Más Maquiavelo

Ley de seguridad interior. Regularizar la excepción

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Para el momento en el que se publica este texto, los argumentos en contra de la llamada Ley de Seguridad Interior son tan bastos como elocuentes y coherentes. ¿En qué consiste la resistencia para continuar con una ley de esta naturaleza? La historia es conocida. Hace once años, la declaración de guerra contra el crimen organizado que hiciera Felipe Calderón construyó las bases de un país en el que militares patrullan calles. A once años, a quienes defienden la ley de seguridad interior se les olvidó que eso no es cotidiano, sino excepcional. Es decir, responde a una contingencia, un evento que irrumpe en la normalidad posible o deseable. Aquella guerra, fracasada e insensata, continuó de manera tácita durante el gobierno de Peña Nieto. La ley, como está redactada, propone regularizar la excepción y hacer cotidiana la crisis de violencia (como si no lo fuera ya). Aún más, en lugar de proponer vías para terminar la guerra y la militarización, una fracción mayoritaria de los legisladores está pensando en formas de regular la violencia. Más balas, pero reguladas.

Hace un año, el propio ejército ya se mostró inconforme. En declaraciones, el Secretario de la Defensa Nacional, el General Salvador Cienfuegos, reprochaba la inconformidad del ejército por continuar con una tarea de seguridad pública que se suponía temporal mientras se alistaban policías, jueces y otras instituciones. Un año después, son sectores de la sociedad civil quienes desde distintos flancos muestran inconformidad. Hace unos días, académicos se reunieron con senadores para advertir de los riesgos de aprobar esta ley como se encuentra redactada actualmente. “Están ustedes discutiendo una ley que […] permite autogobernarse al Ejército”, les subrayó Alejandro Madrazo, investigador del CIDE. En el fondo, son reclamos que encuentran convergencia con los que hace un año hacían las propias fuerzas armadas: la excepción no es la normalidad, pero sí se ha convertido en la norma. Esa idea parece estar fuera de cualquier brújula entre los legisladores que propusieron y defienden la ley.

Aun sin compartir el diagnóstico que justifica la intervención del ejército en tareas de seguridad pública, también es cierto que se trata de la institución mejor preparada en términos de organización y legitimidad. Sin embargo, nunca estuvieron ni tenían por qué estar listos para hacer tareas de seguridad pública con respeto a derechos humanos. Los ejércitos se crearon como estamentos, segmentos sociales que están a la vez dentro y fuera de las sociedades en que existen. En occidente y otras zonas fueron soluciones prácticas para dejar de contratar mercenarios que pelearan las batallas de los reinos, imperios, etcétera. Siglos después, la idea de nación funcionó como receptáculo de patriotismo y orgullo que justificaron la obediencia, sacrificio y formación de la tropa. Sin embargo, aun hoy en día los ejércitos siguen operando dentro y fuera de las sociedades. La función del cuartel es la de resguardar, pero también la de crear un espacio donde las reglas son militares, y donde la civilidad corresponde al mundo de afuera. La policía, en cambio, supone que debe tener una función de proximidad y cercanía con los civiles, deben ser capaces de disuadir, discutir y prevenir violencia y delincuencia.

Por eso es lógico que salgan chispas cuando el ejército hace tareas de policía. No están ni deben estar preparados para hacerlo. Funcionan y reaccionan diferente. Cuando se decidió usar al ejército en esas tareas, siempre fue claro que se trataba de una medida contingente, extraordinaria y excepcional mientras se preparaban policías capaces de cumplir con la labor que les toca. Once años han pasado, y en lugar de discutir cómo avanzó o no la profesionalización de policías, se discute cómo regularizar la excepción. Y con ello, cómo normalizar la violencia. Además, el contexto preocupa. A meses de la elección presidencial, esta ley podría marcar un rumbo que inmovilizaría posibles alternativas de paz entre quienes puedan resultar ganadores de la elección, no sólo presidencial sino también legislativa. Eso nos estamos jugando con esta discusión.

