Empeorar. La regla indica que toda situación es susceptible de ser agravada. Sin estrategia, a los tumbos, absorbidos por responder al problema del día (que ellos mismos causaron): no hay buen viento para una nave sin rumbo. Se sabe hace mucho.
Bajo el signo de que ni es chicha ni limonada, el gobierno de la ciudad, uno de cuyos slogans apela a la innovación, la emprende contra las nuevas formas de movilidad en la urbe y cancela (no a las empresas) sino a los ciudadanos de un servicio.
Lo paradójico no es sólo que el principal perjudicado sea el ciudadano, sino que el uso de ese servicio responda, en buena medida, a la propia ineficiencia de ese mismo gobierno, que ahora lo castiga, para brindar un servicio de transporte digno y eficiente.
Si se trata de un problema de espacio público, el cual en efecto hay que salvaguardar en su naturaleza de que es de todos, no se entiende entonces por qué la completa inacción frente al crecimiento exponencial en estos meses de los ambulantes.
Si la preocupación deviene de regular formas de movilidad, no se entiende (o más bien, sí) la actuación frente a automovilistas a los que se premia quitándoles las fotomultas, facilitándoles trámites y dejando que se estacionen en donde les pegue la gana porque ya no hay grúas.
Varas de distinto largo. Pero, sobre todo, muchísima confusión por parte de una administración que no encuentra rumbo y a la que reclamos, y dificultades se le multiplican.
Sin capacidad ni vocación para regular a los ambulantes, los viene-viene, los tianguis, los peseros y los taxis sin placas, la intervención gubernamental la emprende contra quien (supone) puede.
La regulación es fundamental, nadie sostiene lo contrario. La intervención paralizante y fallida, en cambio, es caprichosa, y está teñida de intereses políticos.
Regulación pública e intervención gubernamental no son lo mismo. Bien han dejado claro los grandes historiadores y estudiosos de la historia del liberalismo. Y no sólo no son lo mismo, sino que sus efectos, está probado, son exactamente opuestos.
En este tenor, Viktor J. Vanberg ha identificado como intervención a ese modo de gobernar mediante un sistema de órdenes y prohibiciones específicas, donde se cuentan “las decisiones relativas a quién puede proveer de ciertos bienes o servicios, a qué precios y en qué cantidades”.
Mientras que se refiere a la regulación como un sistema complejo y articulado de “reglas generales que especifiquen las condiciones que debe satisfacer cualquiera que desempeñe una actividad”.
La intervención mediante órdenes regulativas, es decir, el eterno juego de gobiernos que autorizan o prohíben al libre arbitrio, tienden a hacer que las cosas empeoren, señala el también profesor emérito de la Universidad de Friburgo.
Justo en el camino que nos encontramos.
En 2013, a través de la empresa Ecobici, llegó el para entonces novedoso sistema de bicicletas compartidas. Apenas seis años después, el modelo se muestra claramente obsoleto.
Estudios recientes señalan cómo en las grandes ciudades dos terceras partes de los viajes que una persona promedio realiza, tienen una distancia menor a 8 kilómetros.
Está claro que la micromovilidad, ya sea a través de bicicletas o monopatines eléctricos, ofrece una forma de transporte rápida, amigable con el ambiente y eficiente.
Por supuesto que ampliar esta oferta implicará afectar modos de transporte tradicional, como taxis y colectivos. Ejemplo de medios contaminantes e ineficientes, pero claramente asociados a otro tipo de mercado: el clientelismo político.
Reunidos recientemente expertos en nuevas formas de movilidad, coincidieron en el reto que significa una regulación que tenga como centro tanto el valor del espacio público como el aliento a la innovación.
En este marco, Stephen Perkins, experto en el tema, avanzó que la OCDE publicará en febrero un reporte en el que “se propone que las autoridades reguladoras adopten una actitud liberal frente a estos servicios y les permitan probarse como sistemas innovadores”.
Por lo pronto, en medio de dimes y diretes, y en lo que tiene más visos de intervención que de esfuerzo regulatorio, la autoridad de la Ciudad de México ha decidido suprimir el servicio de bicicletas sin anclaje que brindaba Mobike.
La medida, por lo pronto, ha dejado más de 300 mil usuarios registrados y con saldo en sus aplicaciones para usar Mobike, abandonados a su suerte.
La cuestión fundamental reside en establecer si, otorgando al gobierno autoridad para intervenir mediante órdenes discrecionales, podemos esperar de manera realista que se produzca una mejor tendencia del conjunto de resultados, concluye Vanberg.
Está claro que no. Ni se conocen acciones para rescatar el espacio público de quienes verdaderamente se han apoderado de él, y se llaman ambulantes y no bicicletas.
Ni mucho menos se sabe de un plan para reordenar y meter en cintura a esas unidades del peligro llamados taxis y peseros.
300 mil ciudadanos nos hemos quedado sin un servicio eficiente e innovador, sólo porque la autoridad es incapaz de ir contra los que verdaderamente debería de ir.
Porque a trompicones, sin estrategia y con una alta dosis de soberbia, agravar las cosas, siempre será posible.
¿Alguien lo duda?