Made in / made by (o el arte de saber salirse con la suya)

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París, 28 de febrero de 2015.

París, Francia.- Subiendo desde donde se yergue el Hôtel de Ville, me encuentro con la mole desmesurada de un edificio hecho con tubos de colores. La primera vez que lo vi, hace muchos años, me pareció horrible. Ahora me gusta. O me divierte. O las dos cosas. No lo sé. Tiene algo muy bueno, eso sí: desde su cima se puede ver todo París. Sin él. Cada que subo hasta el restorán, que está en la parte más alta y al cuál nunca entro porque es demasiado pretencioso, incluso para un farsante como yo, me acuerdo de aquel mito urbano según el cual (Guy de) Maupassant desayunaba arriba de la torre que hizo (Alexandre Gustave) Eiffel, para disfrutar de la vista de un París desprovisto de adefesios.

Pero mi interés no es el de criticar la arquitectura del Beaubourg, sino la de darle vueltas a la idea de la genialidad de ciertos personajes admirables.

A Jeff Koons le hicieron una retrospectiva. Hay que ser hábil para lograr que le hagan a uno una retrospectiva en semejante museo y no estar muerto. Es más: para que le hagan a uno una retrospectiva y ni siquiera tener sesenta años. Hay gente de una destreza asombrosa. Gente inteligente que me provoca ir a comprar un sombrero para quitármelo cuando llegue la ocasión Sabina-dixit. Y claro que es de esperarse: un tipo que se movió como pez en el agua, en los remolinos del mundo de las finanzas, debe salir con algo de escuela. Pobre de (Paul) Gauguin. También pasó de banquero a artista, nomás que hizo de su vida un desastre. Y no se puede culpar de su desgracia al alcohol. Eso nunca.

Aspiradoras. De objetos de uso cotidiano – y a nadie acomoda ni el ruido, ni la tarea de desempolvar- a obras de arte. Menuda upgradeada. De still de película porno a admirable retrato. Notable re-jerarquización.

Jeff Koons. Vacuum Cleaner.
Jeff Koons. Vacuum Cleaner.

Me acuerdo de las aspiradoras. Y de los stills pornográficos, cómo no. Si la parlamentaria italiana tiene lo suyo. De los inflables. Del Hulk que se quiere convertir en un piano o en un órgano o en algún instrumento semejante. De una cantidad considerable de objetos kitsch que ni en las tiendas de souvenirs de Rivoli. De lo demás no tan bien. Había demasiadas herramientas de uso doméstico como para acordarse de todo.

Hay que ser un genio para convencer a todo mundo de cualquier cosa. Salirse con la suya y convertirse en marca. Hay que ser algo mucho más evolucionado que un gaznápiro, para cambiar un conejito plateado, por un montonazo de monedas.

Convertirse en marca. Ahí es donde está el quid. Como Nike o como Vega Sicilia. Uno compra unos tenis de la palomita y los paga caros, porque ya tiene muy asimilado que prácticamente corren solos. Y uno -no yo- se hace de una botella de Vega Sicilia, y aunque le dé igual tomar Santo Tomás que Havana 5, sabe que tiene que relamerse los bigotes, no quejarse de haber perdido las perlas de la virgen y estar encantado de haber tomado un vinazo que ni Dios.

Convertirse en marca. Ahí es donde está el quid, digo.

Made in Heaven. Dentro de la retrospectiva, una sección de acceso restringido con este nombre. Starring Jeff Koons & Cicciolina (or whatever her name is). Prohibido entrar a los menores de dieciocho años por el alto contenido erótico (¿erótico, decía?). Como si los de treinta, cuarenta y cincuenta años estuviéramos tan maduros como para digerir lo más explícito: el ano de Cicciolina; una escultura de vidrio que parece que al rato se derrite en la que Cicciolina recibe a su novio que hace de aspiradoras objetos de vitrina, escaparate y spots; el mismo individuo a punto de cunnilingus con la artista-representante-democrática. Koons y Cicciolina en plena actividad horizontal. Busto sensual de la inmejorable pareja.

De Youporn al Pompidou. Todo mundo pasa más rato en ese cuarto que frente a los animales de metal.

Jeff Koons. Made in Heaven.
Jeff Koons. Made in Heaven.

Jeff Koons, marca indubitable. Un niño de inquietud exacerbada (¿o de preclara inteligencia?) le pregunta a su padre, señalando un cualquier-cosa-que-ha-visto-en-la-casa colgado de un muro, por qué es que eso es arte. Una pregunta que todos nos hacemos mientras asentimos con la mano bajo la barbilla y decimos que qué interesante. El padre responde algo por lo bajo. Seguramente alguna memez. Me parece que no le interesa que los demás nos demos cuenta de que contesta con cualquier-cosa, al por qué artístico de cualquier-cosa.

Al día siguiente almuerzo en la plaza Saint Honoré, donde ese día, por ser domingo, se instalan los marchantes de cachivaches, trebejos y tepalcates. Luego me paseo y doy con la escultura de un perrito plateado que se parece a uno de verdad que un amigo tiene guardado en un departamento de la colonia Roma. Así que le tomo una foto, y pienso en comprarlo. Y me acuerdo de Sarah Thornton.

Perrito de metal del mercado
Perrito de metal del mercado

En su libro Seven Days in the Art World, Thornton cuenta la historia de un tipo que lleva un retrato al óleo de Stalin a una casa de subastas para que se lo valúen y eventualmente le ayuden a venderlo. Pero se lo rechazan. Como el hombre tiene un buen amigo que se llama Damian Hirst, va y le pide que haga algo con el cuadro. Hirst le pinta un punto rojo más o menos donde tiene la nariz. El dueño del cuadro vuelve a la casa de subastas. El cuadro se vende por más de doscientos mil dólares.

Damien Hirst, marca indubitable.

Damien Hirst. Retrato de Stalin
Damien Hirst. Retrato de Stalin

Yo compré mi perrito de metal. Pero luego caí en la cuenta de que yo no tengo un amigo que se llame Jeff Koons. Porca miseria, diría (Marcelo) Mastroianni. Se lo tendré que regalar a mi amigo de la colonia Roma para que tenga dos. La cantidad de centavos que podría juntar si tan solo conociera a la gente adecuada.

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