“¿Otra vez lo mismo pero en diferentes lados, con distintas personas? (…) ¿Quién se anima a dejar de esculpir ángeles enmascarados?”
Ciudad de México.- No me gusta escribir diatribas. Prefiero presentarme como un apologeta de la belleza en cualquiera de sus manifestaciones; incluso como un apologeta de cualquier cosa que lo merezca, o que no lo merezca, también, cuando la generosidad deba imponerse. Abundan los críticos de arte empeñados en escribir en detrimento de cualquier cosa, así que pretender engrosar estas filas resulta muy cansado como concepto. Es más fácil hablar mal que ensalzar fundadamente. Sin embargo, resulta que hay ocasiones en que por optimista que se sea, simplemente no se puede decir nada bueno. Hay ocasiones, francamente, en que hay que quejarse con amargura. Hay ocasiones, huelga decirlo, en que las diatribas tienen que ser pronunciadas.
Definiciones de arte hay muchas. Yo no voy a inventar ninguna. Nadie se pone de acuerdo, además, sobre una definición universal al respecto (sería reduccionista, además). Se sabe, no obstante, que hay consenso en cuanto a qué debe ser el arte. Sobre qué debe contener una creación artística para ser considerada como tal. Más o menos, vaya. La manifestación del espíritu, por ejemplo. El arte debe mover vibras. El arte debe generar sentimientos. Mover algo adentro. Provocar cuestionamientos. El arte es siempre una manifestación de la creatividad, con voluntad de que dicha manifestación sea artística. Creatividad. Ahí hay algo. El arte debe ser creativo. Innovador. El arte debe innovar. Ver lo mismo todo el tiempo apaga el entusiasmo y deja de generar todo aquello que hace que el arte valga: sentimientos, cuestionamientos, emociones, dudas.
El puro nombre Tunick nos trae a la mente desnudos multitudinarios. Nos hace pensar en encuerados desprovistos de maquillaje. Evoca, todo el tiempo, lo mismo. ¿Tunick? Montones de encuerados. ¿Qué más? Pues la verdad es que no mucho. ¿Interpretaciones de los encuerados de Tunick? Las que se quieran. Si resulta elocuente el crítico, puede incluso revestir a la creación Tunickesca de un disfraz de sofisticación filosófica prácticamente existencial, o si se quiere incluso elevarle a alturas metafísicas. La gran ventaja del arte contemporáneo es que se puede justificar de mil modos (delicado caso el de nuestro tiempo, cuando una obra de arte precisa de un rollo egipcio empapado de frases incomprensibles para existir; cuando la obra de arte por sí sola no dice nada; cuando el espectador necesita de una muleta que ha pasado de ser cédula a convertirse en documento engordado para poder entender – siempre el afán de entender – lo que se le muestra).

Se vale dar con la fórmula. Muchos lo han hecho así, y ahí se han quedado (Mark Rothko, el gran Kandinsky, el furioso Pollock). Encuentra uno la fórmula y entonces ya está la cosa resuelta: ya no hace falta moverle (conformista y cómoda máxima en lengua inglesa: “if it isn’t broken, don’t fix it”). En esos casos, mientras dos premisas se cumplan, la carrera del creador puede seguir así ad nauseam. ¿Qué premisas? En primer lugar, que el artista no tenga necesidad espiritual de ir más allá, de innovar, de cambiar, de explorar; y en segundo lugar, suponiendo que le importe la reacción del espectador, que éste siga respondiendo y maravillándose con lo que se le ofrece.
Pero los grandes no han quedado nunca satisfechos. Un alma voraz, hambrienta, curiosa, inventiva, no se acomoda en la zona de confort. ¿Picasso? De la academia al cubismo, pasando por lo que usted guste y mande, y explorando todas las disciplinas (pintura, dibujo, escultura, instalación, happening). ¿Dalí? En pintura, échese usted un clavado a su historial, y verá que no todo es Gala y elefantes y cuernos de rinocerontes; y si hablamos de genios interdisciplinarios, estamos ante un director de cine, un histrión, un ensayista, un crítico de arte, un escultor, un museógrafo, un pintor. Afortunadamente hoy siguen existiendo almas incansables: David Lynch, Woody Allen, Francis Alÿs, Maurizio Cattelan. ¿Qué tienen en común todos ellos? Son artistas universales. No se han cansado de explorar. Son inagotables. Han querido evolucionar. Van más allá de lo que cómodamente funciona.

No estoy diciendo que Mondrian no haya sido creativo con sus cuadritos de colores, ni que sea despreciable el trabajo de Rothko porque en un momento se estancó (en su caso, el suicidio fue el arma que le permitió pasar a la historia; en el de Pollock, un accidente automovilístico lo consagró en el momento adecuado. Beato lui chi sa quando deve morire!). Si pasa demasiado tiempo y la tragedia no nos salva, la monotonía puede convertirse en nuestro verdugo. El artista que no se renueva vive solamente en el campo en el que él mismo ha decidido encerrarse. Y eventualmente muere. Al señor Tunick le fue muy bien el día en que se le prendió el foco y decidió que era una idea fantástica juntar a unos amigos, desnudarlos y acomodarlos para tomarles fotos. Muy bien un par de estas experiencias. Pero, ¿y luego? ¿Otra vez lo mismo pero en diferentes lados, con distintas personas? Un individuo con tanto ingenio seguro que podría sorprendernos con una creación genial. ¿Quién se anima a dejar la zona de confort? ¿Quién se anima a dejar de pintar sombreros de magos? ¿A dejar de esculpir ángeles enmascarados? ¿A pensar en una cosa que no sea a-ver-cuántos-encuerados-junto-en-esta-vuelta-en-San-Miguel? No cualquiera. Solamente, es verdad, el artista universal. El artista infatigable. El que no ha podido aún encontrar la respuesta. El que evoluciona. El artista que está dispuesto a convertirse en un alma inmortal.