La liga de los villanos

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Según información liberada por la Agencia Central de Investigación (CIA) de Estados Unidos, Osama Bin Laden, ex líder de la organización terrorista Al Qaeda, disfrutaba de ver dibujos animados. Lo hacía desde su escondite blindado en Abbottabad (Pakistán). Títulos como Antz, Batman, Chicken Little, Cars y La era del Hielo, entre otros, formaban parte de una colección lúdica entre la que también se hallaba pornografía, videojuegos y documentales producidos por la BBC y National Geographic. Las revelaciones hacen terrenal y mundano a quien fuera el hombre más buscado del planeta y autor intelectual del mayor ataque terrorista en la era reciente. La imagen provoca un corto circuito en la lógica de las expectativas del súper villano. Cómo es posible que “el más malo”, disfrute del mismo entretenimiento que las masas, que ría con las mismas bromas y se relaje con las mismas historias. En ese choque hay una desilusión que debe confrontarse: ¿qué tan malo es el más grande villano?

A principios de los sesenta, la filósofa alemana Hannah Arendt viajó a Jerusalén para presenciar el juicio de Adolf Eichmann, alto mando del ejército nazi. Eichmann fue el responsable de ejecutar la logística y transporte de presos y deportados hacia los campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Él decidía y ordenaba el embarque, recepción y detalles del movimiento de un sinfín de víctimas del nazismo. Cientos de miles de muertes se decidieron a partir de sus instrucciones. Arendt, una de las mentes más brillantes del siglo XX, viajó como corresponsal de la revista estadounidense The New Yorker. Después de haber presenciado el juicio, y de ver el comportamiento sumiso y obediente del ex oficial nazi hacia los custodios de su celda, la conclusión de la autora fue fascinante: el hombre era un burócrata más, uno que sólo seguía instrucciones; culpable hasta la médula, pero no el origen de la maldad que tantos esperaban. Ése fue otro choque y desilusión: se creía haber capturado al “malo”, y con él, al “origen de la maldad”. No era así.

Algo parecido pasó cuando Sean Penn y Kate del Castillo lograron una grabación de “El Chapo” Guzmán, heredero del trono de los más malos después de la captura de Bin Laden. “Si yo me muero, al negocio no le pasa lo que es nada”, dijo “El Chapo” en el citado video. Inesperada muestra de espontánea sabiduría que igual funciona para el terrorismo internacional, los regímenes totalitarios o la violencia en México. La sensación de decepción que causan estos casos son reflejo de un síntoma mayor. Estamos acostumbrados a pensar en la maldad, el crimen o la violencia como una excepción extirpable. Es cosa de hacer una tarea quirúrgica de identificar y extirpar el tumor, o aislarlo. La decepción es mayúscula. En última instancia, para entender los fenómenos no sirve de mayor cosa poner a prueba la bondad de Bin Laden, Eichmann o Guzmán, ni de incorporar a nuevos elementos dentro de las filas de la Liga de los Villanos. Más bien, la tarea consiste en detectar los mecanismos, instituciones, prácticas y comportamientos a través de los cuales las atrocidades ocurren, y luego proponer formas de recomponer el camino.

Políticas de seguridad por todo el mundo siguen orientadas a perseguir, atrapar y descabezar “villanos” como el primer y último fin. Hacerlo construye el camino corto para ignorar problemas de raíz. Además, corretear a los más buscados suele resultar en espectacularidad, y eso en estrategias para legitimar políticas punitivas o agresivas, generalmente en decremento de la protección fundamental de derechos humanos de poblaciones vulnerables. Está por verse qué papel juega la política de seguridad en las próximas elecciones de 2018. Venimos de administraciones que, por estrategia o por omisión, han visto crecer los índices delictivos. Tan sólo el pasado mes de octubre rompió récord como el mes con más asesinatos en el país desde 2006. Cualquier posibilidad de un México en paz, requiere más madurez en la solución profunda de problemas estructurales, y menos en corretear villanos como única prioridad.

Dos países, ¿un camino?

