La situación sería de risa loca, a no ser por su serio impacto político. El presidente estadounidense Donald John Trump declaraba en el cónclave de la crème de la créme derechista, la Conferencia de Acción Política Conservadora –CPAC, en Maryland‒: “El futuro no pertenece a quienes creen en el socialismo. Estados Unidos nunca será un país socialista. Creemos en el sueño americano, no en la pesadilla socialista”. Días después el magnate sostenía una Cumbre con el líder de la muy socialista República Popular Democrática de Corea (RPDC), Kim Jong-un en Hanoi, capital de la República Socialista de Vietnam, al tiempo que suavizaba la guerra comercial que mantiene con la socialista China.
Al parecer, en su vuelo de retorno en el Air Force One, Trump encontró otra causa del mal en esa doctrina. Ya en Washington, sostenía que el socialismo es “muy popular” entre los demócratas que le disputarán la reelección.
Para el magnate inmobiliario y sus seguidores, el socialismo es sinónimo del más horrible y aflictivo destino para la Humanidad. Para ellos es una amenaza viral esa doctrina económico-filosófica, que postula la propiedad común de los medios de producción por la clase trabajadora, para así alcanzar la igualdad política, económica y social.
Detrás de esa fobia hay una contradicción dialéctica que se nutriría de la ignorancia de su propia historia. Y es que republicanos, neo-con’s y ultraderechistas a secas, consideran socialistas las políticas sociales que hace décadas disfrutan estadounidenses de todos niveles, incluidas la Seguridad Social y el Servicio Médico nacional. Por ello, rechazan propuestas demócratas como el Medicare para Todos y el Nuevo Acuerdo Verde.
Tal posición es acorde con la explicación de Paz Consuelo Márquez-Padilla, en su estudio Tendencias conservadoras en Estados Unidos, de que el conservador “en general, se opone a las posiciones de la izquierda, que hablan de reestructurar todas las instancias sociales”.
La cúpula política adepta a Trump está a mil años luz de los más de 40 millones de pobres que viven en distintos estados del país; de los que la mitad, ya estaría por debajo de la línea de pobreza.
Para esos ultra-conservadores tampoco es necesario extender a nivel nacional el seguro médico gratuito. Alegan que millones poseen esa cobertura, pero soslayan que las aseguradoras cada vez más restringen las crecientes enfermedades de la “civilización” contemporánea.
Poco menos que un llamado del Averno es la idea de la educación pública universal para los ultraconservadores. Olvidan que en la superpotencia militar la educación es cara y elitista pues sólo un cinco por ciento de la población accede a universidades de élite.
Esos ejemplos describen una nación donde aumenta la brecha de la desigualdad, el estado no sirve a todos sus ciudadanos y donde las corporaciones le disputan el rol rector en la economía.
En el discurso antisocialista de Donald Trump, la única congruencia –en tanto que coincide con sus antecesores‒ es su política y hostil retórica hacia Cuba, la isla que tras la incursión paramilitar de Bahía de Cochinos del 16 de abril de 1961 respaldada por Washington, declarase el carácter socialista de su Revolución.
Ahí, el magnate ha recrudecido el bloqueo impuesto hace más de 60 años. Pero esa estrategia del republicano ha orillado a más de 8 millones de cubanos a votar a favor de una nueva Constitución ¡Que reedita el carácter socialista de la mayor de las Antillas!
Como si su opinión fuese relevante para solucionar el complejo escenario geopolítico contemporáneo, en su Cruzada contra el socialismo Donald Trump asocia la crisis política de Venezuela como efecto de esa doctrina.
Al respecto Bret Stephens apunta que, efectivamente, Venezuela es un desastre económico; aunque puntualiza: “¿Pero por ser socialista? ¡No! ¡Porque esa práctica funciona muy bien en Dinamarca!”. Y es que el conocido socialismo democrático en los llamados países nórdicos ha probado ser eficaz ante lo que algunos califican de “políticas austericidas” neoliberales.
Por ejemplo, Noruega, Dinamarca, Finlandia, Suecia o Islandia son estados con economías desarrolladas, valores y culturas semejantes que también coinciden en sus sistemas políticos, caracterizados por una agenda social no muy lejana del sistema socialista.
De regreso a la versión de Trump, de que Venezuela está mal por ser socialista, el sociólogo argentino Pedro Brieger nos recuerda que el preámbulo de la Constitución de la RPDC define a ese estado como socialista, aunque en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, ese vocablo “brilla por su ausencia”.
La intolerancia política y la poderosa influencia conservadora son peligrosas armas entre “conservadores de toda la vida, republicanos de los suburbios y gente sencilla sin educación”, como describía Tim Chapman, de Heritage Action for América, a los seguidores de Trump.
Ellos son el fértil campo donde prosperan los radicalismos como advierte Mike Logfren en su libro ‘El Estado Profundo: La caída de la Constitución y el surgimiento de un gobierno en la sombra’. Ahí describe que en Washington existe un vigoroso núcleo conservador que mueve los hilos del poder sin importar qué partido gobierne. Y ese poder no quiere pluralidad.