquello y se dijera: “¡caray! ¡aquí hay un par de cosas que me pueden servir para armar mi bicicleta!”

Hace algunos meses, atormentado por cualquier memez, fui a ver a un siquiatra. Le dije que no podía sentarme al piano, una de las obligaciones que me había impuesto para cumplir cada día. Tampoco tenía ganas de estudiar tal y cual cosa (temas que, no obstante, en principio me apasionaban). La interpretación de mi molestia fue muy sencilla. Estaba viendo mis actividades, de suyo placenteras, como obligaciones tediosas. Salí del consultorio aquel con renovados bríos. En lo sucesivo trataría de no olvidarme que lo que hacía lo hacía por gusto y no por cumplir con los mandatos de una agenda. Es injusto revestir de severidad aquello que debe satisfacernos. El arquitecto debe construir una casa gozando el proceso de la creatividad. El compositor tiene la consigna de escribir en el pentagrama con la ilusión de quien juega a hacer combinaciones melódicas. Un alma creativa no tiene obligación más que para con la creatividad como ordenanza ulterior. En el arte, nada podrá nunca hacerse plenamente bien si no surge de las entrañas. El flagelo del trabajo de quien puede ver aquello que los demás no ven desaparece cuando se entiende que el gozo está en el proceso, y la felicidad en los detalles. Al menos eso nos enseñó Picasso.

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