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No es la primera vez que México y Estados Unidos se emparejan en una crisis semejante aunque cada quien por su lado. Lo verdaderamente relevante es cómo resuelve cada cual su crisis, o en qué sentido se desenreda la madeja. En México se destapa un ángulo más del pozo de corrupción con marca Odebrecht (mismo que, aunque visible, es un punto más en una marea de casos). Santiago Nieto, hasta entonces el titular de la Fiscalía Especializada para la Atención de los Delitos Electorales, reveló a la prensa que la fiscalía realizaba una investigación que seguía al extitular de Pemex, Emilio Lozoya. La acusación: presuntos sobornos recibidos de la empresa brasileña Odebrecht que pudieron haberse traducido en apoyos para la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto en 2012. Se trataba (y quién sabe si algún día podremos saberlo) del hilo que, a punto de jaloneos, llevaría a resolver acusaciones de compra de votos. Imposible no recordar, por ejemplo, el Monexgate. “Follow the money”, dijo el testigo protegido que llevaría a desenredar el caso de Watergate y posterior destitución de Richard Nixon en la década de 1970.

Mientras tanto, en Estados Unidos, Paul Manafort, ex jefe de campaña del presidente Donald Trump, fue acusado junto a su socio Rick Gates por los cargos de conspiración y lavado de dinero, entre otros. Ambos se presentaron ante el FBI y se declararon inocentes de los cargos. Sin embargo, casi al mismo tiempo, el ex asesor de la campaña electoral de Trump, George Papadopoulos, se declaró culpable de mentir sobre los lazos de la campaña electoral con Rusia. En concreto, el ex asesor admitió haber ocultado el contacto que sostuvo con un profesor extranjero anónimo que decía tener vínculos con el Kremlin y ofrecía información sobre Hillary Clinton. Robert Mueller, fiscal especial designado para este caso, aseguró que las mentiras de Papadopoulos impidió que la investigación que el FBI realiza sobre el tema pudiera progresar. Se trata de un capítulo de varios más que componen la novela de Rusia apoyando directamente la campaña presidencial de Trump, o al menos perjudicado indirectamente a Clinton.

La posibilidad de un fraude electoral en ambos lados de la frontera no está exenta (cualquier revisión ligera de la historia reciente lo confirma). Y aunque los mecanismos pueden variar, lo que también varía es el camino para resolver las acusaciones. Aquí cobra relevancia el papel de las instituciones. En México, por lo pronto, el panorama pinta negro. En una decisión inesperada, Santiago Nieto fue removido del cargo y luego él mismo renunció a continuar. Ya se sospechaba el interés de los partidos políticos afectados en que Nieto no continuará, pero el ahora ex fiscal ni siquiera dio tiempo para confirmar las sospechas a través de la votación de legisladores para mantenerlo o retirarlo del cargo. Por si fuera poco, la crisis institucional se agudiza al no contar con un fiscal anticorrupción (enorme deuda pendiente del actual gobierno) ni un fiscal general (cuya ausencia se debe a que organizaciones de la sociedad civil lograron impedir al #FiscalCarnal, como fue acertadamente nombrado). En la prensa se lee que “así se llega a la elección del 2018”. Es eso, junto con la historia de la elección de 2012.

Ambos casos comparten similitudes dignas de subrayarse. La presunción de una campaña electoral tramposa, acusaciones de irregularidades, dudas que repercuten en la legitimidad de los procesos y de los mandatarios actuales. Los indicios de nexos entre Trump y Rusia crecen, aun y cuando hasta el momento no ha sido comprobable ninguna acusación directa contra el presidente. Por otro lado, la presunción de dinero producto de corrupción en la campaña de Peña Nieto despierta dudas respecto al impacto en la elección que viene, aun y cuando nadie en el gobierno ha tenido alguna acusación comprobada. ¿Por qué vía transitará la crisis cada país? En tanto que ese camino esté pavimentado por las instituciones, en esa medida se podrá reconocer la fuerza de la democracia. Es la siembra de lo que cada quien cosecha.

La imaginación de los damnificados

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El terremoto de 1985 “sacó lo mejor de mí”, dice Héctor “El Chino” Méndez, fundador de la Brigada Internacional de Rescate Topos Tlatelolco Azteca. En una entrevista con el diario Reforma, afirma que, a él, le “pasó lo que ahorita a los muchachos”, dice al referirse a los sismos de septiembre de 2017. “El Chino” es una realidad y una posibilidad del mexicano contemporáneo. Realidad porque, como tantos, es un ciudadano que está acostumbrado a que la autoridad no siempre ni necesariamente funciona. Pero es también una posibilidad porque, a pesar de eso, se convirtió en un ciudadano que en situaciones límite como lo es un sismo de grandes magnitudes está dispuesto y presto a reaccionar por los otros, al grado de salvar vidas. Después del pasado 19 de septiembre, hay muchos mexicanos que dejaron de ser sólo la realidad de un ciudadano decepcionado para convertirse en la posibilidad de un ciudadano activo y solidario, los rescatistas voluntarios son el mejor ejemplo.

Los mexicanos estamos acostumbrados a que, en la vida pública, la autoridad tienda a no funcionar. Incluso, a veces el verbo ideal es estorbar. El gobierno, por ejemplo. Es una queja tan común como recurrente. Desde hace décadas se realizan encuestas que reportan a ciudadanos que ven con desconfianza a las autoridades y perciben baja eficacia de sus gobernantes. Ante esa realidad, es común que las personas busquen y encuentren formas de resolver problemas cotidianos en los que, aun y cuando incumben al interés público, no existe la presencia de una  autoridad confiable que coordine, asigne, decida o responda. Las cifras en ese sentido son tantas y tan reiteradas que es casi ocioso enlistarlas. Además, siendo justos con una realidad aplastante, muchas veces no hace falta encuestar un problema que se vive diariamente. Es una verdad que, a pesar de todo, no debe hacerse obvia. Hay lugares del mundo en donde el gobierno sí funciona, sí es confiable. En México, hacen falta muchos esfuerzos para imaginar un hipotético México donde la autoridad funciona y es confiable. Simplemente cuesta trabajo imaginarlo.

Sin embargo, esa disfunción es el alimento de nuestra imaginación. Una que trabaja para brincar ambos obstáculos: el que nos pone la vida en frente, más la pimienta de una mala administración pública. Con esa desilusión, suspicacia y agresiva desconfianza llegamos a la cita del pasado 19 de septiembre de 2017. Mucho se ha escrito sobre qué llevó a los mexicanos a solidarizarse y reaccionar de forma tan ejemplar ante la tragedia. Hay una dimensión de humanidad y valentía notable, pero también operó una parte racional que descansaba sobre la idea de que, en la desgracia como en lo cotidiano, es más probable encontrarse con autoridades torpes e ineficientes que lo contrario. De esa imaginación surgen y se moldean los héroes anónimos, que con corazones conmovidos rescataron vidas de entre las piedras y llenan de orgullo a quienes vimos esas acciones y actitudes.

En un video que se ha difundido en redes sociales se observa al presidente Enrique Peña Nieto y a su esposa Angélica Rivera, invitando a periodistas que los graban a formar una cadena humana. Después de un rato de invitaciones fallidas, logran juntar los elementos que llenan el cuadro de las cámaras, y entonces sí, comienzan a pasar las cajas que supuestamente contienen ayuda para los damnificados. El logo del DIF siempre visible, que sea vea claro a cuadro. Poco más de una docena de cajas en poco más de dos minutos de grabación, y eso es todo. Es la autoridad en una triste imitación de los ciudadanos, los que sin buscar cámaras que los graben formaron cadenas humanas mucho más largas, y cargaron piedras, concreto, varillas y víveres por horas e incluso días. Son los damnificados de malos gobiernos, una condición a la que ya se han acostumbrado pero que no deja de incomodar. Son los mismos ciudadanos de siempre, los acostumbrados a la autoridad de siempre.

En un país así, en una realidad así, es posible esperar estas formas tan espontáneas de solidaridad. Allí, la esperanza puede salir de entre las piedras. Después de todo, los héroes de las semanas pasadas, esos a los que se refiere “El Chino”, no son improvisados: son ciudadanos acostumbrados a valerse por sí mismos, a no contar con la autoridad y, en el momento del sismo, eran ciudadanos arrojados a salvarse a sí mismos. Alegoría de 1985. Mientras tanto, la autoridad, a través del presidente y la titular del DIF, realizan una triste copia de la verdadera solidaridad, aquella espontánea y asustada pero comprometida. Es, otra vez, (¡cuántas veces más!) gobernantes más preocupados por parecer que por ser.

¿Narcoestado fallido?

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Según John Kelly, Jefe de Gabinete de la Casa Blanca en Washington, México es “un narcoestado fallido”. De acuerdo con reportes de prensa en México y Estados Unidos, el funcionario estadounidense usó esas palabras para describir al país en una reunión con los demócratas. Son declaraciones que ocurren –no está de más recordarlo– en medio de una relación tensa y complicada entre México y Estados Unidos. De fondo está la suspensión del programa DACA, la renegociación del Tratado de Libre Comercio y la insistencia de la presidencia estadounidense en la construcción del muro, la cereza de un pastel que indigestaría a cualquiera. Pero, ¿cómo interpretar sus dichos?, ¿qué es exactamente un “narcoestado fallido”? Hay dos lecturas: lo que puede significar en términos de un diagnóstico y lo que significa para quien lo dice. En la primera opción, sus palabras están llenas de ambigüedad, lo que conduce a análisis llanos y sin mucho trasfondo. Sin embargo, la segunda lectura, sobre el significado para quien lo dice, el terreno es minado y los intereses aparecen a diestra y siniestra.

Cada año, el Fondo para la Paz, una organización sin fines de lucro, elabora y publica el Índice de Estados Fallidos. A partir de la construcción de 12 indicadores, monitorean la evolución de diferentes países alrededor del mundo para extraer un número que coloca a cada Estado en parámetros que, aseguran, permiten comparar países. Estamos acostumbrados a metodologías que nos ayuden a reducir a un número realidades profundamente complejas. Y aunque los índices son generalmente herramientas útiles para dar otros pasos rumbo a diagnósticos mejor elaborados, su abuso tiende a construir realidades que ignoran que cada caso es diferente. Es lógico que, por eso, provoquen la tentación de ofrecer respuestas iguales a problemas supuestamente iguales, o a validar los decisiones de política pública tomadas desde el escritorio y con premura. Además, la idea de Estado fallido se presta para apreciar cómo ven las cosas quienes lo dicen, más que para decir dar información analíticamente útil sobre el problema.

En este caso, la idea de “narcoestado fallido” supone un sinfín de reductores de complejidad. Por supuesto que México tiene problemas asociados al narcotráfico, violencia, corrupción, impunidad y una larga lista de indeseables. Sin embargo, cada problema merece una propia explicación que considere: a) cuándo y cómo estos problemas se cruzan unos con otros, y 2) dónde y por qué pasa cada uno. En resumen: en México no existe un solo Estado ni se explica siempre con la misma fórmula. Enunciarlo como lo hizo Kelly invita consolidar en la imaginación un montón de preceptos sobre cosas que, en México, ciertamente no funcionan. Si se valida la forma en que lo expresó, es relativamente fácil imaginar a narcotraficantes (sea lo que eso sea) en posesión del Estado (sea lo que eso sea), cuyas instituciones fallan o simplemente nunca funcionaron. Si el ánimo es el de entender realmente qué ocurre, la etiqueta sirve de poco o nada. En su lugar, sería ideal contar con un análisis detallado de qué instituciones y/o personas en el gobierno son las que no funcionan, cuáles son las prácticas que producen los males, qué marcos legales, políticos e históricos lo explican. Eso ayudaría a corregir el rumbo en temas precisos y con estrategias que pongan por delante la dignidad de las personas, sobre todo de las más vulnerables.

Sin embargo, muchas veces la política no tiene tiempo para eso, particularmente la que es improvisada y piensa en cortos plazos. Ésa necesita de reductores de complejidad, dos o tres palabras que sinteticen como sea y habiliten la justificación para tomar decisiones también como sea. Y por eso importa mucho lo que Kelly dijo y lo que, con ello, quiso decir. Enunció el enfermedad y es lógico que proponga la medicina. La tentación de los conceptos fáciles pero endebles no es exclusiva del gobierno de Estados Unidos ni de la administración Trump. Abundan funcionarios mexicanos que no resisten a la tentación. En todo caso, monitorear ese abuso funciona como un barómetro que mida las presiones de gobiernos preocupados por resultados inmediatos, tendencia que generalmente se acompaña de hacer parecer antes que realmente ser o hacer.

Los rincones del TLCAN

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La segunda ronda de negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) arrancó la semana pasada en la Ciudad de México. En medio del misticismo de una negociación crucial, Bosco de la Vega, presidente del Consejo Nacional Agropecuario, aseguró a la prensa que la seguridad y el narcotráfico están por incluirse en la agenda. “Todos los temas que padecemos los tres países están en la mesa de negociación”, afirmó. El planteamiento es interesante, pues de las mismas raíces de las que se inspira el libre comercio se nutren la mayoría de los flujos ilegales internacionales. Por ejemplo, no es descabellado reconocer que el tráfico internacional de drogas se vale de los acuerdos, caminos y rutas que fueron diseñados y construidos para el comercio internacional legal. Son dos lados de una moneda que, probablemente, tenga más de dos caras.

Lo mejor y lo peor puede venir del libre comercio. Igual permite la creación de empleos, el crecimiento económico o el tránsito de ideas, que la destrucción ambiental, la marginación de comunidades, la precarización laboral o el incremento de la pobreza y la desigualdad. Lo han dicho expertos en comercio internacional como Luis Miguel González: el TLCAN creó una clase ganadora en México, próspera y enriquecida, pero también generó perdedores que agudizaron las diferencias entre algunos sectores del país. No es descabellado llevar esa explicación al narcotráfico.

Por un lado, aparecen algunos narcotraficantes que se han visto favorecidos por la intensificación del comercio entre ambos países, exportando drogas y personas al por mayor e importando dinero y armas. Y por el otro, aparece un ejército de campesinos marginados que han servido de mano de obra barata para el mismo fin pero recibiendo las migajas del negocio. Aquel campesino cuya calidad de vida no ha mejorado en las últimas décadas (ni por el TLCAN ni por otras políticas públicas), es orillado a decidir entre migrar o cultivar amapola o marihuana para algún grupo criminal como una forma de sobrevivencia. Es un escenario que los deja atrapados entre la ilegalidad y la amenaza de ser el eslabón más frágil de organizaciones criminales. Fuego cruzado hacia donde miren.

Pero no es sólo el narcotráfico. Una revisión de la prensa publicada sobre el tratado en el último año permite ver todos los temas que, sin ser primordialmente comerciales y sí de la agenda de seguridad, se han montado sobre la renegociación. Migración, trata de personas, seguridad cibernética, seguridad en la frontera, tráfico de armas y el mismo narcotráfico, todos son milagros encargados al mismo santo. Es un acierto reconocer que el TLCAN y en general el impulso al comercio involucra estos temas, pero también debe reconocerse la contradicción en el origen. Peter Andreas, investigador de la Universidad de Brown, lleva diciéndolo desde hace años: la promoción de las reformas de libre mercado y las prohibiciones del mercado de drogas ilícitas están basados en lógicas completamente opuestas. Mientras que el objetivo último del libre mercado es maximizar el comercio y evitar la intervención del Estado, el prohibicionismo pretende justamente lo contrario, suprimir todo el mercado a través de la intervención estatal.

Lo cierto es que el TLCAN no puede, ni antes ni después de su renegociación, resolverlos por sí sólo, pero tampoco se puede renunciar a incluirlos en la agenda. Incumben tanto al tratado como a la misma dinámica comercial que tantos beneficios han traído a las economías de los tres países. No hay salida obvia para desenredar este nudo, tiene sentido y es importante discutirlo en la mesa. Aunque en las condiciones actuales, es probable que incorporarlas termine empantanado más una negociación que ya de por sí transcurre entre la nebulosa.

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Más “Humanas” en México

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La semana pasada, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) presentó los resultados de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2016. Hay un dato que funciona como portada de un libro lleno de tragedias: en México, 2 de cada 3 mujeres han sufrido algún tipo de violencia al menos una vez en su vida. En Michoacán, la proporción es muy cercana, 65.5% de las mujeres han estado en esa situación. Sin embargo, mientras autoridades tienen la tentación de presumir que el estado se encuentra por debajo de la media nacional, la prensa local registra un alarmante incremento en casos de la forma más brutal en que la violencia de género se expresa, el feminicidio.

Para nadie es un secreto que Michoacán es uno de los estados que más violencia ha experimentado en el país. Sin embargo, la violencia que padecen las mujeres no suele estar en el centro de atención. Las lecciones que dejan casos como los de Ciudad Juárez retratan la importancia de hacer visible lo invisible, es uno de los primeros pasos rumbo a frenar la tragedia. Desde la organización Humanas Sin Violencia, Lucero Circe López Riofrío encabeza esa tremenda lucha en aquel estado. Visibilizar, denunciar y reaccionar son misiones imposibles que, con trabajo, van haciendo posibles.

Humanas es la arquitecta e ingeniera de un edificio al que no se le permite entrar. A pesar de ser impulsoras y promotoras de la alerta de violencia de género en el estado, y de trabajar en conjunto con las autoridades para lograr el decreto, han sido y permanecido excluidas de la conformación del equipo multidisciplinario que debe darle seguimiento. En respuesta, Humanas decidió tomar el camino más largo y complicado con tal de no renunciar a su tarea: monitorear por su cuenta y seguir los pasos de quienes están obligados a hacer el trabajo. Así, documentaron que la alerta de género en Michoacán ¡tiene menos del 13% de avance! Esto desde que se activó, en junio de 2016.

Más de un año después, el avance es marginal. A ese ritmo, advirtieron, la implementación total de la alerta en los 14 municipios michoacanos para los que se definió tardaría 8 años. Además, la cifra es contrastante con la versión de la autoridad local y documentada por la organización, que afirma que la alerta se encuentra lista en un 75%. Mientras tanto, Humanas mantiene un ojo en la diatriba burocrática y otro en el terreno, donde las mujeres siguen muriendo. Según sus datos, van 86 este año y el panorama no es alentador.

La declaración de alerta de género es un complejo mecanismo gubernamental que pone a operar recursos, programas, personal e instituciones para, literalmente, salvar vidas de mujeres y atender a las que sufren violencia o podrían padecerla. Los estados que han logrado declararla, generalmente lo han hecho con reticencias y resistencias de autoridades en varios niveles. Su decreto se traduce en el éxito de unos pocos –casi siempre mujeres– preocupados, sensibilizados, comprometidos y con las energías para nadar contra la pesada corriente de autoridades y funcionarios públicos generalmente desinteresados y/o incompetentes.

Michoacán no es el único caso preocupante en temas de violencia de género. Según la citada ENDIREH, la Ciudad de México, Jalisco, el Estado de México, Querétaro y Aguascalientes también presentan cifras alarmantes en violencia y agresiones contra las mujeres. Todos esos casos se ubican incluso por encima del promedio nacional que tanto preocupa a gobernantes, y que funciona como un árbitro estadísticamente insensible. En todo caso, prácticamente no hay estado del país que salga bien librado. Un escenario alentador sería, por un lado, contar con más Humanas en el país y, por el otro, aunque igual de importante, cuidar y alentar a las que ya tenemos.

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Geografía del consumo

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En el debate político sobre el narcotráfico, el ángulo del consumo conlleva la tentación de tratarse de forma maniquea. En la conversación entre Donald Trump y Enrique Peña Nieto que el diario The Washington Post publicó, el primero le asegura a su par mexicano que “los narcotraficantes en México están destrozando” a su país. El diagnóstico no podría ser más simplista. Resaltarlo no es menor porque, en última instancia, el narcotráfico envuelve una acción de compra-venta que supone el consentimiento de las dos partes. Ignorarlo invita a suponer que el consumidor es una víctima, una relación que no es tan clara como sí ocurre en otros delitos como homicidio o robo, en donde la víctima y el victimario sí son más evidentes. Detrás de esa omisión –y que es más recurrente de lo que debería– se encuentra una pregunta indispensable: ¿de verdad el narcotráfico se reduce a un problema de venta y no de consumo? La repuesta apunta a un falso dilema. Sin duda involucra ambas partes, pues son acciones inseparables en tanto que se asuma como transacción mercantil. Pero por el otro lado, y quizás más importante, el tráfico y consumo de drogas es mucho más que un problema netamente económico, por lo que, además de oferta y demanda, ciertamente necesita de más variables para ser explicado.

Curiosamente, una forma de nutrir ese debate es justamente analizando el tema del consumo y dónde ocurre. Hacerlo muestra que sí es una variable fundamental para trazar una radiografía del problema. Se parte de dos ideas básicas: no todas las drogas son iguales y no se consumen en iguales cantidades e intensidades en todos lados. Qué consumen, quiénes y en dónde se convierte en una información valiosa rumbo a entender dinámicas y generar diagnósticos. Anualmente, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC por sus siglas en inglés) elabora informes de prevalencia de consumo de distintas drogas. Estos se elaboran con información generalmente proporcionada por gobiernos nacionales alrededor del mundo. Y aunque eso implica reconocer dificultades metodológicas, aun así se obtienen datos interesantes de grandes tendencias. Gracias a ello, por ejemplo, es posible confirmar y/o actualizar información clave como el sentido de los flujos de narcotráfico, la aparición de nuevas drogas y, por supuesto, la lista de los países en donde más consumen.

El Informe mundial sobre las Drogas 2017 de UNODC arroja información relevante. Entre ellas destaca la existencia de una población global de consumidores estimada de 250 millones de personas que, alrededor del mundo, consumieron drogas al menos una vez en 2015 (el año más reciente con el que el informe estima el cálculo). De ellos, 183 millones reconocieron consumo de cannabis, 35 de opioides, 18 de opiáceos, 17 de cocaína y, 37 de anfetaminas (una de las drogas que muestra mayor dinamismo en la última década). Además, cual brújula, indica y refuerza a un norte consumidor y concretamente a Estados Unidos como el mayor mercado de consumo de drogas en el mundo, seguido de Europa y Australia. Según datos del informe, Estados Unidos es el mayor consumidor del mundo de anfetaminas (2.9% de la población), cannabis (16.5%), opioides (6%) y el tercero en consumo de cocaína (2.3%), sólo después de Escocia y Albania.

Además, el informe también es útil en las omisiones. Señalo dos ejemplos. El primero involucra a México, y es que urge contar con cifras actualizadas sobre el consumo de ciertas drogas profundamente adictivas, dañinas y baratas como el cristal (el año más reciente que UNODC utiliza para su comparación es 2011). La importancia de este dato radica en que su consumo está asociado a otras dinámicas de criminalidad y violencia y que, aquí, sí, el consumidor en México sea tanto víctima como victimario. En ese sentido, es muy probable que, en el caso de esta droga, se trate mucho menos de una simple transacción comercial y mucho más de una relación de coerción y violencia, aunque necesitamos información actualizada para conocerlo con certeza. El segundo caso involucra a los países centroamericanos. En las mediciones de drogas específicas como cocaína y metanfetaminas se observan muy altos grados de consumo aunque con mediciones muy desactualizadas, algunas incluso datan de 2005. Desde ese año a la fecha, varios de esos países han sufrido espirales de violencia que requieren de información actualizada sobre el consumo de ciertas drogas para elaborar diagnósticos.

Hay elementos de sobra para justificar el impulso de un estudio sobre la geografía del consumo en América del Norte y Centroamérica. Además de oxigenar el debate sobre el narcotráfico con ideas, mediciones e indicadores, también sería una oportunidad para evitar el uso del consumidor de forma únicamente retórica y maniquea, fortalecer el enfoque de salud pública y repensar los marcos del prohibicionismo. No sería la primera vez que, en este tema y desde el campo de las ideas, se logren impulsar cambios significativos en políticas públicas y, por consecuencia, en la dinámica social.

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